Biro y su icono
El bol¨ªgrafo nos acompa?a legalmente desde hace 70 a?os. Lo invent¨® un periodista harto de su pluma 'estilogr¨¢fica'
Todos tenemos al menos uno, olvidado en un caj¨®n de casa o de la oficina. No lo ocultamos, pero nos lo quitamos de en medio. No es precisamente un s¨ªmbolo de estatus, ni tampoco un ejemplo de lo que Veblen llamaba consumo conspicuo. Es tan barato (20 c¨¦ntimos cada uno, 17 si se adquieren en cajas de 50), y lo damos tan por supuesto, que olvidamos que cada d¨ªa se venden millones de unidades. Forma parte de nuestra vida con esa desarmante cotidianidad con que lo hacen los objetos evidentes, como la cuchara o el cepillo de dientes. Y, como hacemos con ellos, tambi¨¦n lo usamos para funciones para las que no fue pensado: para morder, por ejemplo, si nos ataca el mono nicot¨ªnico. Para revolver el aguachirle cafetero de la m¨¢quina, si se han olvidado de reponer las cucharillas de pl¨¢stico. O como cerbatana con proyectiles de arroz, como en las guerras de los recreos del cole. No nos importa perderlo o que nos lo roben: como una de sus principales cualidades es la de ser desechable, seguro que alguien se habr¨¢ dejado otro en alg¨²n sitio. Est¨¢ a mano, simplemente. Y, desde luego, tambi¨¦n lo usamos para escribir durante dos kil¨®metros seguidos de tinta: aproximadamente media novela, por ejemplo, como cuando Mill¨¢s usaba un bic para componer aquellas primeras narraciones deslumbrantes tagaroteadas en cuadernos atiborrados de letra muy peque?a.
El bol¨ªgrafo o, como fue llamado en su prehistoria, el esfer¨®grafo, nos acompa?a legalmente desde hace 70 a?os. Lo invent¨® el periodista (entre otras cosas: tambi¨¦n fue pintor surrealista) Laszlo Biro, harto de que su pluma estilogr¨¢fica (o fuente) dejara un reguero de manchas sobre el papel en el que garabateaba sus notas urgentes. Lo que ¨¦l necesitaba era algo de lo que fluyera tinta que secara tan r¨¢pido como la de la rotativa de su peri¨®dico. Con su hermano Georg, un qu¨ªmico, dise?¨® el primer bol¨ªgrafo de la historia a partir de una pieza clave: una diminuta bola de metal que, dispuesta al final del tubo que conten¨ªa el pigmento, recog¨ªa al rodar s¨®lo una peque?a cantidad y la depositaba suave y uniformemente sobre el papel mientras surg¨ªa la escritura.
En 1938 consigui¨® la patente inglesa. Luego, mientras la Hungr¨ªa de Horthy se nazificaba, huy¨® a Argentina, donde obtuvo otra patente para su invento -que all¨ª todav¨ªa llaman birome: la "me" corresponde al apellido de su socio, Meyne- y donde se conmemora la fecha de su onom¨¢stica como D¨ªa del Inventor. La primera inversi¨®n masiva en biros (que es como se le designa coloquialmente en Gran Breta?a) la realiz¨® la RAF, que necesitaba para sus tripulaciones una pluma que no chorreara tinta en las alturas.
En 1950 Biro vendi¨® su patente a Marcel Bich, un empresario franc¨¦s fascinado por el esfer¨®grafo. Como se dio cuenta de su potencial de objeto de consumo globalizable, lo primero que hizo fue quitarle la "h" a su marca de f¨¢brica (Bich sonaba en ingl¨¦s muy pr¨®ximo a bitch, perra, puta). ?l fue quien comercializ¨® el bol¨ªgrafo por excelencia, esa obra maestra que es el modelo Cristal: un tubo hexagonal (para que no rule en la mesa) de poliestireno transparente (para que se vea la tinta) terminado en la c¨¦lebre bola rodante, que ahora es de carbono de tungsteno. Y rematado con un capuch¨®n de polipropileno con un orificio para la ventilaci¨®n (y menos peligroso si se traga accidentalmente). ?se es el boli al que el Gobierno franc¨¦s, tan puntilloso en cuestiones de papeler¨ªa, concedi¨® permiso oficial para ser usado en la ense?anza p¨²blica desde los a?os sesenta. Y el mismo que puede verse en una vitrina de honor en el departamento de dise?o del MOMA de Nueva York, consagrado ya como uno de los iconos m¨¢s caracter¨ªsticos del siglo XX. Setenta a?os despu¨¦s de que fuera patentado, conced¨¢mosle un pensamiento antes de perderlo de nuevo.
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