Telma Ortiz y la libertad de los modernos
En febrero de 1819, Benjamin Constant pronunci¨® en Par¨ªs una conferencia que lleg¨® a ser el manifiesto fundacional del liberalismo decimon¨®nico. Se titulaba De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos.
Para los antiguos, la libertad consist¨ªa en la participaci¨®n directa en los asuntos de la rep¨²blica y en torno a ella se defin¨ªa el (exclusivo) derecho a ser considerado ciudadano. Aquella libertad ten¨ªa como contrapunto la sumisi¨®n del individuo a la autoridad de la comunidad y la aceptaci¨®n de la intromisi¨®n de ¨¦sta en sus actividades privadas.
La libertad de los modernos, por el contrario, consist¨ªa, seg¨²n Constant, en la independencia individual, garantizada por leyes que amparasen el desenvolvimiento aut¨®nomo de un ¨¢mbito privado construido en torno a derechos individuales, b¨¢sicos e innegociables. Era el derecho de todos los individuos a su propia seguridad e intimidad; a no estar sometidos m¨¢s que a las leyes; a poder ir y venir, opinar y reunirse sin pedir permiso; a elegir un oficio, ejercerlo y disfrutar de sus r¨¦ditos; a observar el culto que cada uno prefiriese. El derecho, en suma, a "no tener que rendir cuentas a nadie de sus motivos y objetivos, a llenar sus d¨ªas y sus horas de la manera m¨¢s acorde con sus inclinaciones y fantas¨ªas".
En la defensa de un espacio de privacidad est¨¢ el germen de las otras libertades
?Tiene la 'prensa amarilla' la potestad de decidir qu¨¦ es de inter¨¦s p¨²blico?
Para Isaiah Berlin, buena parte de la historia contempor¨¢nea se entiende por la pugna entre esas dos concepciones de la libertad. La positiva, entendida como participaci¨®n activa en la cosa p¨²blica, y la negativa, empe?ada en definir un espacio de independencia individual ante la comunidad o incluso ante el Gobierno leg¨ªtimo. Desde esta ¨²ltima, la participaci¨®n en los negocios p¨²blicos, as¨ª como la libertad de expresi¨®n o la propiedad (incluida la propiedad de uno mismo), s¨®lo pueden desarrollarse y florecer ancladas en la construcci¨®n (legal) de un espacio privado, inviolable por definici¨®n, frente a "la voluntad arbitraria de uno o de varios individuos". ?sta fue la primera necesidad de los modernos y su vulneraci¨®n hace imposible, quim¨¦rica o pervertida cualquier otra libertad, cualquier otro derecho.
En todo caso, y frente al elitismo del liberalismo decimon¨®nico, que reconoc¨ªa a todos (los hombres) la plenitud de los derechos civiles mientras reservaba s¨®lo a unos pocos los derechos pol¨ªticos, los reg¨ªmenes democr¨¢ticos se construyeron sobre la convicci¨®n de que exist¨ªa, y existe, una relaci¨®n indisoluble entre la defensa de nuestra libertad individual y la implicaci¨®n en la vida pol¨ªtica.
Sin embargo, uno de los peligros de nuestras democracias es que el repliegue hacia lo privado se haga a costa de una letal falta de atenci¨®n, vigilante y activa, hacia los asuntos colectivos. Que la ciudadan¨ªa olvide que para conseguir la independencia individual (tan ligada a la concepci¨®n de s¨ª mismos que tienen los hombres y las mujeres modernos) es necesaria una actividad constante y vigilante en el ¨¢mbito p¨²blico.
Un olvido que es letal porque se sostiene sobre la confiada creencia de que lo privado constituye algo natural y eterno, cuando en realidad es profundamente hist¨®rico y, por tanto, cambian te e incluso susceptible de extinci¨®n. La libertad de los modernos, tal y como la concibieron Constant y Berlin, se construy¨® sobre una idea de privacidad que no siempre hab¨ªa estado ah¨ª, que no proced¨ªa del orden natural de las cosas (aunque as¨ª fuese presentada), sino de un largo proceso que requiri¨® altas dosis de actividad pol¨ªtica y la elaboraci¨®n de un entramado legal capaz de crear (y no de reconocer) ese espacio privado que hoy nos es tan caro y nos parece tan natural. Y el feminismo fue pionero en ese sentido, insistiendo en el car¨¢cter artificial de una distinci¨®n que relegaba a las mujeres (naturalmente) a la esfera privada y reservaba la p¨²blica en exclusiva a los varones.
