Ni?os refugiados. Crecer sin ra¨ªces
Luisa Mar¨ªa vive en una chabola miserable, una de tantas que se apelotonan en un suburbio de Barrancabermeja, un municipio colombiano del departamento de Santander. De ojos y cabello negros, dientes blancos, una tez de un moreno aterciopelado, su mirada resulta transparente y sincera. No le importa explicar que su casa est¨¢ hecha de maderos viejos, con un suelo de barro siempre h¨²medo. Cuando llegan las lluvias, en julio, la humedad es insoportable, y Luisa tiene que acostarse entre escalofr¨ªos. Su madre saca entonces todas las cazuelas imaginables para aprovechar el agua que chorrea de las goteras y los agujeros. Luisa tampoco duda en afirmar, orgullosa, que es la due?a de una de las dos camas dobles de su hogar, aunque debe compartirla con su hermana Katia, de 10 a?os, y sus dos hermanas gemelas, Henri y Nina. Su madre y su hermana mayor tienen un poco m¨¢s de suerte al dormir juntas. "Es la ¨²nica familia que conozco que no gana lo suficiente para comer", explica el fot¨®grafo holand¨¦s Ton Koene, autor de las fotograf¨ªas que ilustran este reportaje. "Los chicos se van a la cama cada noche con los est¨®magos vac¨ªos, pero la familia es tan dulce y hospitalaria que resulta toda una contradicci¨®n".
Un gran oleoducto atraviesa el poblado procedente de la mayor refiner¨ªa de petr¨®leo de Colombia, con chimeneas de m¨¢s de 60 metros de altura. Durante la noche, sus luces se reflejan en las aguas del r¨ªo Magdalena. A m¨¢s de un kil¨®metro y medio todav¨ªa huele a azufre, aunque, afortunadamente, la casa de Luisa est¨¢ m¨¢s alejada. En la refiner¨ªa se procesan casi tres cuartas partes de la gasolina que se consume en Colombia, pero eso no mejorar¨¢ el futuro de esta ni?a. Mucho antes de que ella naciera, durante los a?os cuarenta y cincuenta, surgi¨® el movimiento sindical m¨¢s poderoso del pa¨ªs alrededor de ese petr¨®leo. Las confrontaciones violentas entre las distintas facciones pol¨ªticas en Barrancabermeja -un reflejo de lo que suced¨ªa en otras partes de Colombia- dejaron 15 a?os despu¨¦s un terreno abonado para que prendieran aqu¨ª las primeras semillas del Ej¨¦rcito de Liberaci¨®n Nacional colombiano (ELN). M¨¢s adelante, en los noventa, vendr¨ªan las FARC. La lucha entre el ej¨¦rcito del Gobierno, los paramilitares y las guerrillas convirti¨® a la regi¨®n -y otras muchas zonas del pa¨ªs- en un territorio de guerra. Es parad¨®jico que la familia de Luisa haya venido a parar a este suburbio, en busca de m¨¢s seguridad, huyendo siempre de la misma clase de violencia, la que ha empujado a poblaciones enteras en Colombia de las zonas rurales a las urbanas: guerrilleros que irrumpen en una casa de campesinos apropi¨¢ndose de las gallinas, los cerdos o dinero, que vuelven con m¨¢s frecuencia hasta que hay que huir para salvar la vida.
En una ma?ana, la vida de Luisa cambi¨®. Con su madre y sus hermanas escap¨® en canoa por el r¨ªo hasta llegar a las inmediaciones de Barrancabermeja en un par de horas. Los guerrilleros buscaban a su padre, que huy¨® para evitar un balazo en la cabeza. "A menudo me escribe y a veces hasta hace una llamada por tel¨¦fono, pero nunca dice d¨®nde se encuentra. Me echa de menos, al igual que yo a ¨¦l, y promete que vendr¨¢ a casa cuando la guerra haya acabado", le cont¨® a Koene. Luisa va a la escuela. Le gustar¨ªa asistir a todas las clases y no a la mitad, pero no hay suficientes profesores. No sabe lo que es comer tres veces al d¨ªa, la casa tiene s¨®lo una bombilla y muchas veces no hay dinero para pagar la luz, pero la ni?a juega en las afueras siempre que puede, va a nadar a un lago cercano y le encanta jugar al voleibol. Koene ha pasado varios a?os en diversos pa¨ªses del mundo fotografiando los rostros de los ni?os refugiados para un libro escrito en colaboraci¨®n con la periodista Natalie Righton. La ni?a es especial. ?l y su editor le env¨ªan dinero. "Es como un ¨¢ngel. Pero me suicidar¨ªa si tuviera que vivir como ella", admite.
