La pol¨ªtica y el amor
De las ¨®rdenes que dej¨® dadas Franco, casi todas ellas duraderas, la que parece m¨¢s destinada a perdurar es una que transmiti¨® cierta vez a Emilio Romero: "Haga como yo, no se meta en pol¨ªtica". Se la suele considerar como una iron¨ªa galaica o como exhibici¨®n de cinismo, pero en realidad no es sino puro y declarado realismo: y no digo "realismo socialista" porque no quiero molestar a nadie. Franco era realista, a falta de mayores virtudes (aunque hoy tenemos algunos gobernantes que carecen hasta de ¨¦sa): sab¨ªa por tanto que all¨ª donde manda exclusivamente uno -o unos pocos elegidos- no debe hablarse de pol¨ªtica. Las dictaduras s¨®lo pueden hacer pol¨ªtica exterior -porque fuera mandan tambi¨¦n otros-, pero hacia dentro no hay m¨¢s que represi¨®n de la pol¨ªtica, es decir, persecuci¨®n de los competidores en la facultad de mandar. Y trucos para seguir mandando a pesar de los pesares, como podr¨¢n ver si se fijan un poco los que asistan en Pek¨ªn a los Juegos de la Villan¨ªa Ol¨ªmpica.
Ambas pasiones son obnubilaciones arrebatadoras, aunque socialmente imprescindibles
El aura rom¨¢ntica no disculpa las barbaridades de los amantes posesivos ni de los terroristas
La pol¨ªtica (para Franco, para los dictadores chinos, para la familia Castro y para tantos otros) no es m¨¢s que la actividad sediciosa de quienes se oponen al r¨¦gimen y tratan de derrocarlo con malas artes, es decir, con artes subversivas que pueden poner en peligro el monopolio antipol¨ªtico de la autoridad establecida.
Cuando digo que la orden de Franco de no meterse en pol¨ªtica sigue vigente no pretendo insinuar que hoy en Espa?a mande s¨®lo uno o s¨®lo unos cuantos, lejos de mi tan comprometedora insidia. Pero creo que a¨²n perdura cierta nostalgia de los tiempos en que las decisiones importantes estaban reservadas a una casta restringida, excluyente y poco acogedora para quienes no ten¨ªan debidamente aprobadas las pruebas de acceso.
Ahora la libertad de opinar est¨¢ reconocida, faltar¨ªa m¨¢s: se puede criticar severamente a quienes gobiernan, a diferencia de la ¨¦poca franquista felizmente dejada atr¨¢s. Incluso est¨¢ com¨²nmente admitido que se puede despotricar y dar coces contra el aguij¨®n, con todo el estruendo del caso. No son pr¨¢cticas recomendadas, pero se las acepta como males inevitables que acompa?an las sencillas alegr¨ªas populares de la vida democr¨¢tica, un poco como el ruido ensordecedor de los fuegos de artificio es a la vez un inconveniente (y tambi¨¦n un aliciente para muchos) de las jornadas festivas en nuestro pa¨ªs propenso a la traca.
Criticar, vociferar, patalear... pues venga, que no falte de nada, tambi¨¦n el Gobierno tiene sus adictos dispuestos en los medios de comunicaci¨®n a devolver como frontones las censuras que se le hacen contra los partidos de la oposici¨®n que pudieran beneficiarse de ellas. Pero cosa diferente es que ciudadanos sin mejores t¨ªtulos pol¨ªticos (es decir, simples especialistas en obedecer) pretendan con descaro plantear iniciativas y promover acciones que puedan interferir de alg¨²n modo eficaz en lo que los especialistas en mandar han acordado entre ellos. Tanto atrevimiento es visto e inmediatamente descalificado como intrusismo profesional por parte de los pol¨ªticos que manejan el mundo de las decisiones, no ya de las opiniones.
El dicterio que utilizan para derogar esa injerencia resulta cuando menos sorprendente: pretenden insultarla tach¨¢ndola de "pol¨ªtica". No hay nada peor que hacer pol¨ªtica o moverse por razones pol¨ªticas si uno no tiene la debida autorizaci¨®n oficial. Hacer pol¨ªtica cuando no es pol¨ªtico reconocido equivale a poner multas sin ser guardia municipal: una forma de usurpaci¨®n. Y de poco sirve recordar a quien corresponda que en una democracia los pol¨ªticos -no por afici¨®n sino por instituci¨®n- somos todos los ciudadanos.
Se nos dir¨¢ entre dientes que puede que as¨ª sea en teor¨ªa pero que no hay derecho a tom¨¢rselo tan en serio en la pr¨¢ctica... fuera de las debidas y reguladas convocatorias electorales. Para hacer pol¨ªtica hay que sacarse licencia, igual que para dar de comer los restaurantes londinenses exhiben en la puerta, a fin de evitar problemas legales, su fully licensed.
