Un coraz¨®n diferente
Se sujetan nuestras cosas entre lo impuesto y lo deseado, y no resulta f¨¢cil caminar ligero, pues tanto lo que se nos cae sobre las cabezas, el cielo y la ruina, por ejemplo, como lo que nuestras cabezas buscan por encima de los cielos, el placer, la seguridad o la gloria, va construyendo con el tiempo, con el diminuto martillo de los d¨ªas, una vallita alrededor del jard¨ªn. De lo que tenemos en casa ya lo sabemos todo, o al menos sabemos cu¨¢nto aprieta y qu¨¦ poco lugar va quedando para una suposici¨®n de inocencia entre las necesidades inmediatas y las agotadoras responsabilidades. Encontrar, adem¨¢s, el jard¨ªn cercado, nos va robando el mundo y la felicidad de sus paseos. Para escapar a lo nuestro, nos queda entonces lo otro. En el l¨ªmite de lo otro no hay m¨¢s remedio que aceptar la feroz cara de la infidelidad, una idea tentadora que no empieza ni termina en el asunto amoroso, sino que levanta con enorme arrogancia una condena para cada una de nuestras ¨ªntimas exigencias, en la zona m¨¢s dulce encontramos el disfraz, que siempre arrastra un enga?o, y a la sombra de lo sensato, nos hemos de conformar con el inter¨¦s desmedido que despiertan los peces raros entre las almas sensibles.
Contra lo obligatorio (y conviene recordar que el placer o la victoria se convierten en parte fundamental de nuestras obligaciones por motivos estrictamente neurol¨®gicos), la curiosidad y el inter¨¦s impreciso nos regalan un suave descanso, una siesta para el esp¨ªritu y, en fin, un saludable entretenimiento. De ah¨ª que existan no s¨®lo los peces raros sino libros raros que nos hablan de ellos y de otras muchas rarezas, y de ah¨ª que existan lectores que no pretenden m¨¢s (ni menos) que ser turistas de la sabidur¨ªa, expertos en nada, aprendices despistados, fan¨¢ticos de causas aparentemente in¨²tiles, detectives aficionados.
Qu¨¦ placer produce sucumbir a aquello que no exige de nosotros sino el inter¨¦s. Pastoreados como estamos por los deberes sagrados, qu¨¦ mejor que salir del corralito con la frente despejada silbando la cancioncilla alegre e inofensiva de nuestras peculiares aficiones. Como todos los ni?os saben, lo que escondemos es a menudo lo m¨¢s nuestro. Los juguetes que no se comparten, los cromos que se entierran para convertirlos en tesoros, los cat¨¢logos gruesos de todas las cosas que seguramente nunca tendremos.
Ser un semiexperto en algo que ni nos va ni nos viene fuera del territorio de la curiosidad, proporciona con frecuencia m¨¢s alegr¨ªas que el dominio de un oficio, el que sea, o de unas responsabilidades cualesquiera, que inevitablemente ser¨¢n desafiadas una y otra vez. Ser el capit¨¢n, o el grumete de una afici¨®n, promete y permite una traves¨ªa tranquila, ajena a las tormentas furiosas de las cosas que rigen nuestros destinos y por tanto nuestras mayores angustias.
Del territorio de la afici¨®n sacamos lo que el mundo nos niega por otros cauces, tal vez toda distracci¨®n no sea sino la mejor muestra de un entusiasmo generoso con las cosas del mundo. Especialmente con aquellas que no tenemos derecho a poseer, ni fuerzas, ni ganas.
Las grandes proezas de la aviaci¨®n civil, las orqu¨ªdeas, motores di¨¦sel que colonizaron ?frica, la descripci¨®n puntual de todas y cada una de las sogas y cadenas que sujetaron, sin ¨¦xito, a Houdini, no hay nada que bien mirado no tenga su humilde o inmensa capacidad de asombro.
Si la infancia nos regala el mundo, la vida adulta lo va podando hasta que s¨®lo queda lo que fuimos, los lugares que visitamos, los oficios que desempe?amos con mayor o menor ¨¦xito, el azar riguroso del pasado. De cada dos caminos se elige uno, y el otro se inunda con la marea de los dem¨¢s, a los que secretamente envidiamos.
En el llavero de cualquiera hay un n¨²mero limitado de llaves y a veces apena pensar que ¨¦sas son todas las puertas que abriremos.
Cuando caminamos por el parking, despu¨¦s de o¨ªr el bip bip no se encienden m¨¢s que las luces de un coche. S¨®lo lo que ya es nuestro nos aguarda y nos responde.
Y as¨ª, fruto de esa frustraci¨®n, se van acumulando las ganas de saber m¨¢s y mejor c¨®mo funcionan las m¨¢quinas que nos ignoran.
Los aficionados esconden otras llaves, entran y salen de otras casas, est¨¢n permanentemente invitados a otros bailes de sal¨®n, guardan celosamente secretos buenos en el s¨®tano, tienen otras vidas que dan sombra al jard¨ªn y lo extienden en lugar de recordarnos su medida.
Manuales para toda forma de supervivencia, investigaciones sobre lo m¨¢s ajeno, sorprendentes descubrimientos acerca de misterios que s¨®lo inquietan a la imaginaci¨®n, almonedas de objetos y preocupaciones poco o nada inmediatas, pasiones de fin de semana, de horas bajas, del tiempo propio. Otra fe y otra causa y pulsiones tranquilas, para variar. Sufrimientos escogidos, obsesiones poco da?inas, libre albedr¨ªo.
Digamos que entre los perros y con los perros y en el origen de los perros, entre sus nombres, su arbitrario ¨¢rbol geneal¨®gico y las causas ¨²ltimas del imperfecto amor que nos profesan encontramos de pronto un consuelo inesperado, una lanchita de salvamento para naufragios m¨¢s salados, pues de esto y de lo dem¨¢s se habr¨¢n escrito libros que nos aliviar¨¢n, si no la vida, al menos la tarde.
No hay nada tan poco interesante que no merezca el ingenio y el cuidado de un autor enloquecido y de un editor desesperado.
Todo es en definitiva importante. Lo intrascendente s¨®lo ha pasado desapercibido. Quedan muchas enfermedades de las que a¨²n no conocemos el alcance de su devastadora infecci¨®n.
Los otros libros, los espec¨ªficamente raros, llevan en la solapa la medalla al m¨¦rito de nuestro inter¨¦s, sin forzarnos a la batalla diaria del oficio, o la pasi¨®n. No son tanto la fuga, como un camino distinto. Lecturas que nos reconfortan sanamente mientras nos recuerdan la conveniencia de tener m¨¢s de un coraz¨®n. La necesidad de guardar un coraz¨®n atento para lo urgente y propio, y la necesidad de protegerlo con un coraz¨®n diferente y distra¨ªdo. -
Ray Loriga (Madrid, 1967) ha publicado recientemente la novela Ya s¨®lo habla de amor y reeditado Lo peor de todo y Tokio ya no nos quiere (Alfaguara).
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