'Vox popul¨®rum'
El af¨¢n integracionista, sin duda bienintencionado, del euroentusiasmo, choca con la voluntad popular cada vez que la inc¨®moda realidad, ya de las normas, ya de la opini¨®n p¨²blica, obliga a consultarla. No faltar¨¢ quien propugne, y precedentes hay de ello, repetir el refer¨¦ndum irland¨¦s hasta que "salga bien", como se hac¨ªa en la dictadura de Mugabe. O arg¨¹ir que un peque?o pa¨ªs no puede obstaculizar lo que otros m¨¢s grandes pretenden conseguir, algo que recuerda la vieja terminolog¨ªa del "pueblo de se?ores". Pero, felizmente, todav¨ªa f¨®rmulas tan gruesas no son de universal aceptaci¨®n y una "comunidad de derecho" como pretende ser la Uni¨®n Europea se debe considerar ligada por tr¨¢mites tan enojosos como la un¨¢nime ratificaci¨®n de los nuevos tratados por los Estados miembros y por la voluntad de sus pueblos directamente expresada, cuando as¨ª lo exigen sus normas constitucionales.
En una Europa felizmente democr¨¢tica, son los pueblos quienes imponen su voluntad
Los europeos no est¨¢n listos para avanzar en la integraci¨®n pol¨ªtica
En los ¨²ltimos tiempos, cada vez que se ha querido constitucionalizar la organizaci¨®n comunitaria, de manera expresa (caso del Tratado Constitucional de 2004) o t¨¢citamente (caso del Tratado de Lisboa de 2007), el empe?o ha naufragado all¨ª donde se ha convocado un refer¨¦ndum, salvo en los significativos casos espa?ol y luxemburgu¨¦s. Franceses y holandeses, dos pueblos de dimensiones y tradiciones distintas, coincidieron a la hora de rechazar el proyecto de Constituci¨®n Europea. En la Rep¨²blica Federal, coraz¨®n del europe¨ªsmo, hubo que manipular la interpretaci¨®n del art¨ªculo 20 de su Ley Fundamental para evitar una consulta popular cuyo resultado se presum¨ªa negativo y nadie duda cu¨¢l hubiera sido la respuesta de brit¨¢nicos, suecos o checos.
La desconfianza en el veredicto democr¨¢tico sobre el Tratado de Lisboa era tal, que todos los gobernantes de la Uni¨®n, en un alarde de confianza democr¨¢tica, acordaron obviar las consultas populares. Solamente en Irlanda los imperativos constitucionales forzaron el refer¨¦ndum sobre el tratado y, pese a la presi¨®n comunitaria y la opci¨®n un¨¢nime de la clase pol¨ªtica, el pueblo lo ha rechazado.
Se ensayaron explicaciones m¨²ltiples ante hecho tan desconcertante como que la democracia no avalase la integraci¨®n europea, olvidando que aqu¨¦lla es un m¨¦todo de decisi¨®n libre y ¨¦sta el resultado de una decisi¨®n que, si es libre, no puede estar ya predeterminada. Se dijo que los franceses votaron contra Chirac y los holandeses contra la inmigraci¨®n, y ahora se dir¨¢ que los irlandeses han votado para defender su atrayente sistema fiscal, como si tales cuestiones no fueran importantes motivos para razonar una decisi¨®n.
Pero eso son a?agazas de avestruz a la hora de negarse a
rectificar la senda equivocada que ha tomado la integraci¨®n europea. Una equivocaci¨®n sobrevenida seg¨²n demuestra el hecho de que, con la excepci¨®n de Noruega, todas las ampliaciones de la Comunidad, ahora Uni¨®n, se hicieron con el entusiasmo de los adheridos, que sin embargo se muestran reluctantes ante los intentos de mayor integraci¨®n.
