Marcel Proust: as¨ª hila el gusano la seda
El ni?o mimado monta un drama porque su madre, que atend¨ªa a unos invitados, no ha subido a darle el beso de buenas noches. El adolescente enfermizo, lleno de melindres, inc¨®modo con su corbata tan ancha como la cofia de su nodriza alsaciana juega por las tardes en los jardines de los Campos El¨ªseos con ni?as de la burgues¨ªa dorada, se enamora perdidamente de una de ellas, Marie de B¨¦rnardaky, hija de un arist¨®crata ruso, pero su belleza lo deja paralizado. El estudiante del Liceo Condorcet, afectado y ceremonioso, se retuerce en una neurosis compulsiva porque algunos condisc¨ªpulos, de los que tambi¨¦n se ha enamorado, no le devuelven el afecto que ¨¦l est¨¢ dispuesto a darles. Entre todos el m¨¢s guapo e indiferente es Daniel Hal¨¦vy, quien soportar¨¢ innumerables cartas doloridas de amor y despecho. Otros compa?eros forman parte de esta galer¨ªa de deseos contrariados, Jacques Bizet, Reynaldo Hahn, Lucien Daudet, Charles Hass, a los que trata de introducir con zalamer¨ªas en el mundo de los placeres ambiguos donde la belleza se libra de toda carga moral. El desprecio a sus requerimientos, sin dejar de admirar su ingenio por conseguirlos, ser¨¢ la ofrenda que reciba de sus amigos, si bien alguno ser¨¢ conducido de la mano a la oscuridad del jard¨ªn de las Tuller¨ªas y luego a realizar el doctorado en los prost¨ªbulos masculinos de la plaza de Clichy.
Marcel Proust es un joven macilento, con ojos febriles de hind¨², pelo negro partido por una raya en medio, bigote dibujado sobre unos labios m¨®rbidos, que acude a la universidad con botines charolados, guantes blancos, levita entallada, corbata de plaf¨®n y un lirio salvaje en el ojal. Se matricula en Leyes, pero realmente no es sino un cazador de mariposas que aspira a ser recibido en los salones de Par¨ªs abiertos por algunas condesas en el faubourg de Saint Germain donde reina Zola, entre otros figurones enlevitados. Humillarse ante una aristocracia ya carcomida, adular a los petimetres del gran mundo y divertirlos con r¨¦plicas mordaces, malgastar el talento en besar la mano a las princesas fue un ejercicio que le permiti¨® convivir con unas criaturas que luego ser¨ªan personajes de ficci¨®n. Robert de Montesquiou, madame Straus, el conde y la condesa Greffulhe, Antoine Bibesco, los criados Celeste y Odil¨®n Albaret, el mec¨¢nico Agostinelli, la princesa de Polignac, la condesa de Chevign¨¦ fueron parcial o enteramente transformados en Charles Swann, en Odette de Crecy, en Robert de Saint-Loup, en el bar¨®n de Charlus, en los duques de Guermantes, en madame Verdurin, arquetipos de una saga que se agitaba en un mundo que estaba a punto de esfumarse.
Esta gente ten¨ªa a Marcel Proust por un cronista amanerado de las fiestas de la alta sociedad. Hab¨ªa publicado una novela autobiogr¨¢fica, Jean Santeuil, poco valorada mientras luchaba contra el asma y por mantener en secreto su doble vida de secreto visitador de burdeles masculinos, de cazador nocturno en los trasmontes. En los salones de la aristocracia era tenido por un zascandil escalador de los favores mediante la adulaci¨®n m¨¢s descarada y por ese motivo era objeto de bromas que Marcel soportaba a cambio de alguna sonrisa complaciente que se desprendiera de los labios de alguna princesa, de alg¨²n joven encantador que adem¨¢s fuera proclive al vicio nefando. Pero Proust iba hilando poco a poco su capullo de oro como un gusano hasta que al final se convirti¨® en la cris¨¢lida m¨¢s evanescente de la historia de la literatura. Y todo por una magdalena.
