Una vuelta de p¨¢gina
Las im¨¢genes del entierro solemne de Alexandr Solzhenitsin, con su ata¨²d descubierto, desbordante de flores, rodeado por el jefe de Estado de mano en el coraz¨®n, los grandes dignatarios eclesi¨¢sticos de la Rusia de hoy, la familia, los guardias militares uniformados, las banderas y los emblemas, son impresionantes para cualquiera, pero sobre todo para una persona de mi generaci¨®n.
Yo me encontraba en Francia de reci¨¦n estrenado tercer secretario de la Embajada chilena cuando se public¨® en Occidente Un d¨ªa en la vida de Iv¨¢n Denisovitch. Esa novela, en aquellos d¨ªas de comienzos de la d¨¦cada de los sesenta, fue una sorpresa extraordinaria: una indicaci¨®n clara, cierta, de que detr¨¢s de la Cortina de Hierro, debajo de las capas de hielo del estalinismo en retroceso, hab¨ªa una vida que palpitaba, una humanidad que trataba de manifestarse. Ahora parece probable que sin la denuncia de los cr¨ªmenes de Stalin, iniciada por Nikita Jruschov en 1957, y sin la primera apertura del propio Jruschov, sin lo que se llam¨® entonces el deshielo, esa obra de Solzhenitsin no habr¨ªa podido salir nunca a la luz y leerse en todos los idiomas. Ese texto demostraba, con su veracidad, con su fuerza interna, con su honestidad indudable, que la gran tradici¨®n de la novela rusa del siglo XIX, la de Dostoievski y Le¨®n Tolst¨®i, la de Turgueniev y Ant¨®n Ch¨¦jov, no hab¨ªa desaparecido del todo.
Alexandr Solzhenitsin era un novelista del siglo XIX perdido en lo mejor del XX
'Archipi¨¦lago Gulag' dio un mazazo feroz a algunos pilares ideol¨®gicos de su siglo
Nadie crey¨® en el mundo literario europeo que Solzhenitsin alcanzara los niveles de Guerra y paz o de Crimen y castigo, es decir, los niveles m¨¢s altos de la literatura de todos los tiempos, pero hab¨ªa un aire, una atm¨®sfera, un clima emocional que eran reconocibles. Aunque fuera un personaje m¨¢s modesto, m¨¢s limitado, menos arrebatado, Iv¨¢n Denisovitch pertenec¨ªa a la misma especie humana de un Raskolnikov, de un pr¨ªncipe Mishkin, de un Pierre Bezujov. Las d¨¦cadas del estalinismo, en buenas cuentas, no hab¨ªan conseguido destruir las ra¨ªces de la espiritualidad rusa. De alguna manera, este fen¨®meno, esta comprobaci¨®n esencial, anunciaban el inevitable cambio futuro. Se produc¨ªa una situaci¨®n mental parad¨®jica: la vuelta del pasado, al menos en los terrenos del arte, anunciaba la aparici¨®n de tiempos enteramente nuevos.
Porque sol¨ªamos escuchar la voz de algunos poetas que hab¨ªan conseguido sobrevivir o que hab¨ªan aparecido de repente, no se sab¨ªa c¨®mo, en las generaciones j¨®venes -los Vozneziensky, los Evtuchenko-, pero daba la impresi¨®n de que la censura oficial, la represi¨®n generalizada, el imperio de las consignas, hab¨ªan terminado con el g¨¦nero de la novela, g¨¦nero incorrecto, impertinente, provocativo por definici¨®n, para siempre. Y el insospechado relato de Alexandr Solzhenitsin, que llegaba desde el fondo de la vida cotidiana rusa, era una prueba impresionante, contundente, de lo contrario.
Me toc¨® asistir en Salzburgo, en la primavera de 1964, invitado por el editor y poeta Carlos Barral, a una encendida discusi¨®n acerca de los valores comparados de Nathalie Sarraute, de Jorge Luis Borges y del autor de Un d¨ªa en la vida de Iv¨¢n Denisovitch y de Pabell¨®n de cancerosos, novela que ahora no s¨¦ si ya se anunciaba o si acababa de aparecer en las librer¨ªas occidentales.
Borges, el conservador, surg¨ªa en esos d¨ªas como el gran renovador literario: la expresi¨®n m¨¢s refinada, m¨¢s original y a la vez m¨¢s ins¨®lita de la nueva literatura latinoamericana. La francesa Nathalie Sarraute, a la cabeza del llamado nouveau roman, era la experimentaci¨®n literaria encarnada, una etapa diferente de la gran vanguardia est¨¦tica del siglo pasado. Solzhenitsin, en cambio, resultaba muy dif¨ªcil de clasificar. Nadie pod¨ªa negar su evidente inter¨¦s pol¨ªtico y hasta moral, pero su primera novela, en el ambiente cr¨ªtico de aquellos d¨ªas, parec¨ªa demasiado lineal, anacr¨®nica, decimon¨®nica.