A los aficionados a las novelas decimon¨®nicas estas precauciones institucionales nos resultan sobradamente conocidas. Son muy similares a las que rodeaban en aquellos d¨ªas ese otro negocio oscuro y peligroso, el amor.
Tal como la pol¨ªtica, el amor es tambi¨¦n ardiente y sucio pero imprescindible para el mantenimiento de la sociedad. El amor no es nada de lo que hay que ser: no es objetivo, ni desinteresado, ni equilibrado, ni renunciativo (en amor nadie dice "pase usted primero" salvo los gilipollas y Humphrey Bogart en Casablanca): exactamente igual que el af¨¢n pol¨ªtico, que comparte esas caracter¨ªsticas apasionadamente viciosas y tambi¨¦n lo tempestuoso de sus consecuencias.
Amor y pol¨ªtica tienden a la obsesi¨®n monotem¨¢tica, a excluir todo lo dem¨¢s para imponerse, es decir -en los casos m¨¢s graves e incurables-, al romanticismo. Como expuso Gregory Vlastos en su excelente estudio sobre la figura de S¨®crates (Cambridge University Press, 1991): "Singularizar uno de los muchos valores de nuestra vida, elevarlo tan alto por encima del resto que debamos elegirlo a cualquier precio, es una de las muchas cosas que han sido llamadas romanticismo en la ¨¦poca moderna. Su t¨ªpica expresi¨®n es el amor sexual". A?ado por mi cuenta que la pol¨ªtica es otra de ellas. Y por supuesto el aura rom¨¢ntica no disculpa ni aminora las barbaridades que en ¨²ltimo extremo algunos posesos pueden cometer al dejarse arrastrar por su man¨ªa fatal: los celosos que asesinan a su pareja cuando decide abandonarles o los terroristas que matan sin escr¨²pulos a quienes se oponen al cumplimiento de su ideal son probablemente rom¨¢nticos en fase terminal y no por ello menos abominables.
De modo que el amor y la pol¨ªtica son obnubilaciones arrebatadoras aunque socialmente imprescindibles, y por lo tanto las autoridades pretenden encauzarlas para minimizar riesgos. En cuestiones de amor se aconsejaba un noviazgo largo y casto (si es posible, dirigido por los padres de ambos), un matrimonio conveniente bendecido por la Iglesia ("es mejor casarse que abrasarse", San Pablo dixit), los hijos que correspondan, la resignaci¨®n a un aburrimiento digno y sin encharcamientos sensuales.
Dentro de tales rutinas y normas el amor resultaba cosa productiva, tan edificantemente provechosa como la inversi¨®n en fondos del Estado. Fuera de ellas pod¨ªa convertirse en una fiebre lujuriosa, destructiva, tal como atestiguan los tristes destinos de Emma Bovary o Anna Karenina. Y despu¨¦s lo mismo ocurre en pol¨ªtica: quien sienta la comez¨®n participativa, debida a una sobreexcitaci¨®n de sus hormonas democr¨¢ticas, debe afiliarse a un partido s¨®lido y acrisolado, pasar en ¨¦l los largos y abnegados a?os de meritoriaje, ascender poco a poco en la jerarqu¨ªa burocr¨¢tica, obedecer a los l¨ªderes hasta llegar a serlo uno mismo y sobre todo barrer siempre para casa. Por esta v¨ªa cualquier pe¨®n indocumentado adicto a la propaganda sectaria puede convertirse en un respetable hombre de Estado: ejemplos no faltan, miren a su alrededor.
En caso contrario, la pasi¨®n pol¨ªtica asilvestrada lleva a los m¨¢s atroces desvar¨ªos: crispaci¨®n, hacer el juego al adversario y sobre todo inoportunidad. Ninguna iniciativa pol¨ªtica propuesta desde fuera de los partidos puede corresponder al esp¨ªritu del momento ni a lo que pide la situaci¨®n presente, porque la oportunidad y lo que pide el momento presente son la principal manufactura monopolizada por los partidos. Fuera de la Iglesia no hay salvaci¨®n, ni en el amor ni en la pol¨ªtica... y as¨ª para siempre.
Bueno, para siempre no. Hace m¨¢s de un siglo que los amores se libraron del cors¨¦ pudibundo y hoy leemos las desventuras de los viejos amantes con melanc¨®lico alivio. Esperemos que no haga falta otro siglo m¨¢s para que la participaci¨®n pol¨ªtica reciba tambi¨¦n de forma p¨²blica y efectiva la bendici¨®n del libertinaje.
Fernando Savater es catedr¨¢tico de Filosof¨ªa de la Universidad Complutense de Madrid.
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