El buey y los ¨¢ngeles
En uno de sus poemas m¨¢s hermosos, Thomas Hardy evoca un recuerdo de su infancia. Es Nochebuena y alguien, al hablar de los bueyes del portal, exclama: "Ahora estar¨¢n todos de rodillas". Pasa el tiempo, y el poeta, que tiene ahora 75 a?os y se ha convertido en uno de los escritores m¨¢s grandes de la lengua inglesa, escribe (utilizo la traducci¨®n de Joan Margarit): "Todav¨ªa / si alguien dijese en Nochebuena, 'vamos a ver a los bueyes de rodillas, / dentro de la caba?a solitaria / de aquel valle lejano que sol¨ªamos visitar en la infancia', con ¨¦l ir¨ªa por la oscuridad / esperando encontr¨¢rmelos as¨ª".
Tambi¨¦n Jules Supervielle, el poeta uruguayo franc¨¦s, escribi¨® un relato sobre los animales del portal. Se titula El buey y el asno del pesebre, y es una delicada muestra de amor a esas criaturas inocentes cuyas figuras de barro tantas veces pusimos en nuestra infancia junto a la cuna del Ni?o. Supervielle nos cuenta esa historia desde los ojos de un narrador imprevisto: el buey que vive en el portal. Es un relato de un extra?o lirismo, pues lo que nos conmueve del buey es esa capacidad para relacionarse con lo no revelado todav¨ªa, con ese ¨¢mbito de lo invisible que constituye la esencia de la poes¨ªa. El buey de Supervielle asiste asombrado a lo que tiene lugar a su alrededor. Ve al Ni?o que acaba de nacer y se pone a calentarle con su aliento. Todo se vuelve maravillosamente dif¨ªcil para ¨¦l. Los ¨¢ngeles no paran de ir y venir, y acude gente humilde cargada de regalos. Cuando sale al campo se da cuenta de que hasta las piedras y las flores saben lo que ha pasado, y est¨¢n nimbadas de luz. Y el pobre se pasa las noches en vela, arrodillado junto al ni?o, viendo aquel mudo celeste que penetra en el establo sin ensuciarse. Esa dicha le conduce al agotamiento m¨¢s extremo y cuando por fin Mar¨ªa, Jos¨¦ y el Ni?o se alejan con el asno, en busca de un lugar m¨¢s seguro, no puede seguirles, y se queda solitario en el establo, donde muere, sin llegar a entender nada de lo que le ha pasado. Jos¨¦ ?ngel Valente, al comentar este relato, y lament¨¢ndose de que tantos hombres hayan llegado a perder el sentimiento de lo po¨¦tico, escribe: "Ignoran tanto hasta qu¨¦ punto los rodea lo invisible, que ni siquiera tienen la prudencia de aquel buey de un delicioso cuento de Jules Supervielle, que en el colmo del j¨²bilo 'tem¨ªa aspirar un ¨¢ngel', tan denso est¨¢ el aire de espirituales criaturas".
Lo que conmueve del buey en el portal es su capacidad para relacionarse con lo todav¨ªa no revelado
El bel¨¦n se pobl¨® de lavanderas mancas, burros sin orejas y ovejas cojas
Es la misma atm¨®sfera de los frescos que el Giotto pint¨® en la capilla de los Scrovegni, en Padua. En uno de ellos, Mar¨ªa permanece en el lecho y tiende sus manos para tomar agotada a su hijo, y a su lado est¨¢n el buey y la mula mir¨¢ndoles. Muy cerca, junto a un san Jos¨¦, misteriosamente ausente, adormecido, hay un reba?o de ovejas y dos pastores, que miran hacia el cielo, donde varios ¨¢ngeles revolotean sobre el techado de madera como si hubiera tomado alguna sustancia psicotr¨®pica. Todo est¨¢ detenido y, a la vez, ardiendo, lleno de luz, como si hombres, animales y ¨¢ngeles fueran presas del mismo hechizo. Una de las cosas que m¨¢s me conmueve de esta historia, la m¨¢s hermosa del universo cristiano, es este extra?o protagonismo de los animales: que las pobres bestias est¨¦n al lado de los hombres y los ¨¢ngeles participando en un plano de igualdad de la misma revelaci¨®n.
