Ficciones de Max Ernst
Magia y arte en las novelas en im¨¢genes del artista alem¨¢n
Est¨¢ a punto de terminar el a?o 1922 y Max Ernst -nacido cerca de Colonia a finales del XIX- ha pintado uno de los m¨¢s c¨¦lebres cuadros del movimiento que entonces empieza a delinearse como la pasi¨®n oscura -oscur¨ªsima- que va a gobernar los destinos art¨ªsticos durante una d¨¦cada larga. La obra, Au rendez-vous des amis, no es sino una especie de diccionario en im¨¢genes de los surrealistas que presagia la lista de "aceptados", tal y como aparece en el primer manifiesto escrito en 1924 por Andr¨¦ Breton, fact¨®tum y cabecilla oficial de la revuelta.
Desde luego hay muchas coincidencias entre una lista y otra, y hay, sobre todo en el premonitorio diccionario de Ernst cierto esp¨ªritu que dibuja tanto sus afinidades electivas como la heterotop¨ªa que el movimiento propone, al incluir entre las filas -y sin cortes jer¨¢rquicos- a contempor¨¢neos simpatizantes o simpatizados -Picasso, De Chirico...- y hasta a personajes hist¨®ricos por los que siente admiraci¨®n.
Ernst radicaliza, si cabe, los 'collages' de los primeros veinte creando en sus "novelas en im¨¢genes" un proyecto narrativo
"El 'collage", dijo una vez Ernst parafraseando a Freud, "es la satisfacci¨®n de un deseo"
Pintados en un tama?o algo mayor que el resto, ocupan un lugar preeminente en la pintura el propio Breton y Paul ?luard, poeta oficial del grupo y con el que Ernst ha empezado a colaborar unos meses antes. Como a menudo ocurre con los prodigiosos trabajos del pintor alem¨¢n, el cuadro es un cofrecillo intenso y delicado, repleto de todo tipo de secretos turbadores: lo que va a ocurrir despu¨¦s -y hasta lo que ha ocurrido antes- se halla difuminado en este relato contundente y radical¨ªsimo de la historia intelectual del artista.
Ah¨ª est¨¢ De Chirico, cabeza sostenida por una columna, que resume el sue?o metaf¨ªsico de Ernst y hasta su ansia de cierta eternidad s¨²bita cuando, en 1929, el italiano publica una novela, Hebdomeros, en la cual el protagonista pasa la vida merodeando por una ciudad desdibujada cuyos habitantes se dedican a construir trofeos: "Segu¨ªa siendo un sue?o, y luego un sue?o dentro de otro sue?o". Y -qu¨¦ extra?o- en la pintura aparece tambi¨¦n Dostoievski, el escritor ruso a su modo fabricante de dramas a veces casi folletinescos, que tanto odiaba Breton por su realismo innegociable. Max est¨¢ sentado sobre sus rodillas como si de un rey mago se tratara y tira de la barba a la figura patriarcal. ?Se est¨¢ rebelando contra Breton? ?Est¨¢ revelando sus pasiones por el relato que a?os m¨¢s tarde encontrar¨¢n su cauce radiante, poderoso?
Aunque faltan en este collage pintado los dada¨ªstas por antonomasia, Tzara y Picabia. Y llama la atenci¨®n dicha ausencia: han sido compa?eros de combate de Ernst durante esos primeros y m¨ªticos tiempos. Pr¨®ximo en los inicios art¨ªsticos al expresionismo -como buena parte de su generaci¨®n en Alemania-, Ernst tiene noticias de dad¨¢ a trav¨¦s del amigo Jean Arp y en dad¨¢ encuentra las respuestas a sus preguntas, el territorio d¨²ctil que atisba en cierto Picasso, el de los papiers coll¨¦s o las esculturas-objeto, bricoladas. Entonces descubre, por casualidad, la t¨¦cnica que va a definir su esencia art¨ªstica, esa t¨¦cnica del collage que se le aparece ante un cat¨¢logo de material did¨¢ctico, fest¨ªn surrealizante en su variedad y combinaciones inusitadas de significados. Con dad¨¢ empieza a investigar el azar y la espontaneidad que pintores, poetas o performers ponen en pr¨¢ctica dentro del grupo; junto a dad¨¢ presenta una de sus primeras muestras, que le abre el camino hacia los surrealistas.
De hecho, Ernst, "buena presencia. Muy inteligente. M¨¢s que por amor al arte pinta por pereza y por tradici¨®n milenaria" -escribe en su Autofotograf¨ªa de 1919, escrita en tercera persona-, expone sus collages en una sesi¨®n dada¨ªsta en mayo de 1920. Ocurre en un s¨®tano oscuro, lugar id¨®neo para dar rienda suelta a las locuras, y entre los participantes en la performance est¨¢n Breton y Aragon. A trav¨¦s de ellos conocer¨¢ a ?luard junto a quien publica R¨¦p¨¦titions en 1922. En la cubierta del libro aparece un ojo atravesado por una cuerda con algo de preludio de la famosa imagen de Un perro andaluz de Bu?uel y bastante del tratado de ciencia decimon¨®nico del cual recorta literalmente las manos. ?sa es -y seguir¨¢ siendo- la forma de trabajo de Ernst: buscar las partes que acaban por componer sus collages en im¨¢genes xilografiadas del siglo XIX, nostalgia de otros tiempos, los de las novelas realistas -y hasta los folletines- que iban colocando en medio de las p¨¢ginas las ansiadas ilustraciones, aquellas que a modo a escena de teatro daban vida visual a las palabras impresas -ayudar a las imaginaciones-. O hasta regusto un poco camp como el de los pop, quienes al volver la mirada hacia las im¨¢genes de la cultura de consumo sol¨ªan escoger iconos de su ni?ez, cargados de a?oranza.
