Rotondas: met¨¢foras de la pol¨ªtica
De la mano del profesor Jos¨¦ Luis Villaca?as conoc¨ª la obra de Hans Blumenberg (1920-1996) en el sugerente t¨ªtulo de F.J. Wetz, La modernidad y sus met¨¢foras (ed. cast. de 1996) para ya despu¨¦s ir directamente a Paradigmas para una metaforolog¨ªa (ed. cast., 2003), donde liquid¨¦ mis residuos de positivismo irresponsable a cuenta del valor de las met¨¢foras acumuladas o sobrevenidas en nuestras culturas como fuentes de conocimiento de primer orden.
Propongo volver a Blumenberg, aunque sea pasando primero por los cl¨¢sicos recientes que relacionan met¨¢fora y poder como Aramayo, Gonz¨¢lez Garc¨ªa, Gombrich y Zarka, entre otros, para entender c¨®mo mi preocupante perplejidad ante la funci¨®n, significado o valor de las rotondas, que, se dice, son un instrumento ¨®ptimo para la autorregulaci¨®n del tr¨¢fico en intersecciones con tres o m¨¢s salidas y/o entradas, me ha llevado a percibirlas como una inquietante met¨¢fora de la vida pol¨ªtica, donde dise?o est¨¢tico (objeto y norma) y sustancia din¨¢mica (funci¨®n y rendimiento) explican con vehemencia lo lejos que estamos en pol¨ªtica de un sistema de certezas en lo jur¨ªdico, y de una cabal automoderaci¨®n reflexiva tanto de individuos cuanto de autoridades, sin las cuales la calidad democr¨¢tica de la sociedad en que vivimos se convierte en una quimera.
Para empezar, las rotondas no tienen ese nombre en la normativa. All¨ª se habla de glorietas y de intersecciones; la primera es un obst¨¢culo horizontal, donde hay un jard¨ªn, con o sin templete o fuente, con el que te topas si pretendes continuar recto; la segunda, el lugar en que se cruzan dos o m¨¢s carriles de circulaci¨®n de veh¨ªculos. As¨ª, rotonda no existe, lo que deja entrever que su imparable proliferaci¨®n (yo fui culpable de una de ellas en mi corta etapa de alcalde de un peque?o municipio -aunque aquella s¨ª, sumamente ¨²til para un fin no previsto para lo que se construyen: propiciar m¨¢s seguridad a los peatones-) no implica la coherencia legal de las mismas.
En las rotondas debe entrarse a velocidades tasadas, y se supone que los conductores de los veh¨ªculos que entran ven a todos los que ya circulan por dentro, que tienen prioridad, han de hacerlo por el carril exterior y en direcci¨®n a su derecha, y avisar cuando se quiere salir mediante se?ales de sus faros intermitentes. El sentido de la circulaci¨®n obligada dentro de la rotonda es el contrario a las agujas del reloj; pero, atenci¨®n, mientras que en las intersecciones tradicionales sin preferencia proclamada por la se?alizaci¨®n pertinente la tiene el que viene por la v¨ªa de la derecha, en la rotonda es del que viene por la izquierda si ya est¨¢ en su interior. O sea, que la preferencia que creemos norma de siempre cambia: ahora la tienen los que vienen por la izquierda. Sin embargo, si los que vienen por la izquierda y por dentro de la rotonda circulan, si lo hay o los hay, por los anillos interiores de la misma, ?qu¨¦ pasa cuando quieren salir y, por lo tanto, han de desplazarse hasta el c¨ªrculo externo? ?Deben dejar pasar a los que van por la derecha y dar vueltas a la rotonda hasta que no venga nadie por el c¨ªrculo exterior para as¨ª poder salir? ?Han de llorar por la trampa en que se han metido, o, quiz¨¢s jugarse el coche en el laberinto confiando que un buen abogado demuestre que la confusi¨®n entre derecha e izquierda dentro de la rotonda se resuelva delante del juez reconociendo que es la derecha la que goza de preferencia?
Cuando el ofendido en su buena fe de conductor mod¨¦lico y respetuoso se enfrenta a la normativa, advierte que pueden m¨¢s los arcana imperii que la claridad de la ley, y que lo que ocurre cerca, dentro y m¨¢s all¨¢ de la rotonda pertenece al ¨¢mbito donde lo que hay parece mentira, lo que es resulta lo contrario de lo que parece o quiz¨¢s nada que resulte l¨®gico, y, para colof¨®n angustioso, lo poco que la ley dispone que depende de nosotros deviene en aut¨¦ntica incitaci¨®n para que los audaces se impongan a reflexivos y diletantes.
El supuesto m¨¢s clarividente que arroja la rotonda para desconsuelo de ingenuos dem¨®cratas de libro (yo, por ejemplo) -reflexivos o diletantes- irrumpe cuando los que entran vienen a toda velocidad, la glorieta de en medio est¨¢ plantada de cactus, o de ripios como casas, o de fuentes horripilantes o de monta?itas ajardinadas, el conductor no tiene visibilidad (sin que el error vuelva culpable al dise?ador) y, por ello, se detiene hasta que alguien se apiada de ¨¦l, aminorando su marcha de entrada o de circulaci¨®n, ¨¦l se va poniendo de los nervios mientras empieza el festival de cl¨¢xones vociferando a sus espaldas, y, cuando decide entrar, el cami¨®n de veintiocho ruedas pintado de rosa que no puede frenar, que no fren¨® a la entrada, al que no vio por culpa del maldito pared¨®n de la glorieta, le embiste pulcramente mientras deduce que ¨¦l es el ¨²nico culpable de algo irreparable. Entonces, digo, el conductor entiende in¨²tilmente casi todo, o, puede que ya nada que le redima.
Leyendo a Luciano Canfora para encontrar en su Cr¨ªtica de la ret¨®rica democr¨¢tica si lo que el autor de la mejor biograf¨ªa cr¨ªtica de Julio C¨¦sar llama predominio de las ¨¦lites econ¨®micas frente a la creciente desaparici¨®n de las ligadas a la ideolog¨ªa me puede exonerar de intuir que la rotonda sea una met¨¢fora inquietante, un trasunto del poder del m¨¢s audaz, un definitivo y heterodoxo compendio de la pol¨ªtica que corre por aqu¨ª, recuerdo mi meliflua respuesta a la v¨ªctima del golpe que acabo de relatar a sus s¨²plicas de ciudadano burlado:
-T¨², cuando veas un cami¨®n de veintiocho ruedas acercarse a la rotonda, aunque vaya pintado de rosa: ?Para! T¨² ?para!
-?Predicas la impotencia civil despu¨¦s de tantos a?os de optimismo democr¨¢tico?- dijo.
-No. Vuelvo a las met¨¢foras a la desesperada, para sentirme decentemente vivo.- contest¨¦.
Aunque ¨¦l no entendiera nada, ni siquiera me consuela que yo tampoco.
Vicent Franch es profesor de Ciencia Pol¨ªtica y de la Administraci¨®n de la Universitat de Val¨¨ncia (EG). franch@uv.es.
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