?Tu madre a¨²n conduce?
Hubo un tiempo en que yo pensaba que los viejos de Nueva York eran unos desgraciados; tambi¨¦n lo pensaba de los abuelos de Madrid, aunque un poco menos. Como en tantas cosas, estaba ciega o ve¨ªa las cosas sin verlas. Los viejos de Nueva York son, probablemente, los m¨¢s afortunados de Estados Unidos: no dependen del coche, tienen cerca los hospitales, les conocen en los restaurantes del barrio y, si quieren campo, ah¨ª tienen Central Park. Obama podr¨¢ mejorar el sistema de salud y pensiones de los viejos americanos, pero lo que es una tarea imposible (a no ser que Obama acabe, como tantos esperan, haciendo milagros) ser¨ªa reorganizar la estructura social por la cual la mayor¨ªa de ancianos vive aislada en casas que, en los cuadros de Hopper o en el cine, nos parecen id¨ªlicas, pero que en la realidad pueden ser de una soledad hitchcockniana. Un amigo americano me cuenta que su madre, que ha vivido toda su vida en un pueblito de Maine, tendr¨¢ que acabar y¨¦ndose a una residencia porque, a sus 85 a?os, no se encuentra ¨¢gil para conducir. El coche, en el que se basa la cultura, la ¨¦pica, la cinematograf¨ªa y la econom¨ªa americanas, es, finalmente, el culpable del desarraigo de los ancianos. Pero imposible renunciar a ¨¦l. No es casualidad el dicho: What is good for General Motors is good for the US ("Lo que es bueno para General Motors es bueno para los Estados Unidos"). La carta de mi amigo termina con una pregunta que constituye todo un giro c¨®mico: "?Tu madre a¨²n conduce?". La pregunta no me hace pensar en mi madre (no la tengo), sino en mi suegra. Mi mente se traslada al pueblo en el que vive y me pongo a seguirle imaginariamente los pasos. Esa mujer que es mi suegra, pero que podr¨ªa ser cualquiera de las madres de los que leen este art¨ªculo, se levanta a las siete de la ma?ana y, llevando en el est¨®mago un caf¨¦ bebido y en los pies esas zapatillas con c¨¢mara de aire que descubri¨® a los 77 a?os, emprende su caminata diaria. La estoy viendo. No anda como una persona joven, vacila un poco, pero sus pasos son determinados, como si supiera d¨®nde est¨¢ el Santo Grial y quisiera llegar la primera para llev¨¢rselo. Mueve los brazos un poco militarmente, porque as¨ª se lo aconsej¨® el m¨¦dico, y lleva los pu?os cerrados: en una mano, las llaves; en otra, el euro para la barra de pan. Se cruza con otras mujeres que tambi¨¦n caminan con los pu?os cerrados, decididas a ponerle freno a la artritis, la osteoporosis, la artrosis, el sobrepeso y la desgana. Se est¨¢n ganando el desayuno, esas tostadas con aceite que se tomar¨¢n en cuanto lleguen a casa. Luego vendr¨¢n la visita a la plaza (el mercado), las faenas, la labor (ganchillo, punto, etc¨¦tera) y el recibir visitas o el hacerlas. Sus piernas, aunque le hagan rabiar a veces de dolor, la llevan a cualquier sitio esencial en la vida. Los domingos, a una misa humilde, porque a ella no le gusta lo pomposo, en una capilla donde apenas caben veinte personas. La acompa?¨¦ un d¨ªa, ?a las siete y media!, y, al ser yo forastera, los feligreses quisieron agasajarme y pusieron a mi lado el radiador. Ser¨ªa injusto que no escribiera aqu¨ª que, a pesar del madrug¨®n, tengo un gran recuerdo de aquel oficio. Esas madres, la mayor¨ªa de nuestras madres, no conducen, muchas no condujeron jam¨¢s ni tuvieron coche. Ahora andan a menudo montadas en autobuses para conocer Espa?a, pero durante casi toda su vida el mundo que vieron fue aquel al que le pod¨ªan llevar sus piernas, esas piernas que pesaban como plomo al trabajar y que andaban tan ligeras cuando se las sacaba de paseo. Cuando se es joven se quiere tenerlas bonitas, cuando se es mayor lo que importa es que no duelan, que te sirvan, que te lleven de caminata, a la plaza, a hablar con las vecinas o a la capilla del radiador. Las piernas. A los viejos hay que darles una ciudad o un pueblo en el que puedan mover las piernas. Nueva York o ?beda, qu¨¦ m¨¢s da. Lo dem¨¢s, el aislamiento en la casa hopperiana, es una mierda de vida. A Estados Unidos le sobra campo y soledad; aqu¨ª la ecuaci¨®n es la contraria, a¨²n no hemos destruido el gregarismo, pero estamos acabando, con una pasi¨®n que no se agota, con ese campibiri que antes animaba el siempre feo final de las ciudades. Cuando le¨ª la noticia de la muerte de Violante, esa pobre anciana que ha muerto meses despu¨¦s de que el ayuntamiento demoliera su casita en la huerta de Murcia para obedecer las exigencias del ladrillo, me imagin¨¦ a todas esas personas mayores que han formado parte de mi vida y que, tan org¨¢nicamente, han estado ligadas a su pueblo. Mi suegra en su ?beda, mis t¨ªos en Ademuz. De todos ellos, si cierro los ojos, puedo imaginar sus pasos diarios; al hacerlo, la melancol¨ªa fatal que sufri¨® esa mujer, Violante, al verse expulsada del mundo en el que se hab¨ªa criado, se me vuelve dolorosamente cercana. Aunque mi mundo est¨¦ lleno de T-Cuatros, ascensores, rampas deslizantes, escaleras mec¨¢nicas, despegues y aterrizajes, siento una tremenda serenidad al imaginar que todos mis viejos est¨¢n donde quieren estar, caminando su hora diaria, como les ha dicho el m¨¦dico, moviendo los brazos para sacudir la pereza del coraz¨®n. En una mano, las llaves de casa; en la otra, el euro para el pan.
El coche, en el que se basan la cultura y la econom¨ªa americanas, es el culpable del desarraigo de los ancianos
A los viejos hay que darles una ciudad o un pueblo en el que mover las piernas. Nueva York o ?beda, qu¨¦ m¨¢s da
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