Quiz¨¢s la "tradici¨®n milenaria" -Ernst siempre pulcro y preciso- coloca a Rafael Sanzio entre los amigos surrealistas del cuadro. Se recorta contra un paisaje alpino que en el contexto de 1922 est¨¢ lleno de significaciones para la vida de Max: acaba de abandonarlo, junto a su mujer y su hijo, para seguir al poeta ?luard hasta Par¨ªs.
Bueno, al poeta no. M¨¢s bien a la entonces esposa del poeta, la rusa Gala, ¨²nica mujer en la pintura y que da la espalda al grupo: se est¨¢ yendo. No es extra?o: Gala siempre se est¨¢ yendo. Lo aprender¨¢ de forma abrupta Ernst durante el m¨ªtico viaje a Saig¨®n -o durante el absurdo regreso m¨¢s bien-. Harto de la intensidad del tr¨ªo que Gala, Ernst y ¨¦l mismo llevan tiempo manteniendo, una tarde ?luard se levanta de la silla del bar y se embarca sin mucho pre¨¢mbulo en una aventura que termina en Vietnam. Al cabo de unos meses, Gala y Max se re¨²nen con ¨¦l. Han viajado en un lujoso barco, tan distinto de la fr¨¢gil embarcaci¨®n que toma Ernst para regresar a Europa tras la partida de Gala con el marido -de nuevo juntos-. Esa embarcaci¨®n, a punto de naufragar a cada paso, tiene entonces m¨¢s de reflexi¨®n, m¨¢s de vaticinio: as¨ª es el amor, se supone.
Despu¨¦s, en 1929, el mismo a?o de la publicaci¨®n de Hebdomeros y el estreno del Un perro andaluz, pasados pues tantos a?os desde aquel viaje dram¨¢tico y aquella ruptura, Max Ernst vuelve a los naufragios y sus met¨¢foras en el amor en una de sus obras m¨¢s inquietantes, La mujer 100 cabezas. Se trata de una de sus novelas en im¨¢genes, algunos de cuyos fotogramas pueden verse en el Museo Picasso de M¨¢laga y que acaba de ser publicada ¨ªntegra por Atalanta en una preciosa edici¨®n que incluye otras dos obras del mismo g¨¦nero con un estupendo ep¨ªlogo de Juan Antonio Ram¨ªrez: Sue?o de una ni?a que quiso entrar en el Carmelo y Una semana de bondad.
Siguiendo un esquema en apariencia sencillo y hasta cierto punto heredero de las citadas novelas decimon¨®nicas -ilustraciones con frases que las apostillan-, Ernst radicaliza si cabe los collages de los primeros veinte creando en sus novelas en im¨¢genes un proyecto narrativo innegable -tan f¨ªlmico-, si bien abierto a las interpretaciones, tanto que sus contempor¨¢neos, incluido Breton, no fueron capaces de entender dicha naturaleza narrativa hasta las extremas consecuencias.
Sin embargo, en las tres novelas en im¨¢genes de Max Ernst, el espectador se encuentra frente a una obra cumbre del surrealismo, si bien a veces, y como ocurre con los surrealistas belgas, la imposici¨®n parisina, bretoniana, ha oscurecido la importancia de este trabajo. Incluso es posible que en los collages y las narraciones abiertas que se van configurando en el trabajo de Ernst se encuentre ese territorio del inconsciente -del automatismo- que la poes¨ªa alcanza y que le es negado a la pintura del surrealismo. Como dijera Naville ante la indignaci¨®n de Breton: "No hay pintura surrealista, sino el recuerdo y el placer de mirar".
?sa es, quiz¨¢s, la clave: el placer de mirar, placer que siente el propio artista mientras la obra se le va apareciendo: "El artista es un espectador, indiferente y desapasionado, frente al nacimiento de su trabajo, y observa las fases de su desarrollo". Poco o nada tiene que ver con Freud, al cual Ernst, hombre cultivado y capaz de leer en tres idiomas como prueban los libros conservados en su biblioteca, conoce bien. Sus collages -sus historias en im¨¢genes- no son sue?os como no es un sue?o Un perro andaluz. Igual que el filme reproducen, si acaso, la estructura del sue?o: una realidad a trozos que conforma un todo narrativo y rompe de manera feroz con los modelos visuales que terminar¨ªan por atrapar a los surrealistas mismos. "El collage", dijo una vez Ernst parafraseando a Freud, "es la satisfacci¨®n de un deseo".
Porque el collage es la satisfacci¨®n de un deseo y ya se sabe que los deseos no se pueden satisfacer hasta las extremas consecuencias, el lector -el espectador- sentir¨¢ un delicioso desasosiego frente a las im¨¢genes de Max Ernst. Leyendo este cuidado y sofisticad¨ªsimo volumen, como todos los de la editorial, o paseando por las salas del Museo Picasso de M¨¢laga, el ojo deber¨¢ aprender a mirar de otro modo, a mirar sin contemplar: mundos rotos que proponen lecturas inesperadas, m¨²ltiples, abiertas; fabulosos relatos, siempre abiertos. Ver la exposici¨®n o leer el volumen de Atalanta desvelar¨¢ unas sensaciones que poco o nada tienen que ver con el empalagoso surrealismo parisino: la del irresistible Ernst. Nadie esperar¨ªa tanta intensidad, pero como escribiera el propio artista en M¨¢s all¨¢ de la pintura: "Entrad, entrad, no teng¨¢is miedo de quedar cegados...". -
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