La criminalizaci¨®n de las pol¨ªticas p¨²blicas
Recientes acontecimientos han puesto n¨ªtidamente de relieve las carencias de gesti¨®n de la Administraci¨®n de Justicia, vinculadas ciertamente a una deficiente organizaci¨®n y a un escaso aprovechamiento de las herramientas tecnol¨®gicas disponibles, sin olvidar tampoco el papel que juegan determinadas rutinas judiciales. Como era de esperar, el debate subsiguiente ha girado en torno a c¨®mo mejorar la gesti¨®n del servicio p¨²blico que es la Administraci¨®n de Justicia.
A mi juicio, sin embargo, el inaplazable debate sobre la modernizaci¨®n de la justicia penal presupone tener claros previamente cu¨¢les han de ser los objetivos a conseguir por la jurisdicci¨®n penal. Porque si los objetivos trazados son inalcanzables, dif¨ªcilmente las mejoras de gesti¨®n permitir¨¢n lograrlos.
Los pol¨ªticos abusan del derecho penal para corregir problemas sociales
Habr¨ªa que despenalizar ciertas conductas de gravedad escasa
Mi tesis es que la actual sociedad espa?ola ya ha adquirido, aunque todav¨ªa con notables limitaciones respecto a otras naciones de su entorno, las caracter¨ªsticas propias de una sociedad del bienestar. Eso hace que disponga de las correspondientes instituciones y los suficientes recursos para resolver numerosos problemas sociales mediante los mecanismos de intervenci¨®n y asistencia propios de las sociedades desarrolladas. Pese a ello, nuestros poderes p¨²blicos mantienen una preocupante tendencia a resolver demasiados conflictos sociales del modo que acostumbran a hacerlo las sociedades carentes de esos mecanismos de intermediaci¨®n social, esto es, mediante el uso de pol¨ªticas de orden p¨²blico, en ¨²ltimo t¨¦rmino, mediante la criminalizaci¨®n de cualesquiera conflictos sociales.
As¨ª, se ha asentado la ingenua creencia de que el derecho penal est¨¢ en condiciones de revertir actitudes sociales profundamente arraigadas, o de paliar el fracaso en la obtenci¨®n de los objetivos que son propios de otras instituciones. Esa concepci¨®n del derecho penal como agente de moralizaci¨®n social o como herramienta polivalente de reparaci¨®n de emergencias sociales, adem¨¢s de tropezar con numerosas objeciones de principio que ahora no es el caso de discutir, ignora que el efecto fundamental que origina la intervenci¨®n penal es la exclusi¨®n social de las personas sobre las que recaen sus mecanismos sancionadores. Pero no siempre, ni mucho menos, ese efecto va acompa?ado de una efectiva resoluci¨®n o atenuaci¨®n del problema o del conflicto social que ha motivado la intervenci¨®n penal. En ocasiones, incluso, una excesiva intervenci¨®n penal dificulta la soluci¨®n del problema o, peor a¨²n, enmascara las responsabilidades de quienes deben resolverlo.
Ejemplos de lo acabado de se?alar sobran en las recientes reformas penales y procesales penales. Veamos algunos.
El delito de impago de pensiones familiares se introdujo hace alg¨²n tiempo y se ampli¨® m¨¢s recientemente para encubrir la incapacidad de la jurisdicci¨®n civil para ejecutar sus sentencias sobre rupturas familiares.
El tratamiento penal de la violencia dom¨¦stica abandon¨®, desde 2003 en adelante, toda pretensi¨®n de concentrarse en las conductas lesivas graves, objetivo leg¨ªtimo del derecho penal. La jurisdicci¨®n penal se ha transformado en gran medida en un agente promotor de buenas costumbres sociales en el ¨¢mbito de las relaciones de pareja; para satisfacer ese programa educativo penal, se le ha obligado a utilizar todo su arsenal punitivo frente a casi cualesquiera conductas inadecuadas en el ¨¢mbito de esas relaciones de pareja.