Luisa es uno de los cuatro millones de colombianos que han abandonado sus hogares por las guerrillas desde 1985, de acuerdo con la asociaci¨®n Refugees International. Y un espejo de la situaci¨®n de un oc¨¦ano de ni?os en todo el mundo. Las cifras resultan aterradoras. De acuerdo con el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), se calcula que existen unos 25 millones de ni?os -calificados como menores de 18 a?os- de un total de 50 millones de personas que han sido obligadas a abandonar su pa¨ªs o desplazarse de sus casas por culpa de los conflictos b¨¦licos. Los que logran traspasar las fronteras de sus propios pa¨ªses, nos explica Agni Castro-Pita, representante de la oficina de ACNUR en Espa?a, pueden acogerse a la protecci¨®n internacional como refugiados, de acuerdo con la convenci¨®n firmada en 1951. Los desplazados estar¨ªan te¨®ricamente bajo el paraguas de sus propios pa¨ªses, lo que muchas veces se traduce en nada. La radiograf¨ªa se hace m¨¢s compleja y borrosa: unos 25 millones de desplazados internos no pueden acogerse a la protecci¨®n internacional como refugiados.
Detr¨¢s de la desesperaci¨®n que empuja a estas inmensas poblaciones flotantes est¨¢n las guerras y la persecuci¨®n, por supuesto. Si nos elev¨¢semos lo suficiente para contemplar hoy mismo la Tierra y pudi¨¦ramos mirar a trav¨¦s de los ojos de los sat¨¦lites militares de reconocimiento, contemplar¨ªamos un mundo en un volc¨¢nico estado de guerra. Al final del pasado milenio, 35 pa¨ªses ard¨ªan en 41 conflictos, de acuerdo con la organizaci¨®n canadiense Plughshares. Durante 2008, el n¨²mero de enfrentamientos armados descendi¨® hasta 31. El ¨²ltimo ha estallado el pasado mes de octubre en la Rep¨²blica Democr¨¢tica del Congo, al norte de la provincia de Kivu, cuando un grupo de rebeldes atac¨® al ej¨¦rcito congole?o. En menos de seis semanas, 250.000 personas tuvieron que huir de sus casas, y el n¨²mero estimado en la actualidad en esa provincia se acerca al mill¨®n, seg¨²n Unicef, trayendo las escenas, tristemente familiares, de asesinatos, violaciones y saqueos de casas y tiendas. El a?o pasado, Afganist¨¢n continu¨® siendo el primer productor de refugiados. En 28 a?os de conflicto -incluyendo la ¨²ltima guerra-, y a pesar del retorno de cuatro millones de refugiados desde 2002, Pakist¨¢n e Ir¨¢n siguen dando cobijo a m¨¢s de tres millones de afganos; la franja de Gaza y L¨ªbano acoge a m¨¢s de dos millones de palestinos en 59 a?os de conflicto. Y la guerra abierta entre el Gobierno sudan¨¦s en el oeste del pa¨ªs, en Darfur, contra los grupos de las milicias isl¨¢micas, emprendida en 2003, ha desplazado a 2,5 millones de civiles. Y el n¨²mero de iraqu¨ªes desplazados dentro y fuera del pa¨ªs se acerca a los 4,5 millones.
Otras cifras revelan una sobrecogedora estrategia militar, que tiene en su punto de mira a la poblaci¨®n civil. S¨®lo as¨ª se explica la muerte de dos millones de ni?os durante los a?os noventa. O que algo tan inofensivo como un colegio se convierta en un objetivo estrat¨¦gico. Los conflictos b¨¦licos en Mozambique conllevaron la destrucci¨®n del 45% de las escuelas, seg¨²n el ACNUR. Hoy, quiz¨¢ el n¨²mero de refugiados sea menor que antes, seg¨²n Castro-Pita, "pero hay un mayor aumento de desplazados internos".
