Astronom¨ªa de Morandi
Cuando Giorgio Morandi muri¨®, el 18 de junio de 1964, en el caballete de su estudio se encontr¨® su ¨²ltima obra, pulcra y terminada, un lienzo de formato peque?o, como casi todos los suyos, con una firma n¨ªtida en el ¨¢ngulo inferior izquierdo, "Morandi", escrita con una caligraf¨ªa algo escolar, la firma de alguien acostumbrado a escribir con letra grande y clara en una pizarra. Morandi, que apenas sali¨® de Bolonia y vivi¨® siempre en el mismo apartamento familiar, se gan¨® la vida muchos a?os dando clases de dibujo en escuelas primarias. En 1930, a los 40 a?os, obtuvo una plaza como profesor de grabado en la Escuela de Bellas Artes de Bolonia; en ella continu¨® ense?ando hasta su jubilaci¨®n, incluso cuando su nombre ya era conocido fuera de Italia. Jam¨¢s viaj¨® en barco ni subi¨® a un avi¨®n. Vivi¨® toda la vida con sus tres hermanas, solteras como ¨¦l. Era t¨ªmido, muy trabajador, aficionado a conversar con unos pocos amigos y a ofrecerles de vez en cuando el regalo de un cuadro. Era uno de esos hombres muy altos contrariados por su propia estatura, que tienen siempre el gesto de encoger los hombros como para pedir disculpas o pasar bajo una puerta. De vez en cuando iba en tren a Florencia para estudiar de cerca a Giotto, a Paolo Ucello, a Piero de la Francesca.
Ten¨ªa la paciencia de dejar que el polvo fuera cubriendo sus botellas y tazones, amortiguando su brillo, que la luz gastara los colores
Durante mucho tiempo se prepar¨® ¨¦l mismo los colores; se complac¨ªa en las tareas manuales, en tensar el lienzo sobre el bastidor, en disponer sobre la mesa del estudio los objetos que iba a pintar. Giorgio de Chirico dijo de ¨¦l que viv¨ªa sumergido en la astronom¨ªa de las cosas: las m¨¢s cercanas y vulgares, botellas, latas panzudas de aceite, jarras, tazas de porcelana, tarros de alimentos, cajas. Otros viven, vivimos, con el desasosiego de lo no logrado o de lo perdido, de ir y volver, de estar en otra parte, de volver sobre nuestros pasos para explorar un camino que dejamos atr¨¢s; con la ambici¨®n insensata de decirlo todo. Giorgio Morandi, despu¨¦s de un periodo juvenil excepcionalmente corto de incertidumbre y tanteo, se convirti¨® muy pronto en lo que ya iba a ser siempre, pero en esa fidelidad a s¨ª mismo no hay ni un rastro de autoindulgencia, igual que no hay repetici¨®n ni receta en el laconismo visual de su mundo: dos o tres autorretratos, algunos paisajes, una astronom¨ªa de objetos dispuestos sobre una mesa m¨¢s frugal todav¨ªa que las de nuestro S¨¢nchez Cot¨¢n. Umberto Eco ha comparado las naturalezas muertas de Morandi a las variaciones inagotables que Bach establece a partir de temas muy sencillos. Como en El arte de la fuga o en las variaciones Goldberg, la sensaci¨®n que tenemos al mirar uno tras otro los cuadros de Morandi es la de una familiaridad construida a base de reiteraciones que est¨¢n hechas de cambios muy sutiles, como los que observamos en las formas de la naturaleza, en la perpetua transformaci¨®n y novedad de lo mismo. La atenci¨®n distra¨ªda s¨®lo advierte monoton¨ªa, y huye en busca de entretenimiento. Lo que Morandi pide es, en un grado menor, lo mismo que se exige a s¨ª mismo, la quietud fervorosa de una contemplaci¨®n que suspende el tiempo, que permite ver simult¨¢neamente la verdad y la apariencia de las cosas, su condici¨®n doble de presencia tangible y de ilusi¨®n de los sentidos.