Tiene raz¨®n Arcadi Espada (El Mundo, 14 de mayo de 2008) cuando, a prop¨®sito del llamado caso Telma Ortiz, escribe que no hay otra definici¨®n de qu¨¦ es un personaje p¨²blico que ¨¦sta: "P¨²blico es el personaje que decide el p¨²blico". Y tiene raz¨®n Vicente Verd¨² (EL PA?S, 19 de mayo de 2008) cuando se extiende sobre la atracci¨®n por la intimidad y la creciente negativa a reconocer que exista espacio individual alguno ajeno a la obsesi¨®n de lo que llama transparencia.
Ambos tienen raz¨®n y, sin embargo, creo que ambos se equivocan en algo sustancial. Se equivocan en su (al menos) aparente resignaci¨®n condescendiente ante lo inevitable. Para ambos, el drama personal de Telma Ortiz no es m¨¢s que el s¨ªntoma de una situaci¨®n de hecho, deplorable sin duda para la interesada, pero contra la que nada podemos hacer.
Precisamente porque lo p¨²blico y lo privado son construcciones hist¨®ricas, obras nuestras y no de la naturaleza, la definici¨®n y defensa de lo que creamos que deban ser ser¨¢ producto de nuestras opciones y nuestras decisiones, de nuestra actividad pol¨ªtica y de nuestra vigilancia continua.
Mientras los juristas se lamentan de que la sentencia sobre el caso Ortiz pueda impedir un debate serio sobre el derecho a la intimidad de las personas (p¨²blicas o no), un sector del periodismo siente amenazada la libertad de expresi¨®n o, en el peor de los casos, se refugia en una especie de cinismo melanc¨®lico: "As¨ª va el mundo". Sin embargo, el mundo ir¨¢ como nosotros queramos que vaya. Su futuro depende del empe?o que pongamos en reconocernos (y obligar a que se nos reconozca) el poder de decidir. En este caso, el poder de decidir qu¨¦ cosas queremos que sean consideradas privadas.
El car¨¢cter hist¨®rico (artificial y originalmente sexista) de la distinci¨®n entre lo p¨²blico y lo privado no cancela el debate. Lo abre. ?Estamos o no de acuerdo con que en la reserva de un espacio innegociable de privacidad est¨¢ el germen de todas las otras libertades? ?Creemos que no hay libertad pol¨ªtica posible sin independencia individual y a la inversa?
La melancol¨ªa, la resignaci¨®n o el cinismo no responden a esas dos preguntas. Ni tampoco a otras que pueden y deben ser formuladas en voz alta. ?Consideramos que la violaci¨®n sistem¨¢tica de la idea de privacidad es algo que tan s¨®lo hay que constatar o algo que podemos combatir? ?Creemos que hay alguna diferencia entre el derecho a la informaci¨®n y el derecho al cotilleo? ?A qui¨¦n le conferimos la autoridad de ser ese p¨²blico que decide lo que es de inter¨¦s p¨²blico? ?Al segmento (minoritario) de la poblaci¨®n adicta a la prensa amarilla y a los intereses econ¨®micos que ¨¦sta representa??Tienen derecho las personas p¨²blicas a la intimidad? ?Creemos, por ejemplo, que es l¨ªcito violar a una prostituta? ?Qu¨¦ modelo de sociedad queremos? ?Una sociedad cegada por la vida sentimental de Berlusconi y Sarkozy? Sin duda, los dos conocen la diferencia entre un eye liner y un desfilado. Sin duda, tambi¨¦n, Il Cavaliere avanza con decisi¨®n y un sonoro lifting en la brutalizaci¨®n pol¨ªtica de su pa¨ªs.
El quietismo sociol¨®gico y el relativismo moral no son las ¨²nicas opciones. El car¨¢cter jur¨ªdicamente desencaminado de la demanda de Telma Ortiz no puede hacer olvidar la trascendencia moral y pol¨ªtica del problema que plantea. Lo privado no es una mera concesi¨®n del poder o de la opini¨®n de los dem¨¢s, es un espacio que hay que defender porque a trav¨¦s de ¨¦l nos jugamos el derecho a llenar nuestros d¨ªas y nuestras horas de la manera m¨¢s acorde con nuestras inclinaciones y nuestras fantas¨ªas, a salvo de la voluntad arbitraria de uno o varios individuos. Nos jugamos, en realidad, el cemento mismo sobre el que se ha construido la libertad de los modernos.
Isabel Burdiel es catedr¨¢tica de Historia Contempor¨¢nea en la Universidad de Valencia.
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