El caso de Sud¨¢n es ilustrativo. Darfur es el ¨²ltimo de los conflictos que se extienden a lo largo de casi un cuarto de siglo en este pa¨ªs, una guerra que ha colocado unos 300.000 refugiados sudaneses directamente en pa¨ªses como Uganda, Kenia, Etiop¨ªa y Egipto. Pero Sud¨¢n es tambi¨¦n un pa¨ªs de acogida de refugiados. Su parte oriental, una de las menos desarrolladas, ha dado cobijo a m¨¢s de 135.000 personas llegadas de Etiop¨ªa y Eritrea, pa¨ªses que llevan d¨¦cadas desangr¨¢ndose en guerras. "En Sud¨¢n, nosotros trabajamos con refugiados que han llegado hasta all¨ª, pero al mismo tiempo asistimos a desplazados internos sudaneses", asegura Castro-Pita. "Se produce, adem¨¢s, una incidencia de sudaneses que salen a buscar asilo a los pa¨ªses vecinos". El a?o pasado, la inestabilidad en el vecino pa¨ªs, Chad, produjo un flujo migratorio de unos 20.000 chadianos que alcanz¨® el oeste de Darfur en busca de refugio, al tiempo que desde Darfur han escapado a lo largo de estos ¨²ltimos a?os cerca de 250.000 refugiados a los campos de Chad.
Uno de ellos es un ni?o de 12 a?os llamado Zanussi Nimir. Ahora vive en un campo de refugiados en Nyala, Chad, pero tuvo que salir de su aldea precisamente por culpa del ataque de soldados sudaneses. Nimir recuerda perfectamente los tiros en la distancia mientras cuidaba de un reba?o de ovejas en una zona des¨¦rtica de Darfur. Su madre le cogi¨® de la mu?eca junto con uno de sus hermanos. Escaparon a trav¨¦s del desierto. Los soldados patrullaban los alrededores y la ¨²nica esperanza para Nimir consist¨ªa en esconderse tras unos arbustos resecos y rezar. Aquel d¨ªa, el viento sopl¨® fuerte, se levant¨® arena. Tardaron tres d¨ªas en cruzar la frontera. Y frente a un gran lago, ya en Chad, logr¨® reunirse con el resto de su familia. El asalto a su aldea hab¨ªa dejado casas quemadas y vecinos asesinados. ?ste es su testimonio, recogido por la periodista Natalie Righton: "Tuvimos suerte, porque la tormenta de arena nos hizo invisibles. Unos d¨ªas despu¨¦s, vino un hombre blanco al lago y dijo que nos iba a ayudar. Nos asegur¨® que ya no tendr¨ªamos que pasar miedo nunca m¨¢s. Su nombre era Naciones Unidas".
Nimir y su familia reciben cada primera semana del mes ayuda alimentaria directa de ese hombre llamado Naciones Unidas -dos sacos de arroz, uno de jud¨ªas, aceite vegetal, sal y az¨²car-. Los suyos est¨¢n acostumbrados a las duras condiciones del desierto, extraen agua para beber y cocinar, y saben lo valiosas que son las ovejas o los camellos por la leche nutritiva que proporcionan. El chico acude a la escuela, una desencajada tienda de pl¨¢stico en cuyo interior apartan a los ni?os a la derecha y las ni?as a la izquierda. Hasta que lleg¨® al campo como refugiado, nunca hab¨ªa ido al colegio: una nota positiva despu¨¦s de salvar la vida. Sin embargo, los campos de acogida, en muchos casos, son como bolsas en las que se detiene el tiempo: una vez que se cae en ellos, el futuro puede esfumarse para siempre. "Hay ni?os que han nacido y que mueren en un campo de refugiados y que no han conocido otra cosa que las rejas de un campo de refugiados", asegura Mar¨ªa Jes¨²s Vega, responsable de relaciones externas de la oficina del ACNUR en Madrid. Ella conoce la realidad de estos campos repletos de refugiados somal¨ªes, localizados en Dadaad, al noreste de Kenia. A finales de 2006, las tropas gubernamentales somal¨ªes, con ayuda del ej¨¦rcito et¨ªope, derrotaron a las milicias isl¨¢micas y recuperaron el control de Mogadiscio, la capital. Pero la guerra no ces¨®: los constantes hostigamientos entre contendientes empujaron a mediados de 2007 a una oleada humana de 750.000 personas fuera de sus casas. Lo que significa m¨¢s presi¨®n para los campos de refugiados en pa¨ªses lim¨ªtrofes, como es el caso de Kenia.
