Cocina para serpientes
Todos tenemos un lado oscuro. El m¨ªo pas¨® a ser absolutamente siniestro la otra noche cuando le serv¨ª una cena fr¨ªa a la serpiente.
Fui a comprar un rat¨®n a Mister Guau, consciente de que el reptil de casa llevaba mucho tiempo en ayunas y se le hab¨ªa puesto ya expresi¨®n hosca. Tras un rato esperando durante el cual intim¨¦ con el desafecto propietario de una pit¨®n que ven¨ªa a por una rata, me explicaron que estaban desabastecidos de comida animada y me propusieron adquirir roedores congelados. Me enfrasqu¨¦ con el dependiente en una de esas conversaciones que pueblan nuestros sue?os m¨¢s surrealistas. "Es ideal, los guarda en la nevera y se los sirve cuando quiere". "S¨ª, pero la serpiente s¨®lo me come presas vivas", aduje preocupado. "Le gustar¨¢n, se los descongela y ya est¨¢, resulta muy pr¨¢ctico". Acept¨¦ a rega?adientes. Me parec¨ªa una soluci¨®n tan peregrina como la de Baumann, el herpet¨®logo alem¨¢n que induc¨ªa a sus boas a tragarse cualquier cosa -incluso tomates y hasta cigarros- restregando el alimento con secreciones de una piel de rana. Pero no me atrev¨ªa a volver a casa con las manos vac¨ªas y afrontar la mirada de reproche de la serpiente: ya hay demasiada gente a la que he decepcionado.
El empleo de ratones congelados parece simplificar la dieta del reptil, pero...
El dependiente dej¨® el mostrador y regres¨® con dos min¨²sculos ratoncillos blancos. Parec¨ªan dormidos, y algo tiesos. Se puso a hacer el ticket de caja silbando por lo bajo. "Recuerde que no se pueden poner en el microondas: explotan; prep¨¢relos al ba?o Mar¨ªa", apunt¨® sin levantar la vista. Tragu¨¦ saliva. Con tono supuestamente mundano, le pregunt¨¦ si no tendr¨ªa alg¨²n percance por no meterlos directamente en el congelador. Iba al trabajo, a?ad¨ª, y estar¨ªa toda la tarde en el diario, donde ponen la calefacci¨®n muy alta. Una vez se me escap¨® un rat¨®n vivo en la redacci¨®n -fue la ¨¦poca en que mi vecina de mesa, Lourdes M., decidi¨® irse a vivir a Australia-. Me ser¨ªa m¨¢s dif¨ªcil explicar por qu¨¦ llevaba conmigo dos espec¨ªmenes en v¨ªas de descomponerse. "Nada, nada, aguantan un buen rato". Los coloc¨® como si fueran golosinas en una cajita transparente. A la salida, una se?ora exclam¨®: "?Qu¨¦ bonitos!". Pero luego observ¨® que hab¨ªa algo raro en las criaturitas y puso cara de haber visto al beb¨¦ de Rosemary (y a su padre).
Llegu¨¦ a casa como si fuera un d¨ªa normal, con mi secreto a cuestas. Cen¨¦ y vi la televisi¨®n, fingiendo una falsa naturalidad. Esper¨¦ a que las ni?as durmieran y cayera sobre mi hogar el espeso manto de la noche. Esas horas de la inanidad del brillo y del honor, que dice J¨¹nger. Entonces, con pasos m¨¢s culpables que los de Lady Macbeth, me dirig¨ª a la cocina. Puse agua a calentar en un puchero, coloqu¨¦ un vaso dentro y situ¨¦ los dos ratones en su interior. Mientras me preguntaba c¨®mo discernir cu¨¢ndo estar¨ªan al punto -?Dios, he estado a punto de escribir "al dente"!-, ca¨ª en la cuenta de lo horrible de la situaci¨®n. Ah¨ª estaba, a altas horas de la noche, inmerso en un repulsivo experimento mientras la ciudad inocente descansaba mecida en sus honrados sue?os y ajena a tipos siniestros como yo. Era como Frankenstein. "Qu¨¦ solo deb¨ªas de sentirte, V¨ªktor", suspir¨¦. Un olorcillo me sac¨® de estas melanc¨®licas cavilaciones. ?Diablos, se me pasaban! Los extraje con unas pinzas y los puse en un plato. Quiz¨¢ decorando con un poco de perejil... Segu¨ªan pareciendo dormidos, pero algo sudados, como cuando est¨¢s en la cama despu¨¦s de haber bebido muchos gin-tonics. Fui corriendo hacia la habitaci¨®n de la serpiente, no se me fueran a enfriar. Retir¨¦ la tapa del terrario y llam¨¦ a la escamosa mascota intentando que mi voz no trasluciera nada que pudiera alertarla: al fin y al cabo, iba a darle gato por liebre. Surgi¨® de debajo del mantillo de musgo con cara de rencor atemperada por la expectaci¨®n y el hambre. Le coloqu¨¦ el primer rat¨®n descongelado frente a la nariz cogi¨¦ndolo por la punta de la cola rosa. Lo estudi¨® detenidamente. Nuestras miradas se encontraron por encima del cuerpecillo. Ni la m¨¢s bella y peligrosa de las amantes tiene esos ojos: salvajes, crueles, desesperanzados. Ley¨® en los m¨ªos una muda s¨²plica -"no me hagas haber pasado por esto para nada"- y una disculpa. Pareci¨® asentir y se lanz¨® como un rayo sobre la presa. Tambi¨¦n se comi¨® el segundo roedor; significativamente, sin estrangularlo. Sent¨ª que hab¨ªa dado un paso m¨¢s en un camino siniestro, una suerte de rara depravaci¨®n. Intent¨¦ tranquilizarme recordando que nunca m¨¢s habr¨ªa de arrojar presas vivas a la serpiente, ni taparme los o¨ªdos para evitarme los peque?os chillidos ahogados en una f¨¦rrea contorsi¨®n de anillos. Pero lo mire como lo mire, me aguardan muchas noches de vigilia, de cocina y de cad¨¢veres.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
?Tienes una suscripci¨®n de empresa? Accede aqu¨ª para contratar m¨¢s cuentas.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.
Sobre la firma
