LUZ DE AGOSTO
El tiempo y la memoria son pozos tenebrosos, galer¨ªas insondables. Pesan sobre nosotros con un rigor extremo, pero nunca advertimos su energ¨ªa subterr¨¢nea ni dejamos de creer que conservamos alguna autoridad sobre ellos, un resquicio postrero de la voluntad y de las representaciones. Por eso llevo siete d¨ªas cavilando sobre la significaci¨®n y el azar de un encuentro tal vez predestinado. Una tarde de la semana pasada, como todas las tardes de este mes que pasamos junto al mar, estaba yo sentado en una terraza del paseo mar¨ªtimo, frente a la playa y el atardecer, dej¨¢ndome llevar por el ronroneo intermitente de las olas y por las ondas del pensamiento, a la espera de que llegara mi mujer de su incursi¨®n diaria por tiendas, tenderetes y mercadillos de policrom¨ªa subsahariana. En esta edad menguante, la vida es un remanso apacible, sin m¨¢s porvenir que los plazos de jubilaci¨®n, el envejecimiento y una apat¨ªa perdurable, un dejarse ir cayendo sin asperezas por la pendiente hacia los albores de la vejez, tal vez con la esperanza de un largo aplazamiento, perdida ya la voluntad de hacer trampas en el juego y de sucumbir a otros espejismos. En ese trance, el alma revive cada ma?ana y cada tarde, incluso en las prolongaciones del insomnio, los mismos rutinarios pensamientos. Hace ya diez o doce a?os que mi mujer y yo llevamos una vida serena, sin sobresaltos, una suerte de subsistencia prescrita. Seguimos costumbres saludables durante todas las estaciones del a?o y hacemos en cada ¨¦poca lo que corresponde. Tenemos una hija que vive en Viena, porque se cas¨® con un bi¨®logo austriaco, y s¨®lo muy de tarde en tarde acude a casa, visitas r¨¢pidas en viajes urgentes. Tenemos tambi¨¦n un hijo que trabaja en Madrid, se ha divorciado dos veces, tiene dos hijos distantes y se consume en el naufragio de esa circunstancia adversa, en el c¨ªrculo permanente del trabajo, la pensi¨®n alimenticia, los domingos alternos de la paternidad y la turbulencia ex conyugal. A menudo pienso que no hemos tenido suerte con ellos: por una parte, no han salido especialmente inteligentes y, por otra, han alcanzado una posici¨®n econ¨®mica razonable, de modo que viven en la convicci¨®n de que el mundo no podr¨ªa subsistir sin su concurso y arrastran una f¨®rmula de infelicidad fan¨¢tica y compulsiva de la que no tendr¨¢n nunca conciencia. Tal es mi campo de acci¨®n y a ¨¦l se circunscribe el curso estival de mis pensamientos: mi trabajo de oficina en barbecho, la disposici¨®n favorable de mi mujer a la vida sosegada, la ruleta grotesca en la que giran las preocupaciones de los hijos, la levedad del vino blanco con aceitunas que me trae el camarero y la melancol¨ªa creciente del crep¨²sculo abati¨¦ndose con suavidad sobre la superficie oscura e inm¨®vil de un mar adormecido. De pronto, la semana pasada, algo se interpuso de manera abrupta en la monoton¨ªa del atardecer. Una se?ora se acerc¨® para preguntar si yo era yo. Pronunci¨® mi nombre con una entonaci¨®n lejana, con eco y resonancia esquivos. Respond¨ª que, efectivamente, yo era yo, que mi nombre era mi nombre, pero me apresur¨¦ a confesar que no la conoc¨ªa, que no recordaba conocerla. Entonces sonri¨® y dijo su nombre. Sin tiempo para que revolotearan mariposas de luz en mi cerebro ni para que se