"Dadaad se encuentra en una zona semides¨¦rtica, a unos ochenta kil¨®metros de la frontera con Somalia. En la actualidad viven all¨ª unas doscientas mil personas, la mayor parte somal¨ªes", asegura Vega. Esta poblaci¨®n est¨¢ repartida en tres campos. "All¨ª hay gente que est¨¢ viviendo desde hace m¨¢s de quince a?os". Son ciudades prisi¨®n. Las autoridades kenianas no permiten que los refugiados salgan de los campos. ?C¨®mo controlar la seguridad de decenas de miles de personas? Al depender del pa¨ªs que los acoge, la seguridad es muy endeble. Los campos de refugiados no siempre otorgan refugio. En Gueckedou, al sureste de Guinea, se han venido organizando hasta 60 campos de acogida desde 1998 para recibir a m¨¢s de 300.000 personas procedentes de Sierra Leona, desde el momento en el que los rebeldes del Frente Unido Revolucionario (RUF) fueron desalojados del poder. Este pa¨ªs africano vivi¨® una d¨¦cada sangrienta cuyos horrores a¨²n resuenan. Las organizaciones no gubernamentales denunciaron por entonces casos de ni?os sometidos a abusos sexuales en los mismos campos, bien por familiares cercanos o al cuidado de otras fa-
milias, y ni?as que se han visto obligadas a prostituirse. La ubicaci¨®n de muchos de los campos, peligrosamente cerca de la frontera con Sierra Leona, les ha expuesto a los ataques de las guerrillas, a matanzas y secuestros. La protecci¨®n a veces es una ilusi¨®n; los informes de Naciones Unidas hablan de historias de terror en las que los ni?os fueron secuestrados por los demonios que cre¨ªan haber dejado atr¨¢s.
La organizaci¨®n Human Rights Watch document¨® la presencia incluso de combatientes en estos campos de refugiados con "un n¨²mero grande de ni?os soldado en sus filas". Desde que acab¨® la guerra civil en 2002, Sierra Leona experimenta una transici¨®n pac¨ªfica con unas elecciones democr¨¢ticas que en 2007 dieron el poder al partido de All People Congress (APC), cuyo presidente es Ernest Bai Koroma.
Las historias de ni?os soldado secuestrados, entrenados y a veces drogados para matar han dado la vuelta al mundo. Jonathan pudo convertirse en uno de ellos. De car¨¢cter afable y abierto, ahora tiene 24 a?os, se expresa en un espa?ol bastante razonable y tiene una buena caligraf¨ªa. Escribe el nombre de la zona semides¨¦rtica donde viv¨ªa, Adi Quala, al norte de Eritrea. "?Qu¨¦ echas de menos?". "Nada", responde con rapidez.
Cuando ten¨ªa 16 a?os, los soldados entraron en su casa, le registraron y le pidieron la documentaci¨®n. "Yo estaba muy gordo por entonces y no creyeron que ten¨ªa los diecis¨¦is". Explica que el reclutamiento de los j¨®venes en Eritrea es obligatorio, sobre todo en ¨¦poca de guerra. Los enemigos son los et¨ªopes, hay un condicionamiento pol¨ªtico para odiarlos. Jonathan muestra su carn¨¦ de testigo de Jehov¨¢, asegura que su religi¨®n le impide empu?ar un arma, pero es llevado a una c¨¢rcel militar, Brigada 6, y luego trasladado a otra. En una c¨¢rcel de Eritrea hay golpes y palizas, por supuesto. Y tortura psicol¨®gica. Un compa?ero es arrastrado fuera por los soldados. Poco despu¨¦s, a Jonathan le llega el eco de un solo disparo. Uno solo. Luego le cuentan que le han matado. Ocurre varias veces. En ocasiones piensa que es un enga?o, un tiro al aire, un ardid para obligarle al reclutamiento, pero no los vuelve a ver.
