Cuarenta a?os no es nada
de emoci¨®n colectiva incontenible. Cuando le tocaba el turno a Novotny, el todav¨ªa gobernante, las pifias eran atronadoras.
Despu¨¦s de ese breve paso por Praga, llegu¨¦ a Par¨ªs, me instal¨¦ en un hotel barato y me dediqu¨¦ al periodismo y a la escritura, en un par¨¦ntesis de mis tareas en la diplomacia profesional. Una tarde viajaba con mi mujer en el metro, y el tren subterr¨¢neo se detuvo en la estaci¨®n de Saint-Michel, en pleno coraz¨®n del barrio latino. Se abrieron las puertas autom¨¢ticas y entraron pelotones de j¨®venes que re¨ªan y que lagrimeaban, seguidos por el olor y el picor inconfundibles de los gases lacrim¨®genos. Era la revoluci¨®n estudiantil de mayo que hab¨ªa comenzado por ah¨ª cerca, en los patios del edificio principal de la Sorbona: los sucesos de mayo, como iban a ser conocidos en la prensa de todas partes, sucesos que al final, en un balance desapasionado, no influyeron demasiado en el sistema pol¨ªtico, pero s¨ª en las costumbres, en los estilos, en una atm¨®sfera que iba a dominar en todo el resto del siglo.
Regres¨¦ a Chile en junio y las autoridades del Ministerio de Relaciones me nombraron jefe de un departamento que acababa de crearse: el de Europa Oriental. Se trataba de organizar las nuevas relaciones diplom¨¢ticas, que hab¨ªan empezado a establecerse hac¨ªa poco tiempo, con la Uni¨®n Sovi¨¦tica y con los pa¨ªses de Europa del Este. Ahora me acuerdo de interminables conversaciones, recepciones con gente que llegaba desde esa parte del mundo, comidas que ofrec¨ªa el embajador sovi¨¦tico a representantes de lo que se llamaba el poder joven, encuentros con funcionarios, dirigentes, intelectuales h¨²ngaros, polacos, rumanos, checos, etc¨¦tera, etc¨¦tera. Parec¨ªa que las etapas de aquello que se llamaba Primavera de Praga iban en un crecimiento vertiginoso y se acercaban a una culminaci¨®n inminente y a la vez imprevisible. Cuando se produjo la invasi¨®n de los tanques, en la segunda quincena del mes de agosto, me acuerdo del embajador checo en el sal¨®n rojo del Ministerio, en el ala sur de La Moneda, asegur¨¢ndonos que nadie, ninguna autoridad de Checoslovaquia, a diferencia de lo que aseguraban en Mosc¨², hab¨ªa solicitado esa intervenci¨®n. La emoci¨®n era intensa; la sensaci¨®n de que la izquierda del mundo hab¨ªa perdido la esperanza de un cambio renovador, refrescante, indispensable, era sentida por muchos como un gran drama del siglo XX.
La verdad es que los intentos de liberaci¨®n democr¨¢tica, los arrestos de un deshielo, de una desestalinizaci¨®n del bloque comunista, no hab¨ªan comenzado en la Praga de esos meses y tampoco terminar¨ªan ah¨ª. Nikita Jruschov hab¨ªa encarnado una etapa, un deshielo sofocado, fracasado, y a?os m¨¢s tarde vendr¨ªan la perestroika y la glasnost de Mija¨ªl Gorbachov. Fuimos muchos los que celebramos la ca¨ªda del Muro de Berl¨ªn como un cambio de p¨¢gina definitivo. Pero si se tiene un poco de experiencia en los avatares y los zigzagueos de la diplomacia, hay que desconfiar de todo lo que parezca definitivo. A juzgar por noticias recientes, los rusos de hoy sienten una nostalgia profunda del imperio, de su influencia perdida, de los hombres fuertes del pasado, aunque se llamen Jos¨¦ Stalin o Nicol¨¢s II.
En un contexto as¨ª, el an¨¢lisis de la guerra o de la semiguerra de Georgia tendr¨ªa que proceder con pies de plomo. Uno tiende a pensar que el ataque georgiano a Osetia del Sur, una de las provincias separatistas, se concret¨® en el momento menos oportuno, m¨¢s peligroso: cuando los sentimientos nacionalistas rusos, demostrados en el apoyo mayoritario a Vlad¨ªmir Putin y a su sucesor, empezaban a levantarse y adquir¨ªan algo as¨ª como una velocidad de crucero.
Nadie que haya estudiado un poco estos fen¨®menos, ya demostrados hace 40 a?os en los d¨ªas de la invasi¨®n de la antigua Checoslovaquia y reiterados a lo largo de los a?os de las m¨¢s diversas maneras, podr¨ªa pensar que la invasi¨®n de las provincias separatistas, pro rusas, por tropas georgianas, dejar¨ªa a Mosc¨² de brazos cruzados. La reacci¨®n pol¨ªtica y militar rusa era completa y absolutamente previsible. ?Para qu¨¦ se hizo entonces la invasi¨®n inicial: para estudiar la reacci¨®n de Putin, de Medv¨¦dev, de los generales, para provocar un cambio del statu quo, para ver si los rusos, tomados por sorpresa, no hac¨ªan nada? La verdad es que no encuentro ninguna explicaci¨®n medianamente convincente.
Y si fue un simple tanteo b¨¦lico, estimulado de alguna manera por Washington, temo que haya sido un error garrafal. La situaci¨®n todav¨ªa no est¨¢ resuelta y la sigo de cerca, en la medida en que la lejan¨ªa chilena me lo permite, pero confieso que la sigo sin el menor optimismo. Con un sentimiento que se parece bastante a la angustia.
Jorge Edwards es escritor chileno.
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