No s¨¦ si los cr¨ªticos de la reuni¨®n de Salzburgo, la gente como Roger Caillois o como Gabriel Ferrater, se equivocaban en sus juicios m¨¢s bien severos acerca del novelista ruso. Quiz¨¢ no erraban en las dimensiones narrativas, est¨¦ticas, puramente formales, pero creo que no prestaban la debida atenci¨®n al aspecto m¨¢s impuro, menos abstracto, menos exclusivamente verbal, que tiene y que siempre ha tenido la novela en comparaci¨®n con la poes¨ªa. Alexandr Solzhenitsin, en efecto, era un novelista del siglo XIX extraviado en lo mejor del siglo XX.
Pero hab¨ªa otro aspecto digno de ser considerado: Sarraute era una delicada tejedora de lenguaje, una maestra indiscutible; Borges, un asombroso contador de historias, un fil¨®sofo desconcertante, un humorista, un bromista superior. Solzhenitsin, en cambio, admirado y vapuleado, aunque no fuera un novelista de la categor¨ªa de Dostoievski, era un aut¨¦ntico personaje dostoievskiano, un Mishkin, un miembro de la familia Karamazov, una especie de pope iluminado y extraviado en las estepas y en las provincias de la vida sovi¨¦tica.
Desde una perspectiva exclusivamente formal, el formidable Archipi¨¦lago Gulag que vino m¨¢s tarde es una aberraci¨®n: mezcla de novela, investigaci¨®n hist¨®rica, alegato, confesi¨®n, testimonio personal. Fue un libro excesivo, sin duda, pero a la vez absolutamente necesario en un siglo de excesos, de violencia desatada, de crueldades interminables. Muchos creen que su autor al final se equivoc¨® y que termin¨® convertido en un sant¨®n, un integrista ruso m¨¢s o menos sospechoso y hasta inc¨®modo. El caso es que hab¨ªa propinado un mazazo feroz a algunos de los pilares ideol¨®gicos de su siglo, y el remez¨®n, en definitiva, hab¨ªa sido saludable, redentor, incluso.
Recuerdo, ahora, a prop¨®sito de Solzhenitsin, una historia interesante de Pablo Neruda cuando era embajador en Par¨ªs durante el Gobierno de la Unidad Popular chilena. En su calidad de gran abanderado de la causa comunista en Occidente, el poeta sosten¨ªa que los golpes sovi¨¦ticos en contra de sus disidentes se traduc¨ªan en golpes equivalentes contra los intelectuales comunistas occidentales. Era un argumento equ¨ªvoco, desequilibrado, por la sencilla raz¨®n de que los ataques occidentales no conduc¨ªan al gulag o a la destrucci¨®n f¨ªsica.
Sea como sea, Leonid Br¨¦znev, entonces jefe del Estado sovi¨¦tico, hizo un viaje oficial a Francia y le concedi¨® una entrevista al poeta y embajador del Chile de Allende. "Pienso hablarle de Solzhenitsin y nosotros", me asegur¨® Neruda. Lo acompa?¨¦ en el autom¨®vil nuestro y lo esper¨¦ en la antesala de la Embajada sovi¨¦tica en Par¨ªs. Poco despu¨¦s, cuando regres¨¢bamos a la Embajada chilena, situada al otro lado del edificio de los Inv¨¢lidos, le pregunt¨¦ si le hab¨ªa hablado a Br¨¦znev, como hab¨ªa anunciado, del autor del Archipi¨¦lago Gulag. "S¨ª", dijo Neruda, "le habl¨¦". ?Y qu¨¦ te respondi¨®? "Absolutamente nada", me dijo Neruda, "sin inmutarse: me escuch¨® con expresi¨®n de paciencia, y cuando termin¨¦ mi argumentaci¨®n, cambi¨® completamente de tema".
Era imposible imaginar un silencio m¨¢s elocuente, m¨¢s terminante. En los a?os de Br¨¦znev, Solzhenitsin, el sucesor de Dostoievski, hab¨ªa dejado de existir, y hasta fue privado de su nacionalidad y expulsado de su tierra. Nosotros tambi¨¦n supimos de esas cosas, de esos destierros y esos silencios, en el tiempo que sigui¨®. Y ahora me pregunto qu¨¦ habr¨ªa sucedido si Leonid Br¨¦znev, el oscuro, el coleccionista de autom¨®viles de lujo, el ¨²ltimo de los secretarios generales a la antigua, hubiera sobrevivido y hubiera muerto en estos d¨ªas. ?Habr¨ªa tenido los funerales de Estado, las banderas y las guardias militares del por ¨¦l silenciado, ignorado, humillado Solzhenitsin? Supongo que no, y esto me lleva a reflexionar una vez m¨¢s sobre el poder secreto, nunca entendido a tiempo, pero dominante en ¨²ltima instancia, de la literatura.
Jorge Edwards es escritor chileno.
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