Maestro blasfemo
Un "Dios luterano y barrigudo" dentro del joven Updike le observaba con desprecio mientras luchaba para dejar de fumar. Muchos a?os despu¨¦s, un Updike m¨¢s viejo, que hab¨ªa dejado el alcohol, el caf¨¦ y la sal, puso en la boca de ese Dios las palabras de Federico el Grande cuando humill¨® a sus soldados, que no se atrev¨ªan a entrar en batalla: "?Es que acaso quer¨¦is vivir para siempre, perros?". Pero apart¨® todas las sustancias que animaban su vida, y la escritura se convirti¨® en "el ¨²nico vicio que me queda. Es una adicci¨®n, una liberaci¨®n ilusoria, una osada domesticaci¨®n de la realidad". Por las ma?anas, pod¨ªa escribir "tranquilamente" de lo que en la oscuridad no era capaz de contemplar sin "volverse, lleno de p¨¢nico, hacia Dios". La realidad llana y simple era "insoportablemente pesada, con la carga de nuestra muerte personal. La escritura, que aligera el mundo -porque lo codifica, lo distorsiona, lo embellece y lo verbaliza-, se aproxima a la blasfemia".
Las letras estadounidenses se han convertido en una llanura plana, con un solo promontorio vigilado por Roth
Era un hombre muy privado, culto, generoso, educado, pod¨ªa pedir perd¨®n por responder a una carta a vuelta de correo
Ahora, este maestro blasfemo, cuyos esquemas y hermosos conceptos literarios parec¨ªan a veces casi shakespearianos, ha muerto, y las letras estadounidenses, privadas en a?os recientes de dos gigantes como Bellow y Mailer, se han convertido en una llanura plana, con un solo promontorio vigilado por Roth. Nos acercamos al fin de la edad de oro de la novela norteamericana en la segunda mitad del siglo XX. Henry Bech, el remoto ¨¢lter ego jud¨ªo de Updike, nunca inmune a ataques de ansiedad de clase, reflexionaba sobre las pobladas hordas de contempor¨¢neos llenos de talento y despreciados: "Quienes no parec¨ªan, como John Irving y John Fowles, llenos de verborrea y dotados de un m¨¦todo reaccionario y dickensiano, resultaban, como John Hawkes y John Barth, soberbios y herm¨¦ticamente experimentales. O'Hara, Hersey, Cheever, Updike: todos ellos viv¨ªan a salvo en zonas residenciales mientras los barrios bajos del arte se desintegraban. Y eso, para no hablar m¨¢s que de los Johns".
A Updike, el m¨¢s luterano de los escritores, movido por la curiosidad intelectual toda su vida, la ciencia le inquietaba como Dios inquieta a otros. Cuando le parec¨ªa bien, pod¨ªa f¨¢cilmente absorber y admirar la f¨ªsica, la biolog¨ªa y la astronom¨ªa, pero ten¨ªa una incapacidad cong¨¦nita de "dar el salto a la falta de fe". La "carga" de la muerte personal no se lo permit¨ªa, y esa tensi¨®n entre la apertura intelectual y el temor metaf¨ªsico es fuente de mucha seriedad y mucho humor negro.
En un relato corto de 1984, The wallet (La cartera), Mr. Fulham, que, seg¨²n se nos dice en la primera frase, "se hab¨ªa montado una vida agradable", experimenta terrores mortales cuando lleva a sus nietos a un cine cercano. Mientras "las naves gal¨¢cticas libraban batallas de efectos especiales" queda al descubierto "la aut¨¦ntica situaci¨®n" de Fulham "en el tiempo y el espacio": "Una mota consciente, ya en su s¨¦ptima d¨¦cada, un cuerpo mortal preparado para unirse a los minerales, un miembro de una civilizaci¨®n perdida que existi¨® en otro tiempo sobre un continente m¨®vil". Esta "posesi¨®n solitaria" de su propia existencia, concluye, es "asquerosamente seria".
Dios no aparece en esta historia, pero es poco probable que un ateo hubiera podido conjurar tantas cosas a partir de los peque?os problemas dom¨¦sticos que siguen. Primero, no llega por correo un cheque cuantioso, "de seis cifras", los beneficios de una serie de inversiones astutas. Fulham hace un mont¨®n de llamadas telef¨®nicas a la empresa en Houston y el asunto empieza a preocuparle demasiado: "Durmi¨® mal, nervioso por la injusticia". Sospecha que ha habido un ladr¨®n, un "delincuente", o que existe un fallo en el est¨²pido sistema. Le atormenta la "indignante falta de responsabilidad c¨®smica".