Las continuas reformas endurecedoras del sistema penal juvenil est¨¢n a punto de destruir uno de los ¨¢mbitos donde se hab¨ªa logrado un razonable equilibrio entre reacciones en¨¦rgicas ante conductas socialmente inaceptables, e intervenciones sociales incluyentes, encaminadas a recuperar al ni?o y joven para la sociedad.
Muy recientemente, en relaci¨®n con las infracciones a la seguridad vial, se ha preferido renunciar a una adecuada dotaci¨®n de medios personales y materiales a los ¨®rganos administrativos encargados de perseguirlas, de forma que se pudieran garantizar controles efectivos y sanciones administrativas prontas, ciertas y disuasorias, y en lugar de ello se ha optado por encomendar a los tribunales penales el control de los l¨ªmites de velocidad y de los requisitos administrativos para poder conducir.
Y no olvidemos los todav¨ªa matizados, pero reiterados, anuncios oficiales a favor de una mayor implicaci¨®n del derecho penal en el abordaje del fen¨®meno social de la inmigraci¨®n.
Naturalmente, la consideraci¨®n del derecho penal como instrumento social preferente para el abordaje de numerosos problemas sociales ya ha dado lugar a una serie de reformas estructurales de largo alcance, que est¨¢n pasando desapercibidas en el actual debate sobre la ineficiencia de la Administraci¨®n de Justicia. Las reformas procesales que, al menos desde 2002, han creado los llamados juicios r¨¢pidos y han promovido la instituci¨®n de la conformidad entre las partes han logrado que m¨¢s de un 50% de los procedimientos penales se resuelvan mediante el acuerdo entre acusaci¨®n y defensa, limit¨¢ndose el juez o tribunal a verificar que se han respetado los requisitos formales para obtener tal acuerdo. As¨ª, los afanes por desatascar una justicia a la que se le han atribuido funciones sociales que no le corresponden han llevado a que la justicia haya dejado en buena medida de ser tal, convirti¨¦ndose en una negociaci¨®n en la que el juez o tribunal es un convidado de piedra.
Es hora de plantearnos si el debate sobre la modernizaci¨®n de la justicia penal no debe incluir, como uno de sus presupuestos esenciales, la despenalizaci¨®n de conductas de gravedad escasa o moderada. Nuestra sociedad dispone ya de los medios suficientes para abordar numerosos problemas sociales con los instrumentos de intervenci¨®n que le ofrece la sociedad del bienestar, sin necesidad de transformarlos en problemas penales.
Ese descenso de la presi¨®n sobre el sistema penal permitir¨ªa, sin duda, llevar a cabo la ineludible mejora de su gesti¨®n sin que el incesante crecimiento de asuntos se coma cualesquiera progresos. Pero es que, adem¨¢s, posibilitar¨ªa atender a algunos otros temas importantes que, por las razones precedentes, est¨¢n hoy, desgraciadamente, en un segundo plano.
As¨ª sucede con la inaplazable necesidad de que el sistema penal disponga de tiempo y recursos suficientes para ocuparse de comportamientos delictivos de gran da?osidad social y dificultosa investigaci¨®n, como son los que tienen lugar, por ejemplo, en el ¨¢mbito socioecon¨®mico, en el urban¨ªstico o ambiental, o en la corrupci¨®n p¨²blica y privada. Todo indica que, pese a algunos avances constatables, no est¨¢n siendo objeto de la dedicaci¨®n judicial que merecen, pese a los nefastos efectos que la tolerancia de esos comportamientos origina sobre el conjunto de la vida social.
Del mismo modo, la aplicaci¨®n de nuestro sistema de penas precisa de una urgente modernizaci¨®n: nuestros jueces y tribunales hacen un uso desmesurado de la pena de prisi¨®n, y se han mostrado incapaces de aprovechar las potencialidades disuasorias de una pena de multa verdaderamente ajustada a los ingresos del culpable, o de unas penas privativas de derechos con virtualidad para impedir o limitar significativamente determinadas actividades del condenado. En todo ello tienen mucho que ver, aparte de las rutinas judiciales, la ausencia de los suficientes recursos personales y materiales para implementar esas sanciones.
Jos¨¦ Luis D¨ªez Ripoll¨¦s es catedr¨¢tico de Derecho Penal de la Universidad de M¨¢laga.
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