El ¨²ltimo cuadro de Morandi lo he visto en el Metropolitan de Nueva York, una ma?ana de noviembre, de niebla y llovizna, una niebla que atenuaba los colores y preparaba la pupila para las tonalidades de una pintura hecha de tenues amarillos y azules, de grises, de blancos de porcelana y n¨¢car de conchas, de ocres y marrones que se parecen a los de la tierra oto?al y a los de las hojas empapadas de lluvia. El cuadro, como casi todos, se llama Natura morta, y desprende una serenidad que se va volviendo m¨¢s misteriosa seg¨²n me voy dejando atraer por ¨¦l. Las pinceladas son amplias y ligeras: se ve muy clara su caligraf¨ªa, el modo en que el pincel ha rozado la superficie del lienzo sin llenarlo de materia cremosa. Es la mano de un hombre de 74 a?os al que le queda muy poco tiempo de vida, al que la vista le viene fallando desde hace mucho tiempo. Una franja horizontal sin volumen ha de ser la mesa; el fondo es otra franja m¨¢s ancha, marr¨®n claro. En el centro hay tres objetos, formas rotundas que sin embargo tienen la m¨¢s sumaria indicaci¨®n de volumen, una especie de ancha botella c¨®nica, una caja vertical junto a ella, de un color azul claro, y delante un peque?o objeto casi esf¨¦rico que puede ser un cascabel o quiz¨¢s alg¨²n tipo de molde de reposter¨ªa. Las tres mismas cosas aparecen en otros cuadros de Morandi, y tambi¨¦n en las fotograf¨ªas que se conservan de su estudio, que parec¨ªa m¨¢s bien una celda, la de un monje o la de un recluso voluntario, el cuarto con la cama estrecha que hace de sof¨¢ y que tal vez es la misma en la que este hombre durmi¨® de ni?o, en el principio de su vida quieta, de su carrera de funcionario menor en una capital de provincia.
Vida quieta, o detenida: Still life. As¨ª se llama en ingl¨¦s lo que en las lenguas romances llamamos naturaleza muerta, natura morta, nature morte. El vest¨ªbulo del Metropolitan, esta ma?ana de s¨¢bado, parece m¨¢s que nunca el de una de esas estaciones de ferrocarril americanas de hace un siglo, lleno de turistas que forman colas, cierran paraguas, se hacen fotos bajo las b¨®vedas y las columnas. Pero basta alejarse hacia las salas m¨¢s interiores del museo para dejar atr¨¢s el tumulto, y cuando se llega a la exposici¨®n de Morandi ya hay un recogimiento de claustro. No s¨®lo venimos a mirar su pintura: acerc¨¢ndonos a ella estamos sumergi¨¦ndonos en la quietud contemplativa que la hizo posible. Las voces se amortiguan instintivamente; la circulaci¨®n de los espectadores se vuelve m¨¢s lenta. El mundo que hemos dejado atr¨¢s es un clamor muy lejano. Still life: la lentitud atenta con que pintaba Morandi se traslada a nosotros, su vocaci¨®n de perseverancia solitaria y de rectitud en medio de los trastornos del siglo, de las gesticulaciones y los aspavientos del arte y el histrionismo entre mesi¨¢nico y mercantil de tantos artistas. "Mi ¨²nica ambici¨®n", dijo una vez, "es disfrutar la calma que necesito para trabajar". Ten¨ªa la paciencia de dejar que el polvo fuera cubriendo sus botellas y tazones, amortiguando su brillo, que la luz gastara los colores de las cajas. Botellas, jarras, cajas, adquir¨ªan el perfil de las torres de las ciudades medievales italianas o de los minaretes y c¨²pulas de un Oriente inventado. Por la ventana del estudio entrar¨ªa una luz nublada de patio interior. Sus gafas de concha de observador absorto eran el telescopio de examinar las galaxias que caben en una alacena. Una casa campesina o un camino blanco entre ¨¢rboles eran paisajes que merec¨ªan el asombro de un Marco Polo que no hubiera salido nunca de su comarca natal.
Voy y vuelvo, no me decido todav¨ªa a marcharme. Con qu¨¦ desgana se va uno de Morandi.
La exposici¨®n Giorgio Morandi, 1890-1964 est¨¢ abierta en el Metropolitan Museum de Nueva York hasta el 14 de diciembre. www.metmuseum.org/
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