encendieran luci¨¦rnagas en mi entendimiento, de forma mec¨¢nica, en un acto reflejo condicionado con paciencia escolar, a?ad¨ª los apellidos a su nombre y repet¨ª con una extra?a sensaci¨®n las tres palabras que yo tan bien hab¨ªa sabido. La invit¨¦ a sentarse. S¨®lo un momento, dijo, porque la estaba esperando su marido en el club n¨¢utico. Conversamos apenas diez minutos, suficientes, en cualquier caso, para intercambiar las gruesas l¨ªneas de nuestras biograf¨ªas. No quiso tomar nada. Yo di peque?os sorbos de vino blanco mientras escuchaba. Ten¨ªa dos hijos. La parejita, sonri¨®, como disculpando su docilidad estad¨ªstica. El chico trabajaba en el extranjero, en Estados Unidos, concret¨®, donde curs¨® estudios cum laude de ingenier¨ªa inform¨¢tica, y la chica viv¨ªa en la angustia de dos hijos dif¨ªciles y una vida sentimental desdichada y vac¨ªa. Cada a?o ven¨ªa con su marido durante el mes de vacaciones a las playas del sur. A los hijos apenas los ve¨ªa, aunque con la hija manten¨ªa largas y frecuentes conversaciones telef¨®nicas: desahogos, desconsuelos. Nos sobrecogieron tantas coincidencias y compusimos un semblante grave, como una negaci¨®n del tiempo. Se levant¨® antes de que el silencio se volviera contra nosotros y nos despedimos con un apret¨®n de manos, torpe y ambiguo. Hice c¨¢lculos mientras se alejaba: hab¨ªan pasado treinta y siete a?os. Y entonces, vi¨¦ndola todav¨ªa a lo lejos, empez¨® a girar con vueltas obsesivas mi propia rueda de la fortuna. Apenas pod¨ªa creer que durante casi un a?o, cuando ten¨ªamos dieciocho, fu¨¦ramos novios y nos quisi¨¦ramos m¨¢s all¨¢ de todo l¨ªmite, de todo instinto y de toda efervescencia convencional. Record¨¦ vagamente el proceso de disoluci¨®n: una tarde de domingo nos enfadamos (no he logrado, sin embargo, reconstruir el episodio), alimentamos la discusi¨®n con actitudes cinematogr¨¢ficas y complementos literarios, perseveramos en la intransigencia, se acab¨® el amor y nos desvanecimos. S¨¦ bien lo que me ocurri¨® despu¨¦s, la sucesi¨®n lineal de amistades, noviazgo, matrimonio e hijos que ha ocupado estos treinta y siete a?os, y de la conversaci¨®n con ella deduzco una trayectoria equivalente en amistades, noviazgo, matrimonio e hijos. Ahora, con la edad de los descubrimientos ya cumplida y sin huecos ni ¨¢nimo para respuestas nuevas, me sobresaltan extra?as impresiones, ausencias y presencias me asedian discontinuas. Procuro discernir el pasado real del pasado no sido, pero todo se torna nebuloso y me conmueve y me hace pensar en la fragilidad humana, porque vivo en la certidumbre de que, si no nos hubi¨¦ramos enfadado aquel domingo y no hubi¨¦ramos perseverado en la arrogancia de las razones menores e insensatas, yo estar¨ªa igualmente cada tarde de agosto en esta mesa, ante un vino blanco y un min¨²sculo plato de aceitunas, y esperando con satisfacci¨®n feliz a mi mujer, una mujer distinta y un nombre distinto para una funci¨®n id¨¦ntica o sim¨¦trica, el simulacro de la felicidad individual sobre el que se sostienen la tristeza y la ficci¨®n del mundo.
DE PRONTO ALGO SE INTERPUSO EN LA MONOTON?A DEL ATARDECER. UNA SE?ORA SE ACERC? PARA PREGUNTAR SI YO ERA YO. PRONUNCI? MI NOMBRE CON UNA ENTONACI?N LEJANA, CON ECO Y RESONANCIA ESQUIVOS
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