La taza de camomila humeaba bajo su nariz y este hombre ya maduro un d¨ªa moj¨® en ella una magdalena que se disolvi¨® en varias migas dentro de la cucharilla. La elev¨® a los labios y no sucedi¨® nada la primera vez. Tampoco la segunda. Pero a la tercera aquellas migas produjeron un efecto extra?o. El sabor de la magdalena le abri¨® un alveolo del subconsciente donde la esencia del tiempo se hallaba sumergida. De pronto su sabor le trasport¨® a otra magdalena lejana que, de ni?o, su t¨ªa Leontie le daba en Combrey y a partir de ese perfume comenzaron a abrirse espacios de la vieja casa con sus voces, rostros, muebles, paisajes, todo un tiempo que se hab¨ªa perdido en la memoria.
De pronto record¨® la escena en que su madre le rechaz¨® el beso de buenas noches, las conversaciones en el jard¨ªn, los paseos de media tarde cuando, al salir por la puerta de casa, decid¨ªan si ir por el camino donde ten¨ªan la mansi¨®n los se?ores de Swann o por el lado de los marqueses de Guermantes. El humo de la camomila le trasport¨® tambi¨¦n a los jardines de los Campos El¨ªseos y ahora aquella ni?a rubia que le hab¨ªa enamorado, Marie de B¨¦rnardaky, se transformar¨ªa en Gilberte Swann. El tiempo era esa misma sensaci¨®n que te acoge a veces entre el sue?o y la vigilia, en que, al despertar, uno no se halla despierto del todo y por un momento ignora si est¨¢ en la ciudad o en el campo, confunde su propia existencia y los objetos que le rodean. En ese estado de somnolencia emergi¨® de su subconsciente la regi¨®n de Balbec, sus vacaciones de adolescente en Normand¨ªa, con su abuela y la criada Fran?oise en el Gran Hotel de Cabourg, y sus excursiones a Deauville, a Trouville y a las casas de campo de sus amigos de Par¨ªs. En el Gran Hotel estaban aquellas muchachas en flor que jugueteaban con el adolescente Marcel en las praderas. Se llamaban Albertine, Adr¨¦e, Gisele, Rosemunde. Eran rubias, de mejillas doradas, con ojos de mar y bajo las sombrillas de colores mov¨ªan sus cuerpos el¨¢sticos y hac¨ªan brotar risas claras mientras sonaba la orquestina de pistones en el paseo del malec¨®n. Tal vez Albertine Simonet en sus coqueteos de aproximaci¨®n y despego no era sino el trasunto de Daniel H¨¢levy, tan guapo y esquivo, y las otras ni?as eran tambi¨¦n las figuras masculinas de Jacques Bizet, Reynaldo Hahn, Lucien Daudet, los compa?eros del Liceo a los que suplicaba un poco de amor furtivo sin conseguirlo. El arte nace siempre de la frustraci¨®n.
Marcel Proust hab¨ªa nacido en 1871. Despu¨¦s de una vida neur¨®tica y disipada, a los 37 a?os abandon¨® el mundo, se encerr¨® en una habitaci¨®n forrada de corcho siempre cerrada y humedecida con sahumerios para aliviar el asma y vestido con abrigo dentro de la cama, con tres bufandas y mitones como un gusano comenz¨® a hilar su capullo de oro durante una d¨¦cada en miles de cuartillas en las que toda una ¨¦poca se iba deslizando por el sumidero. Aquellos personajes de la aristocracia, aquellos j¨®venes y ni?as doradas estaban ahora a su merced. Con ellos cre¨® un mundo de vicios y enso?aciones, de fascinantes fiestas y cenagosas almas, pero la cr¨ªtica tard¨® mucho en comprender que aquel primer libro de En busca del tiempo perdido no era una cr¨®nica fr¨ªvola m¨¢s de los salones, sino una creaci¨®n p¨¦rfida en la que la memoria y la melancol¨ªa pueden reducir a la unidad todos los d¨ªas de la existencia. El primer libro fue rechazado por Andr¨¦ Gide, asesor de Gallimard, que nunca se arrepentir¨ªa bastante. Luego le dieron el Goncourt y la fama, pero hasta el momento de su muerte luch¨® frente al editor con una neur¨®tica obsesi¨®n por extraer hasta el ¨²ltimo hilo de seda de las v¨ªsceras m¨¢s intimas de sus criaturas antes de cerrar la edici¨®n. Al final su legado fue ¨¦ste: aquellos seres petulantes de la alta sociedad de Par¨ªs, vac¨ªos, mediocres e inconsistentes que rodearon la vida del escritor han pasado a ser paradigmas de un mundo fascinante que llena nuestro esp¨ªritu de belleza al recordarlo y que s¨®lo es bello porque se ha esfumado.
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