Que las dificultades comenzasen con el Tratado de Maastricht, y no s¨®lo en Dinamarca, o que casi todas las jurisdicciones constitucionales de los Estados miembros se muestren contrarias a las tesis integracionistas de la Corte de Justicia comunitaria, debiera haber incitado a la meditaci¨®n. Pero el euroentusiasmo comparte con el paleocomunismo sovi¨¦tico y el neconservadurismo norteamericano dos errores fundamentales. Por una parte, cree conocer el sentido de la historia: la ineluctable uni¨®n pol¨ªtica "cada vez m¨¢s estrecha" como los sovi¨¦ticos cre¨ªan en el triunfo del socialismo y los neoconservadores en el de la democracia capitalista. Por otra, se considera legitimado para acelerarla en lo que estima buena direcci¨®n. El presidente Delors lo expres¨® claramente con t¨¦rminos de rancio sabor leninista. Cuando un pueblo -se refer¨ªa entonces al brit¨¢nico- se resiste a cumplir su destino comunitario, debe ser obligado a ello. ?Era otro el argumento sovi¨¦tico frente a Hungr¨ªa en 1956?
Mientras la Comunidad, hoy Uni¨®n, avanz¨® por la senda de la integraci¨®n funcional que le hab¨ªan marcado sus fundadores, se generaron importantes solidaridades que fundamentaban la integraci¨®n en los hechos. La situaci¨®n cambi¨® al hilo de dos importantes giros en la estrategia integradora. Por un lado, la obsesi¨®n neoliberal ha llevado a una visi¨®n de la competencia que interfiere gravemente en las instituciones y formas de vida ciudadanas, sin mostrarse capaz de resolver problemas reales de abastecimientos ni de precios. Por una vez, el presidente Sarkozy ten¨ªa raz¨®n al se?alar que tratar de convencer de lo contrario al hombre de la calle era una tomadura de pelo.
Por otro lado, se pretendi¨® sustituir la fuerza normativa de los hechos, la solidaridad real creada por el funcionalismo, por el progresivo remedo de unos embrionarios Estados Unidos de Europa, empe?o de los diferentes proyectos de Uni¨®n Pol¨ªtica desde Spinelli para ac¨¢. A ello han respondido procesos dispares, pero coincidentes. Por ejemplo, la marea creciente de un derecho comunitario, de calidad muy discutible, capaz de regular los asuntos m¨¢s dispares, elaborado fundamentalmente por una tecnocracia lejana, cuando no ajena, a cualquier instancia de legitimaci¨®n y control democr¨¢tico y carente de la cercan¨ªa que proporciona el conocimiento de la realidad. O la in¨²til proliferaci¨®n de instituciones comunitarias mim¨¦ticamente calcadas sobre las de los Estados miembros. O la tentativa, ya medio abandonada, de reproducir a escala de la Uni¨®n la simbolog¨ªa nacional. En una palabra, el intento de crear la uni¨®n pol¨ªtica europea sobre un inexistente demos, sin haber dejado que el tiempo permitiera fraguar, si es que pod¨ªa fraguarlo, un verdadero ethnos europeo, el determinado por "la comunidad de afinidades espirituales, las habitudes, las facultades y convicciones".
Porque, como la historia demuestra reiteradamente, la Constituci¨®n refleja la integraci¨®n de la comunidad pol¨ªtica, y no la genera, fracas¨® el proyecto de Constituci¨®n Europea y ahora el Tratado de Lisboa, intentos ambos de poner los hipot¨¦ticos resultados (la integraci¨®n institucional) antes de sus inexistentes condiciones (la voluntad de vivir juntos). Si ahora, en vez de buscar a?agazas para desvirtuar el rechazo irland¨¦s, los responsables de la Uni¨®n centrasen su atenci¨®n en cooperar intensa y eficazmente en problemas pr¨¢cticos y acuciantes, como los abastecimientos energ¨¦ticos, la defensa medioambiental y la cooperaci¨®n policial, y lo hacen sin despliegues institucionales y normativos, la Uni¨®n progresar¨ªa y se afianzar¨ªa. Si, por el contrario, se empe?an en perturbar la vida ciudadana en el interior y remedar en el exterior la pol¨ªtica de una potencia hegem¨®nica con gestos, s¨ªmbolos, normas e instituciones, avanzar¨¢n hacia el vac¨ªo y los pueblos les volver¨¢n progresivamente la espalda. Y, en una Europa felizmente democr¨¢tica, son los pueblos quienes, en ¨²ltimo t¨¦rmino, imponen su voluntad a los Estados, los verdaderos se?ores de la Uni¨®n fuera de los cuales no hay democracia, es decir, gobierno de las mayor¨ªas, respeto de las minor¨ªas y solidaridad social.
Miguel Herrero de Mi?¨®n es miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Pol¨ªticas.
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