Ofelia, pr¨ªncipe de Dinamarca
?Se acuerdan de Infierno, espect¨¢culo inspirado en la La divina comedia? All¨ª, Tomaz Pandur forr¨® de cristales espejados las paredes del Teatro Mar¨ªa Guerrero, que parec¨ªa un peque?o Azca interior. En este Hamlet, ha inundado el suelo esc¨¦nico del Matadero de Legazpi con una gran l¨¢mina de agua. En medio, sobre un muelle con pasarelas en forma de semicruz gamada, los cortesanos daneses son cisnes de un estanque artificial. La corrupci¨®n moral florece en aguas tranquilas. Al otro lado del canal, en la Francia a la que marcha Laertes, est¨¢n los espectadores.
Los montajes de Tomaz Pandur entran por los ojos. De los cuatro suyos que hemos visto en Madrid, ¨¦ste es el que tiene una producci¨®n mayor, el m¨¢s pulido y fotog¨¦nico. Ante sus dos primeras escenas, donde se pasa del plano general al panor¨¢mico, escuchando los di¨¢logos amplificados sobre un fondo musical permanente, pensaba en c¨®mo el teatro se ha ido apropiando del lenguaje cinematogr¨¢fico. Cine y teatro acabar¨¢n confluyendo, o el segundo lanzar¨¢ una OPA sobre el primero. Al tiempo.
El trabajo de Pandur gira sobre dos ejes. Uno es, claro, Blanca Portillo, protagonista proteica y motor de cuanto sucede. El otro es el equipo art¨ªstico-t¨¦cnico del que se ha sabido rodear. Empezando por Numen, estudio integrado por un tr¨ªo de dise?adores y arquitectos, art¨ªfices de una escenograf¨ªa de enorme fuerza pl¨¢stica, y por Juan G¨®mez Cornejo, que con la luz crea espacios, y los disuelve. Entrambos, le dan a todo esa factura que tienen las grandes producciones centroeuropeas. Colocan, por ejemplo, un cortinaje de veinte metros que recorre Elsinor como un personaje m¨¢s, y una enorme mesa luminescente, similar a la que sacaba Georges Lavaudant en La rosa y el hacha.
Hay tambi¨¦n dos pares de mellizos (Rosencrantz y Guildenstern, multiplicados), vestidos de personajes de Magritte; un desnudo tendido, r¨¦plica masculina de La venus del espejo velazque?a; docena y media de manzanas verde doncella ahogadas, que evocan la suerte de la Ofelia nen¨²far de John Everett Millais, y muchachos uniformados con una cruz roja sobre brazalete negro, escapados del Mephisto de Klaus Mann. Qui¨¦n guste de la belleza per se, encontrar¨¢ donde mirar a cada instante.
Quien ame la palabra matizada, colocada con intenci¨®n, escuchar¨¢ tiradas de texto dichas con ¨¦nfasis, o coloquialmente, sin escalas. El di¨¢logo entre Polonio y Hamlet, que debiera ser puro humor, y burla, es solemne como misa de difuntos. Hay algo en este espect¨¢culo que pesa: quiz¨¢ la voluntad de ir m¨¢s all¨¢ de lo que cuenta Shakespeare, de usar el alambique conceptual donde bastar¨ªa dar un buen sorbo de emoci¨®n. Sin humor no hay tragedia, y la m¨²sica, omnipresente, tinta Hamlet de melodrama. ?Ah, Blanca Portillo! Est¨¢ intratable en el papel del pr¨ªncipe, dice el mon¨®logo famoso desnuda; y otro m¨¢s, colgada boca abajo, mantiene un gran duelo a espada con Quim Guti¨¦rrez y cataliza la acci¨®n durante cerca de cuatro horas. Sin ella, tanta belleza ser¨ªa volutas de humo de pajas.
Babelia
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