Jonathan estuvo encarcelado durante un mes, pero un soborno al jefe de la c¨¢rcel le abri¨® las puertas a la libertad. Alguien le traslad¨® en coche de madrugada y le llev¨® hasta la casa de su abuelo. El dinero sali¨® de su entorno familiar. Vinieron a buscarle de nuevo dos semanas despu¨¦s con intenci¨®n de reclutarle, pero no estaba en la casa en ese momento. Vivi¨® un tiempo con su t¨ªo y tuvo que salir del pa¨ªs. Pas¨® casi tres meses en Egipto con un visado de turista, y antes de que expirase, logr¨® un billete para trasladarse hasta Honduras para de all¨ª dar el salto a EE UU y encontrarse con su padre, que ten¨ªa la nacionalidad norteamericana: primero una escala en Barcelona, luego otra en Madrid. Aqu¨ª, las autoridades le explicaron que no podr¨ªa proseguir el viaje y tendr¨ªa que regresar a Eritrea. Entonces, Jonathan pidi¨® asilo y solicit¨® en Espa?a el estatuto de refugiado. Tuvo suerte. Ahora trabaja como auxiliar de biblioteca en Televisi¨®n Espa?ola.
De acuerdo con Pablo P¨¦rez, religioso mercedario que ha trabajado con ni?os refugiados y coordinador del programa La Merced, casas de Refugiados e Inmigrantes Menores y J¨®venes no Acompa?ados, "Espa?a no es tierra de asilo. S¨®lo el 5% de las resoluciones resulta positivo". Tanto la legislaci¨®n sobre el refugiado como la identificaci¨®n de la persona que pide refugio van por detr¨¢s. La inmigraci¨®n y las leyes de extranjer¨ªa resultan demasiado opacas y miopes para distinguir al emigrante econ¨®mico, que llega ilegalmente a nuestro pa¨ªs en busca de una vida mejor, y la persona que ha sufrido persecuci¨®n probada por causa de sus ideas pol¨ªticas, raza, sexo o procedencia. Se trata de un caj¨®n de sastre: en cierto sentido, el problema es an¨¢logo al de la esclavitud actual, cuando las autoridades carecen de la sensibilidad suficiente para distinguir al emigrante ilegal del hombre o mujer que es objeto de tr¨¢fico por las mafias y que se convierte en esclavo laboral o sexual. P¨¦rez cuenta historias terribles, como la de un menor de 13 a?os que un d¨ªa, a la vuelta del colegio, comprob¨® que su poblado, ubicado en alg¨²n lugar entre la frontera de Liberia y Costa de Marfil, estaba ardiendo. Encontr¨® a su padre con una guada?a en la mano derrumbado delante de la puerta de su casa. Hab¨ªa sido asesinado por intentar proteger a su familia, su madre y sus tres hermanos peque?os, y todos estaban muertos. "Las personas mayores del pueblo le dijeron que se dirigiera a un puerto, y el chico acab¨® embarc¨¢ndose como poliz¨®n, llegando finalmente a Canarias. Y de all¨ª nos lo env¨ªan a nuestra casa", dice P¨¦rez. El chico empez¨® una nueva vida, y tras el primer a?o en un colegio privado, fue nombrado delegado de curso.