Entonces, el "delincuente" vuelve a actuar. Su cartera -"un anexo amistoso de su persona"- desaparece. Updike, como es normal en ¨¦l, enumera minuciosamente y en tono sat¨ªrico el contenido: tarjetas sanitarias y de pertenencia a varias entidades, los invalorables recortes, fotograf¨ªas de la familia y de una amante de hace mucho tiempo, recibos obsoletos. ?Qui¨¦n no ha buscado en vano como Fulham, qui¨¦n no ha vuelto lleno de superstici¨®n a los mismos lugares, qui¨¦n no ha intentado revivir el despreocupado yo del pasado? Pero "la inexistencia de la cartera reson¨® por las habitaciones como un disparo de pistola que deja sordera en su estela". Desesperado, Fulham exclama a su mujer: "Sin la cartera, no soy nada". Hab¨ªa hablado sin pensar pero, una vez dichas, se dio cuenta de que sus palabras eran verdad: sin la cartera, era un fantasma que revoloteaba en una casa sin paredes.
Al final aparece el cheque, pero cuando ya se ha anulado, y la nieta encuentra la cartera, pero cuando ya se han bloqueado las cuentas. Las noches son m¨¢s frescas, y en Fulham hay algo que ha cambiado. Ha tenido una experiencia cercana a la muerte, un ensayo, y ahora se ha reconciliado con la idea de su fin.
Como muchas cosas que parecen laicas en Updike, este relato est¨¢ impregnado de su seriedad religiosa, el esp¨ªritu que Larkin, que era ateo, reconoci¨® en su famosa descripci¨®n de una iglesia como "una casa seria sobre un terreno serio...". No es casual que los momentos de p¨¢nico de Fulham le sobrevengan en un cine. Al comienzo de una de las novelas importantes de Updike, La belleza de los lirios, se est¨¢ rodando una pel¨ªcula y, al mismo tiempo, un cl¨¦rigo est¨¢ perdiendo la fe y se enfrenta al "sangriento ego¨ªsmo de un caos c¨®smico". Para Updike, el cine y su hija malcriada, la televisi¨®n, "se convirtieron en nuestra religi¨®n". No es una observaci¨®n cr¨ªtica; en su juventud, "el cine era lo que me conmov¨ªa y lo que me daba algo por lo que vivir, a lo que aspirar".
Y el cine fue sobre todo, para el joven Updike, una exploraci¨®n de los contactos sexuales. En su escritura estuvo, desde el principio, esa elogiada o criticada capacidad de ofrecer descripciones minuciosas, cl¨ªnicas, dolorosas y c¨®micamente sinceras, llenas de intensidad visual, de hombres y mujeres haciendo el amor. Por pasajera o desastrosa que sea la relaci¨®n, siempre rondan las sombras metaf¨ªsicas, siempre interviene la misma seriedad. "La naturaleza nos tienta con el sexo para hacer que sigamos caminando hacia el abismo", reflexiona Piet en Parejas. Cuando hace el amor en el exterior con Georgene -"un labio de resistencia, luego una profundidad tranquilizadora, en la que deslizarse paso a paso"-, le preocupa que "est¨¢ bajo la mirada de Dios".
Esa mirada registradora e implacable hizo que Updike fuera impopular entre algunas lectoras, sobre todo en los primeros a?os de la Teor¨ªa, cuando estaba de moda hablar de la "mirada masculina". Piet advierte en la desnudez de Foxy "la carne de gallina y la aspereza de sus nalgas, el desagradable gris de sus axilas afeitadas...". Pero en Updike, como en la vida, los cuerpos son pocas veces perfectos, a diferencia del cine; es realismo de ficci¨®n, y la carne de gallina no impide el placer trascendental de los amantes. Mientras ella le hace una felaci¨®n "perezosa", ¨¦l le peina el precioso cabello y reflexiona sobre "su co?o de coral, entre coral y burdeos, con su M, o W, de vello en forma de pensamiento". Luego, se le ocurre que las bocas son nobles. "Act¨²an en la zona del cerebro. Nuestros genitales se acoplan abajo, como campesinos, pero, cuando la boca tiene a bien, la mente y el cuerpo se maridan".
