La estimulante desesperaci¨®n de Bacon
El Prado conmemora con una gran retrospectiva el centenario del nacimiento del artista brit¨¢nico. Sin ideales y sin moral a los que agarrarse, supo dirigir su inmenso talento a la exploraci¨®n de la carne
A Francis Bacon le gustaba recordar que el otro Francis Bacon, el ilustre humanista ingl¨¦s, era un antepasado suyo y que nada admiraba tanto como la mentalidad desprejuiciada del Renacimiento. Y a su modo Bacon tuvo, en efecto, algo de artista renacentista en una ¨¦poca en la que, sin embargo el ideal del Humanismo parec¨ªa destrozado para siempre.
La contradicci¨®n era insuperable. Bacon reconoc¨ªa la maestr¨ªa de Piero Della Francesca o Durero pero a¨²n era m¨¢s evidente para ¨¦l el dominio del caos, al que consideraba al gran protagonista del siglo XX, una centuria de guerra y brutalidad que negaba rotundamente las enso?aciones ut¨®picas de su pariente, el autor de La Nueva Atl¨¢ntida.
Anatom¨ªas inacabadas, cuerpos troceados... Bacon empieza donde Miguel ?ngel termin¨®
El pintor ten¨ªa una relaci¨®n casi obsesiva con el tema de la crucifixi¨®n de Cristo
Este fervor imposible de Bacon por el Renacimiento puede conducirnos al que a m¨ª me parece el m¨¢s claro precedente del pintor, ese viejo Miguel ?ngel del Juicio Final que tras sentir la fascinaci¨®n florentina por la belleza f¨ªsica expresa el horror corporal y que no duda en autorretratarse pat¨¦ticamente en el pellejo de San Bartolom¨¦. Si observamos este autorretrato, sus facciones sin carne, su distorsi¨®n virulenta, su mirada perdida en medio del naufragio, podr¨ªamos apostar que Francis Bacon esta ah¨ª casi entero con siglos de anticipaci¨®n.
Es verdad que, m¨¢s cercanos en el tiempo, est¨¢n los surrealistas a los que sigue en su desprecio por la realidad aparente o los expresionistas, de los que aprende la violencia de la mirada y del trazo, o Picasso, sobre todo el Picasso cubista, que le revela una nueva arquitectura corporal, o Munch, cuyas m¨¢scaras hace suyas, o Goya, el m¨¢s confesadamente pr¨®ximo, en especial tras la revelaci¨®n de las Pinturas Negras o, desde luego, Rembrandt, cuya Lecci¨®n de anatom¨ªa ser¨¢ llevada hasta las ¨²ltimas consecuencias. No obstante, tal vez ninguna obra como el autorretrato descarnado de Miguel ?ngel nos sugiere con tanta fuerza sint¨¦tica la doble faceta de sacrificador y de sacrificado que Francis Bacon se exig¨ªa en su pintura.
Naturalmente las diferencias tambi¨¦n son evidentes. La furia sacrificadora del anciano Miguel ?ngel procede de su angustia religiosa. El viejo artista ya no puede creer en las resplandecientes ideas sobre la armon¨ªa a las que fue introducido en su juventud por los neoplat¨®nicos de Lorenzo de Medici: tras la exaltaci¨®n del cuerpo ha llegado el momento del sacrificio expiatorio para salvar el alma. En sus esculturas finales Miguel ?ngel ejerce al un¨ªsono de verdugo y de v¨ªctima. El resultado todav¨ªa hoy despierta enconadas discusiones por su car¨¢cter visionario respecto al futuro del arte.
Anatom¨ªas inacabadas, cuerpos troceados. Francis Bacon empieza por donde Miguel ?ngel ha terminado. Su arte tambi¨¦n est¨¢ vinculado al sacrificio pero la naturaleza de este sacrificio es completamente distinta. El viejo Bacon, seg¨²n propias declaraciones, lo ¨²ltimo que espera es salvar un alma en la que nunca ha cre¨ªdo; el joven Bacon tampoco, previamente, se hab¨ªa hecho grandes ilusiones en medio de la Europa ensangrentada en la que se hace pintor. Su sacrificio, identificado con su arte, es el de un hombre solitario, insatisfecho, que crece entre ¨¦xitos profesionales y amores miserables, depredador y presa simult¨¢neamente.