Coleridge pensaba que la verdadera poes¨ªa deb¨ªa transmutar lo familiar en extra?o y lo extra?o en familiar, y es justo a eso a lo que asistimos aqu¨ª. James Joyce llam¨® epifan¨ªas a estos instantes de comunicaci¨®n profunda con las cosas, y es esa capacidad para transformar el detalle trivial en s¨ªmbolo prodigioso la que transforma esta ingenua y antigua historia en verdadera poes¨ªa. Eso es una epifan¨ªa, una peque?a explosi¨®n de realidad que hace del mundo el lugar de la restituci¨®n. Miles de ni?os nacen en el mundo a cada instante y no todos tienen, por desgracia, la misma suerte; pero basta con que sean recibidos con amor para que alg¨²n buey aturdido ande cerca y exista el peligro de aspirar alguna criatura invisible al menor descuido.
Un viejo anarquista de un pueblo minero leon¨¦s acostumbraba a poner todos los a?os el bel¨¦n. Era un bel¨¦n peculiar, en el que estaban ausentes el castillo de Herodes y el portal, pues, seg¨²n ¨¦l, s¨®lo el pueblo merec¨ªa figurar en ¨¦l por ser lo ¨²nico sagrado. Pero basta acercarse a cualquier ni?o que nace para saber que ese portal y ese castillo deben estar ah¨ª, pues dan cuenta de la belleza, el misterio y el temor que acompa?an su nacimiento. El mundo de los reci¨¦n nacidos es el mundo de la adoraci¨®n, de los pastores y los bueyes, de los peregrinos conducidos por se?ales errantes; pero tambi¨¦n el de la muerte de los inocentes y el de la incierta huida a Egipto. No es posible ver la crianza de un ni?o separada de un humilde portal, de la luz de una estrella, de las innumerables visitas y las calladas atenciones; pero tampoco de la fuga en la noche y de la persecuci¨®n injustificable y cruel. El mundo de la adoraci¨®n tiene su contrafigura en ese otro en el que el ni?o cuanto m¨¢s querido m¨¢s vulnerable nos parece, y en que toda vigilancia es poca para preservarle de los peligros que le aguardan en la vida.
Recuerdo ahora los belenes de mi infancia y la emoci¨®n que sent¨ªamos cuando, al llegar las navidades, se sacaban las figuras de barro del caj¨®n en que descansaban para montarlos. El r¨ªo hecho de papel de plata; el musgo, que hab¨ªa que ir a coger al pinar; la escoria, que quedaba en la caldera tras la combusti¨®n del carb¨®n; y el serr¨ªn, que nos regalaban en una tienda de telas que, por una m¨¢gica coincidencia, se llamaba Seder¨ªas de Oriente. Pero la casa estaba llena de ni?os que inevitablemente cog¨ªan las figuras de barro al menor descuido para jugar con ellas. Adem¨¢s, de tanto guardarlas y volverlas a sacar de su caj¨®n, era inevitable que muchas se rompieran. Algunas se repon¨ªan, pero otras nos daba pena tirarlas, y as¨ª el bel¨¦n se fue poblando de lavanderas con un solo brazo, burros sin orejas, ovejas que hab¨ªan perdido una pata y campesinos cojos.
A?os despu¨¦s escrib¨ª una novela en que aparec¨ªa una Mar¨ªa manca. Cuando me preguntaban por qu¨¦, yo sol¨ªa decir que esa imperfecci¨®n me permit¨ªa arrancarla de aquel mundo de retablos llenos de racimos dorados, vidrieras iluminadas e iconos de oro en que Mar¨ªa sol¨ªa estar, para devolverla al mundo, entre las muchachas reales. ?sta era la explicaci¨®n que daba, pero creo que la virgen de mi libro ven¨ªa directamente de ese bel¨¦n de mi infancia, de ese peque?o pueblo de tullidos, que bien mirado es el que mejor habla de lo que somos. Aquellas figuras rotas y amadas representaban las penas y dolores de la vida, pero tambi¨¦n su hondo e incomprensible misterio. El misterio de la belleza y de lo inexplicable, que tan bien representa ese buey del relato de Supervielle que no sabemos si muere de dicha o de tristeza. Aqu¨ª termina mi cuento. Ahora s¨®lo me queda desearle una feliz Navidad, querido lector.
Gustavo Mart¨ªn Garzo es escritor.
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