Cuando la luz oscureci¨® la tierra
Hay en el norte de Par¨ªs una catedral truncada de la que s¨®lo queda el ¨¢bside y parte del transepto. Es, sin embargo, el mayor edificio de su tiempo y sigue siendo uno de los fracasos m¨¢s admirables del arte de la construcci¨®n. Tanto quisieron subir los muros que la nave central se derrumb¨® una y otra vez con el eco ominoso de Babel. Los templos g¨®ticos crecieron en menos de cien a?os como leves jaulas de vidrio por cuyas vidrieras entraba en haces la luz solar te?ida de azul, rojo y amarillo. El interior del templo sufri¨® una enorme sacudida y los rayos tintados fueron expulsando geniecillos, demonios y otras potencias m¨¢gicas que a¨²n ten¨ªan sus nidos en las covachas y hornacinas.
Los templos crecieron en altura y su interior se vio animado por el fulgor de las joyas y las ricas mitras
El mundo cobraba un sentido nuevo, m¨¢s externo, claro y luminoso
Eran demonios muy disminuidos que a lo largo del medievo hab¨ªan pululado en las severas f¨¢bricas rom¨¢nicas. All¨ª, en la m¨¢s completa tiniebla, se les pudo ver entre cirios y velones, a una lumbre enga?osa que disimulaba sus rasgos paganos. Aquellos duendes y demonios hab¨ªan resistido la persecuci¨®n cristiana acomodados a las estatuas de los santos locales, de las v¨ªrgenes salut¨ªferas, de los m¨¢rtires de nombre ignoto, como San Protasio, en cuyas v¨ªsceras se ocultaba P¨®lux. Los creyentes, que hab¨ªan aceptado con entereza que Diana o Selene cambiaran de h¨¢bito y ahora se cubrieran con una toca (siempre que siguieran protegiendo la fertilidad de las hembras o la salud del ganado), llevaban mil a?os conviviendo con brujas y magos en armon¨ªa s¨®lo quebrada de vez en cuando por una pira en la que ard¨ªan algunos ciudadanos cuyo sacrificio era ineludible para seguir viviendo entre hechiceras y adivinos.
Todo se vino abajo cuando el obispo Suger, abad de Saint-Denis (cementerio de la corona de Francia, jard¨ªn p¨¦treo de capetos y borbones que a¨²n hoy sobrecoge), con el cerebro fulminado por un libro que ¨¦l cre¨ªa de Dionisio Areopagita, concibi¨® una idea imp¨ªa. A semejanza del emperador Constantino, vio como un mandato del cielo que los ennegrecidos templos de la cristiandad en los que s¨®lo luc¨ªa el pabilo de las velas, recibieran una explosi¨®n de luz purificadora, para lo cual deb¨ªa adelgazar los muros y sustituir la piedra por vidrio coloreado, de manera que el fuego divino limpiara de trasgos la casa de la Verdad. La Verdad, pensaba Suger, ha de ser visible, sin opacidades, clara, pura luminosidad, la Verdad quiere ante todo ver y verlo todo. Con esta ofuscaci¨®n solar comenz¨® el inevitable camino hacia las luces.
Hasta entonces, en el interior de las ermitas heladas entre glaciares, en las abad¨ªas de la sierra alpina o en los monasterios festoneados por la vi?a, apenas hab¨ªa nada para ver. O mejor dicho, estaba todo por ver. En invierno y en d¨ªas de oscuridad, s¨®lo la vacilante candela y quiz¨¢s una sombra lechosa de alabastro, o un oro del altar, pero en verano, con los portones abiertos y d¨ªas de grand¨ªsima bonanza, se segu¨ªa por los muros la novela de Cristo, su vida como mago milagrero y su muerte, condenado a la tortura por su gente, sus vecinos, lo que luego se llamar¨¢ "la sociedad", la cual no soporta que alguien intente cambiar las costumbres, las man¨ªas, el orden cotidiano que no da la felicidad pero permite sobrevivir sin pensamiento.
