Turistofobia
La manera como el fen¨®meno tur¨ªstico afecta la vida de las ciudades es un asunto denso y con m¨²ltiples facetas. Una de ellas es la aparici¨®n entre determinados sectores sociales de una especie de rechazo frontal al turista como factor de contaminaci¨®n y peligro. Las intervenciones del p¨²blico al final de unas jornadas convocadas hace poco en Barcelona por el grupo de estudio Turisc¨°pia, del Institut Catal¨¤ d'Antropologia, invitaban a tomar conciencia del alcance y la generalizaci¨®n de ese fen¨®meno, al que podr¨ªamos aplicar el neologismo de turistofobia, una mezcla de repudio, desconfianza y desprecio hacia esa figura que ya todos designan con la denominaci¨®n de origen guiri.
No se trata de cuestionar lo insensato de confiar en el turismo como ¨²nico o principal recurso que puede sostener una econom¨ªa urbana. Se trata m¨¢s bien de llamar la atenci¨®n sobre c¨®mo ciertos segmentos sociales est¨¢n atribuyendo la causa de los males que padece una ciudad a la presencia considerada excesiva de turistas en su espacio. Esa certeza funciona en la pr¨¢ctica como una especie de xenofobia de sustituci¨®n, puesto que se dirige a personas cuyo rasgo esencial es que no son de aqu¨ª. En realidad, esa denuncia del turista como irrupci¨®n an¨®mala que combatir es estructuralmente id¨¦ntica a la que el racismo vulgar aplica al inmigrante, como si muchos de quienes se arrogan una ideolog¨ªa progresista o incluso alternativa hubieran encontrado en el visitante por motivos de ocio un perfil supletorio al que asignar todas las cualidades negativas que el detestable racista aplica al nuevo vecino procedente de pa¨ªses m¨¢s pobres.
No es el turismo el que ha vaciado los centros hist¨®ricos, sino la gesti¨®n de la ciudad como negocio
No se trata, por supuesto, de equiparar a quien ha venido a servir con aquel que ha llegado para ser servido. El inmigrante y el turista s¨®lo se parecen entre s¨ª en que son vistos como nuevos en la ciudad, pero ese mismo factor es el que hace a ambos protagonistas potenciales de un mismo imaginario que advierte en el forastero la figura del b¨¢rbaro invasor al que hay que mantener aislado y vigilado, al que ser¨ªa preferible expulsar o restringir la entrada y al que se le niega todo derecho a la complejidad, ignorando que ambos personajes conceptuales -turista e inmigrante- albergan un gran n¨²mero de variables que los hacen muy distintos unos de otros: clase, edad, sexo, origen, pr¨¢cticas, intereses...
Destinatario de un dispositivo de estigmatizaci¨®n que puede cambiar de objeto sin cambiar nunca de objetivo -procurar una brutal simplificaci¨®n de las relaciones sociales reales-, el turista puede verse acusado de fen¨®menos de depredaci¨®n territorial y de especulaci¨®n y espectacularizaci¨®n urbanas de los que no pocas veces ¨¦l mismo es v¨ªctima. ?l reclama derechos que nosotros tambi¨¦n reclamamos cuando viajamos -derecho de visita, derecho a ser reci¨¦n llegados-, y lo que obtiene es la monitorizaci¨®n de los operadores tur¨ªsticos y los vendedores de ciudad y el desprecio de los ind¨ªgenas, que lo tratan como un ser sin criterio, al que es f¨¢cil y casi obligatorio embaucar. Infantilizado, visto como un tipo rid¨ªculo y a la vez como un miembro de una peligrosa horda desoladora, se convierte en blanco c¨®modo al que atribuir el deterioro de la vida urbana.
?Cu¨¢l es el problema entonces? El problema no es que haya turistas, sino que s¨®lo haya turistas. No es el turismo el que ha vaciado los centros hist¨®ricos de su historia y de su gente, sino la gesti¨®n de la ciudad como negocio y como dinero. La reforma que est¨¢ conociendo la Barceloneta es un ejemplo activo de c¨®mo se produce ese proceso de sustituci¨®n de las clases populares por la nueva clase turista y c¨®mo eso sucede contra los intereses de una buena parte esos mismos turistas, que es probable que hayan venido al encuentro de una cierta verdad humana y urbana que finalmente se les escamotea.
A mediados de los a?os sesenta llegaba en transatl¨¢ntico al puerto de Barcelona -por esa puerta que ahora las autoridades pretenden engalanar permanentemente- "un xicot viatger que duia una gran curiositat". Era Gato P¨¦rez y con el tiempo se convertir¨ªa en uno de los emblemas de la ciudad que le acog¨ªa. Lo que se encontr¨® fue un universo apasionado, en¨¦rgico y conflictivo -es decir, vivo- en el que se desplegaba "una fecunda humanitat". Cabe evocar -e invocar- ahora su Rumba dels 60: "Emigrants i forasters inundaven els carrers / en un c¨°ctel demencial de turistes amb obrers". Esa promiscuidad presencial de nativos, turistas e inmigrantes fue posible y puede serlo de nuevo. Cada uno exigia y obten¨ªa lo que Lefebvre llam¨® "el derecho a la ciudad", que no es sino el derecho a no ser llamado extranjero en un universo social en el que todos lo son o lo han sido. Y m¨¢s all¨¢, el derecho fundamental a estar, el derecho a existir como masa corp¨®rea con rostro humano que est¨¢ ah¨ª y que, por- que est¨¢ ah¨ª, encarna o deber¨ªa encarnar aquel principio de hospitalidad universal que Kant coloc¨® en la base misma del gran proyecto cultural de la modernidad, en tantos sentidos irrealizado. Ese "heme aqu¨ª" que nadie deber¨ªa convertir jam¨¢s en culpa.
Manuel Delgado es profesor de antropolog¨ªa urbana en la Universidad de Barcelona.
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