El terror que provoca en un menor africano la huida a trav¨¦s de un caluroso y polvoriento paisaje para escapar de la muerte debe de ser de la misma clase en todos los lugares. Como el de un ni?o de nueve a?os que tuvo que huir a trav¨¦s de las monta?as del Himalaya por culpa del hostigamiento de los militares chinos. Es el caso de Lobsang Lungtok. Su testimonio fue recogido por Ton Koene cuando ten¨ªa 12 a?os. Ahora vive en la capital de Nepal, Katmand¨², como un monje. El viaje no fue nada f¨¢cil. Dur¨® seis d¨ªas, y Lungtok a¨²n recuerda el color negro de la congelaci¨®n que vio en los dedos de las manos y los pies de tres personas que le acompa?aron en la escapada junto con sus padres. Gracias a los yaks, pisando s¨®lo por donde estos animales pisaban, consiguieron evitar los terrenos blandos y las trampas bajo la nieve. Lograron atravesar la frontera que separa a T¨ªbet de Nepal, aunque de vez en cuando ve¨ªan el humo de las hogueras que los soldados chinos hac¨ªan para calentarse. "No quer¨ªan que traspas¨¢ramos la frontera, y si nos hubieran visto, nos habr¨ªan disparado. Me enfad¨¦, pero mi padre me dijo que callase y no me moviera, ya que de otra forma los soldados chinos nos habr¨ªan o¨ªdo".
Es una entrada ilegal, por supuesto. El Gobierno chino tiene un acuerdo con Nepal para que no acepte m¨¢s refugiados tibetanos. Pero el hecho es que estos ni?os y sus familias siguen arriesg¨¢ndose en las monta?as para alcanzar el borde con Nepal. Hace casi sesenta a?os, China se anexion¨® T¨ªbet. Eso ha ocasionado un desplazamiento de unas 150.000 personas, muchas de ellas, ni?os. Hay algo en la sangre de muchos de estos chicos tibetanos que les impulsa a estudiar budismo y convertirse en monjes, ya que pueden recibir educaci¨®n y alimento. Pero eso choca radicalmente con las restricciones impuestas por los chinos, que dejan abiertos s¨®lo un n¨²mero limitado de monasterios. "Como consecuencia, la mayor¨ªa de los ni?os en T¨ªbet no pueden estudiar budismo ni convertirse en monjes", dice Koene. Esta situaci¨®n les impulsa a salir del pa¨ªs, a veces sin la compa?¨ªa de sus padres. "La mejor descripci¨®n que podr¨ªamos hacer de ellos es que son refugiados religiosos".
Mugi Songi, una chica birmana que ahora vive en un campo de refugiados en Tailandia, pertenece a la etnia kayan, cuyas mujeres son conocidas como las mujeres jirafa. Desde los cinco a?os, la ni?a lleva en el cuello una serie de anillos met¨¢licos que pesan cuatro kilos y que proporcionan la ilusi¨®n de un cuello eterno. La aldea de Songi, Nai Soi, se encuentra ubicada en plena selva tailandesa. La dictadura militar en Myanmar ocupa el d¨¦cimo lugar entre los pa¨ªses fuente de refugiados, con un n¨²mero estimado en unos 203.000 en 2007, de acuerdo con la agencia internacional del ACNUR.
Myanmar llam¨® la atenci¨®n de la prensa internacional por culpa del espantoso cicl¨®n Nargis, que dej¨® unas 77.000 v¨ªctimas y miles de desaparecidos en mayo del a?o pasado. Luego, el pa¨ªs se esfum¨® para los medios de comunicaci¨®n. Songi tuvo suerte. Ahora acude a la escuela en Nai Soi. Su padre ten¨ªa un elefante en Myanmar con el que recolectaba madera del bosque, pero tuvieron que abandonarlo por lo peligroso del viaje. Su madre lleva una tienda en la que se venden souvenirs para los turistas. Nai Soi acoge a unos trescientos birmanos, y la mitad pertenece a esta etnia donde las chicas alargan sus cuellos con los anillos a su alrededor. La proximidad con la ciudad de Mae Hong Son atrae a los turistas al campo de refugiados de Nai Soi: pagan una entrada por pasar. Pueden fotografiarse con una ni?a o mujer kayan por unos 5,5 euros (250 baths tailandeses). Los oficiales tailandeses se llevan su parte y proporcionan estipendios mensuales a las mujeres jirafa.