Sin ideales a los que acogerse y sin morales a las que agarrarse el talento de Bacon se dirige a la exploraci¨®n de la carne. Si sus maestros renacentistas trataban de conseguir los cad¨¢veres de los condenados para estudiar la anatom¨ªa humana, para poder as¨ª expresar el esp¨ªritu a trav¨¦s del cuerpo, como defiende Leonardo, Francis Bacon se abalanza sobre sus modelos para rescatar el caos, que late en su interior. En la excitada desesperaci¨®n del pintor no hay lugar para el esp¨ªritu. El hombre es ¨²nicamente caos. Como el sexo, que lo mueve, como la muerte, que lo engulle. Como el mundo, en definitiva.
La reiteraci¨®n del sacrificio en la pintura de Bacon explica su dependencia casi obsesiva con respecto al motivo de la crucifixi¨®n. Desde 1933 pero sobre todo desde Tres estudios con figuras y una crucifixi¨®n, de 1944, este tema se va enriqueciendo paulatinamente hasta convertirse en central. Tambi¨¦n en este caso el artista brit¨¢nico quiere poner en evidencia sus s¨®lidas conexiones con la tradici¨®n cl¨¢sica de la pintura europea. No obstante su Crucificado ofrece una radicalidad sin precedentes por su violencia casi insoportable. Tal vez s¨®lo el Crucificado de Gr¨¹newald, con su desasosegante tormento, sea el adecuado antecesor de los de Bacon.
A ¨¦ste le interesa remarcar la carnalidad violada de Cristo como manifestaci¨®n del dolor de la condici¨®n humana y de la brutalidad de una ¨¦poca cruzada por la guerra, la tortura y el exterminio. El artista mismo se presenta abiertamente como v¨ªctima propiciatoria: "Cada vez que entro en una carnicer¨ªa encuentro extraordinario no estar en el lugar del animal". El Crucificado de Bacon se confunde con el animal colgado sobre el mostrador de la carnicer¨ªa como si hubiera una ininterrumpida continuidad en el sufrimiento de la carne. Esta perseguida confusi¨®n se hace expl¨ªcita en la c¨¦lebre obra titulada Painting, de 1946, quiz¨¢ la m¨¢s determinada para la consagraci¨®n del artista al ser adquirida pocos a?os despu¨¦s por el MoMA de Nueva York: en un G¨®lgota atrapado en la atm¨®sfera claustrof¨®bica de una carnicer¨ªa un buey, abierto en canal, se nos muestra como Cristo en la cruz.
Pese a todo la exploraci¨®n de la carne, aunque volcada siempre hacia el lado oscuro del ser humano, tiene la recompensa de extraer la belleza sombr¨ªa del caos. Para avanzar en esta direcci¨®n Bacon utiliza, como aliados, los recursos tecnol¨®gicos modernos. Frente a otros pintores, que lo juzgan negativamente, adora el ojo fr¨ªo y neutral de la c¨¢mara fotogr¨¢fica. El pincel, convertido en bistur¨ª, opera quir¨²rgicamente el cuerpo, lo despedaza para, liberado su caos interno, recomponerlo otra vez. En esa aventura llega un momento en el que al artista no le valen s¨®lo los modelos de carne y hueso. Necesita ir m¨¢s all¨¢, necesita ver en su interior. Los talleres en los que trabaja Bacon, que siempre reproducen el caos que le obsesiona y magnetiza, acaban repletos de esos retratos de las entra?as, las radiograf¨ªas m¨¦dicas -con especial predilecci¨®n por las dentarias-, que constituyen sus gu¨ªas para acceder al interior de la carne.
Al fin y al cabo, Francis Bacon es por encima de todo un retratista excepcional que parte, como en las distintas facetas de sus pinturas, de la concepci¨®n cl¨¢sica para demostrar, al final del recorrido, la subversi¨®n del cuerpo. No hay mejor ejemplo de este camino singular en la pintura moderna que sus variaciones alrededor de El Papa Inocencio X de su amado Vel¨¢zquez. Creo que quien quiera comprender, de un solo golpe, la evoluci¨®n de la visi¨®n pict¨®rica europea puede contrastar ambas representaciones. El retrato velazque?o es en cierto modo la culminaci¨®n del ojo centr¨ªpeto del Renacimiento, un ojo deseoso y necesitado de armon¨ªa. En relaci¨®n a ¨¦l Bacon aparece como un fin de trayecto. Y no obstante hay una belleza enigm¨¢tica en su laberinto de cuerpos despedazados y en esa mirada, err¨¢tica, condenada a la dispersi¨®n.
Rafael Argullol es escritor.
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