Entonces los templos comenzaron a crecer en altura y su interior se vio animado por el fulgor de los topacios, de los rub¨ªes, de las esmeraldas, de las turquesas, el bordado en oro de las capas pluviales, los b¨¢culos preciosos, las ricas mitras, el terciopelo de los pr¨ªncipes y el acero bru?ido de los condestables. El pueblo, que hab¨ªa acudido al templo durante mil a?os buscando la vieja magia pagana acogida al vientre de una Santa Mar¨ªa o sobre los hombros de un San Crist¨®bal, ya no tuvo mirada m¨¢s que para aquella mundana grandeza, aquella visi¨®n de la eficacia unida a la raz¨®n, la fuerza y la verdad. Ordenados por jerarqu¨ªa, los ricos burgueses se vigilaban los borcegu¨ªes y las chupas genovesas, mientras sus esposas esquinaban tras el velo o la cofia una mirada aguda hacia las hijas en flor. A medida que retroced¨ªamos hacia el p¨®rtico, grupos cada vez m¨¢s pobres abr¨ªan sus ojos cautivados por el hechizo de los pr¨ªncipes. Insidioso, por los o¨ªdos les penetraba un sutil fuego celeste: la a¨¦rea y sublime tracer¨ªa g¨®tica de las voces, del ¨®rgano, del la¨²d, que inundaba con lluvia ang¨¦lica el cerebro de cereal. As¨ª el mundo cobraba un sentido nuevo, m¨¢s externo, claro y luminoso, m¨¢s apartado de aquel mundo antiguo pegado a la cerrada tierra donde esperan los muertos.
A¨²n faltaba lo peor. A la iniquidad de cambiar antiqu¨ªsimos y poderosos demonios por febles santos, y la intimidad absorta del mortal por los espect¨¢culos sociales, hubo de unirse la destrucci¨®n final del lugar mismo de la magia pagana, el templo (aquella madriguera de los mortales en la tierra oscura), que ser¨ªa sustituido por una gram¨¢tica visual abstracta y traslaticia.
Hay un glorioso cap¨ªtulo en el generalmente pelmazo John Ruskin, donde abomina de la arquitectura renacentista con palabras que podr¨ªan salir de la boca de un profeta veterotestamentario con el est¨®mago hinchado de langostas y alacranes. Viene a decir Ruskin que mientras la construcci¨®n estuvo en manos de los maestros de obra, mientras se fabric¨® de un modo pr¨¢ctico, los edificios tuvieron la dignidad del trabajo humano. Las iglesucas rom¨¢nicas, incluso la m¨¢s humilde, ten¨ªan la perfecci¨®n de la labor agr¨ªcola y las piedras se ordenaban como surcos en el campo bien arado. Todav¨ªa los templos g¨®ticos fueron construidos a mano, por as¨ª decirlo, tanteando las cargas y los pesos, escapando por los pelos cuando ca¨ªan. Porque siempre ca¨ªan y entonces se rebajaba la carga y volv¨ªan a cepillar los carpinteros su viguer¨ªa y los estere¨®tomos a cortar sillares. Por eso en Beauvais s¨®lo queda un tronco de catedral, lo que perdur¨® tras m¨²ltiples derrumbes de las naves, zona del pueblo. Se conserv¨® el ¨¢bside porque es zona noble, a¨²n prodigiosamente noble.
Sin embargo, dice Ruskin, lleg¨® un momento inicuo, un ataque de grav¨ªsima impiedad en el que la construcci¨®n ya no se llev¨® a cabo tanteando y dejando que los muros cayeran cuando no aguantaban la carga, sino mediante el c¨¢lculo sistem¨¢tico de una forma ideal. Fatal giro que arras¨® un modo de vivir de los mortales desde las cuevas de Chauvet y Altamira. Ya no volver¨ªan a habitar acomodados a la materia que regala la tierra, en fraternidad con piedras, maderas, metales, e incluso con el ganado y las plantas impregnadas de droga salvadora, pastoreados por demonios y magos. A partir de ese momento (momento inicuo que da comienzo a lo que llamamos "la era moderna") los humanos iban a tratar de vivir en el hueco de una gram¨¢tica calculada, segura, constatable e independiente del lugar, como arrancada de la tierra y suspendida en el aire. La construcci¨®n ahora pod¨ªa ser de piedra y madera, pero tambi¨¦n de vidrio, de titanio, de pl¨¢stico, de papel, de acero o de tela. Siendo lo esencial la forma te¨®rica, el material con que se construya carece de importancia y los gram¨¢ticos ser¨¢n quienes decidan cu¨¢ndo una puerta, un arco, una ventana o una cubierta es aceptable o no lo es.
En unos a?os atroces, los de la Italia del siglo XV, se arrancar¨¢ de la tierra una abstracci¨®n llamada "espacio". Brunelleschi levantar¨¢ una c¨²pula que niega la gravedad y es pura teor¨ªa visible. De Alberti a Piero aparece completa la integridad de un espacio perfecto y perspectivo, sin relaci¨®n con la densidad terrestre, liberado de la materia y la decadencia, extirpado de la vida mortal, lanzado a la eternidad que hab¨ªan inaugurado las cabezas de caballo en la cueva paleol¨ªtica de Chauvet. Ahora ya pod¨ªamos fabricar casas en serie y adosados.
F¨¦lix de Az¨²a es escritor.
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