Las que llevan los anillos cobran m¨¢s, entre 33 y 70 euros al mes. La vida aqu¨ª es mucho mejor que en otros campos. Songi es una refugiada y no puede salir de su aldea, pero estudia y puede comunicarse en cuatro idiomas, incluido el espa?ol. Algunas organizaciones humanitarias han rechazado este turismo calific¨¢ndolo como "un zoo humano, ¨¦ticamente inaceptable", dice Koene.
Es una definici¨®n discutible. ?Se critica a un grupo de refugiados por cobrar una entrada y vivir mejor que otros? Por otra parte, algunos medios de prestigio como The New York Times o Los Angeles Times vienen recogiendo desde hace a?os testimonios de mujeres que denuncian que se han visto obligadas a llevar los pesados anillos en el cuello en contra de su voluntad para que el negocio no decaiga; el peri¨®dico digital australiano The Age narra la historia de Mu Lon, una mujer que llev¨® los anillos cuando ten¨ªa 12 a?os. Ahora tiene 23, se ha despojado de ellos, pero las autoridades no le permiten emigrar a Nueva Zelanda o Finlandia por el temor a que se produzca un ¨¦xodo de las mujeres jirafa, a pesar de que cumplen los requisitos de la Oficina Internacional de ACNUR para ser reasentadas en otros pa¨ªses. Falta la firma del gobernador de Mae Hong Song, que ha justificado su negativa, seg¨²n el citado medio, por considerar a las mujeres jirafa "una especie en peligro de extinci¨®n que necesita protecci¨®n".
Koene se refiere a las conversaciones que ha mantenido con algunas de estas refugiadas. "Me dijeron que si no quer¨ªan llevar los anillos, no ten¨ªan por qu¨¦ hacerlo. Nadie les forzaba a ello. Hay gente que ha tenido problemas, mientras que otros creen que es su elecci¨®n el exponerse como una atracci¨®n tur¨ªstica. Si no desean hacerlo, pueden volver a los campos principales". A este fot¨®grafo holand¨¦s le han pedido que no escriba nada negativo sobre la aldea, ya que sus miembros dependen de los ingresos de los turistas, y de no ser as¨ª, perder¨ªan un contacto con un mundo exterior que necesitan.
Los millones de ni?os refugiados retratan duramente la condici¨®n moral del mundo, de la propia humanidad. Al mismo tiempo, estos ni?os nos ense?an que los sue?os son posibles. Mar¨ªa Jes¨²s Vega nos relata el caso de Abass Mohamed, un chico somal¨ª que ahora tiene 25 a?os. Lleg¨® a los campos de refugiados de Dadaad junto con su familia en 1992 y los abandon¨® 16 a?os despu¨¦s. "Abass estudi¨® en la escuela del campo de refugiados y en 1997 fue el segundo mejor estudiante de la regi¨®n. Su m¨¦rito fue haber estudiado en condiciones dur¨ªsimas, a 45 grados cent¨ªgrados por las ma?anas, sin apenas material ni libros, sin electricidad y viviendo en una choza de dos habitaciones en las que conviven 11 miembros de su familia". La milagrosa visita de un profesor de la Universidad de Princeton, que supo de los progresos del joven gracias a los trabajadores sociales del campo, cristaliz¨® en 2005. Abass obtuvo una de las tres becas ofrecidas por la prestigiosa Universidad de Nueva Jersey (EE UU) y fue aceptado. Comenz¨® a estudiar biolog¨ªa en 2006. ?La raz¨®n? "Trata sobre la vida", manifest¨® un a?o despu¨¦s en una conferencia en la misma universidad.
"No importa realmente si est¨¢s en Colombia, Sud¨¢n, Myanmar o en China", concluye Koene. "Los ni?os siempre son los mismos; tienen los mismos deseos y sue?os, y las mismas dificultades, a pesar de las enormes diferencias culturales entre ellos. Estoy asombrado a¨²n por lo fuertes que son, c¨®mo logran enfrentarse a todos los problemas y ansiedades que les asaltan cada d¨ªa, la escasez de alimento y agua, la falta de escuela, o la violencia. Sonr¨ªen. Si no lo sabes, no lo ves".
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