En su ¨²ltima novela, The widows of Eastwick [Las viudas de Eastwick], Updike establece un di¨¢logo juguet¨®n con las mujeres que le critican a trav¨¦s de su personaje Sukie, la autora de novelas rom¨¢nticas. Sukie elimina de una obra que est¨¢ escribiendo un fragmento sobre u?as cuidadosamente pulidas que se clavaban "en la espalda ancha y palpitante de H¨¦rcules". Se dice a s¨ª misma que una novela rom¨¢ntica como es debido nunca se detiene en los detalles sexuales, porque podr¨ªa perder "el sector demogr¨¢fico al que va dirigida, las mujeres so?adoras e insatisfechas... Las mujeres conocen la realidad, pero no quieren que se la detallen".
En realidad, la mirada serena e impasible de Updike no se dirige s¨®lo sobre las mujeres, y no se limita a lo f¨ªsico. En La versi¨®n de Roger, cuando Lambert miente a su mujer para ocultar una infidelidad, lo hace "confiando en que mi rostro, ese traidor tan sensible, me respalde". Y no existe un personaje con m¨¢s faltas ni m¨¢s expuesto en la ficci¨®n moderna que Harry Conejo Angstrom. La tetralog¨ªa no s¨®lo describe desde dentro las grandes y peque?as deshonestidades de un hombre moderno, sus autoenga?os, sus argucias y su torpe pasividad, sino que muestra, a lo largo de cuatro novelas y m¨¢s de 30 a?os, un lento deterioro f¨ªsico y mental acelerado por la pereza, la comida basura y la prosperidad estadounidense.
La tetralog¨ªa de Conejo es la obra maestra de Updike y ser¨¢ probablemente su monumento. En todos sus detalles, m¨¢s hogare?os o m¨¢s duros, y en todos sus territorios, el trabajo, la pol¨ªtica, la jubilaci¨®n y, sobre todo, el sexo, lo metaf¨ªsico siempre est¨¢ presente, a veces como un mero reflejo enterrado en una frase, otras veces de forma c¨®mica y descarada. En la primera novela, Corre Conejo, cuando el joven Harry, cajista y ex jugador de b¨¦isbol, se acuesta con Ruth, una prostituta de pueblo, sus sesiones se ven interrumpidas por un debate teol¨®gico visceral sobre la existencia de Dios, inspirado por la gente que acude a la iglesia bajo la ventana. Harry, por supuesto, est¨¢ de parte de Dios; "La idea de hacerlo mientras se llenan las iglesias le excita".
Muchos a?os despu¨¦s, est¨¢ en la mesa de operaciones, contemplando sus propias entra?as en una pantalla (El show de Conejo Angstrom), rodeado de m¨¢quinas y m¨¦dicos tecn¨®cratas y sus adl¨¢teres que "se inclinan entre murmullos sobre el cuerpo de Harry, cubierto con una s¨¢bana y con las partes estrat¨¦gicas expuestas", mientras llevan a cabo una angioplastia de tres horas y media despu¨¦s de su ataque al coraz¨®n. La escena est¨¢ llena de las mejores cualidades de Updike. "El espectro oscuro y mec¨¢nicamente preciso del cat¨¦ter es el gusano de la muerte en su interior. La tecnolog¨ªa imp¨ªa est¨¢ jodiendo los tubos h¨²medos y pulsantes que heredamos del calamar, el co?o sin huesos de los mares". La experiencia es profundamente desagradable, "como si su pecho estuviera coci¨¦ndose en un microondas. Jes¨²s". Cierra sus ojos unas cuantas veces e intenta rezar, "pero parece una ocasi¨®n impropia, hay demasiados elementos del mundo material. Ning¨²n viejo y menudo Dios b¨ªblico se atrever¨ªa a interferir". El ¨²nico consuelo es que su m¨¦dico es jud¨ªo, porque Harry tiene "un prejuicio gentil de que los jud¨ªos hacen todo un poco mejor que los dem¨¢s, algo relacionado con todas esas generaciones encorvadas sobre el Talmud y las mesas de relojero, no se distraen tanto como otras religiones, no aspiran a divertirse tanto. Se mantienen apartados del alcohol y la droga y s¨®lo tienen debilidad... por las t¨ªas".
Como Bellow, el ¨²nico equiparable a ¨¦l en este aspecto, Updike es un maestro de la capacidad de pasar sin esfuerzo de la tercera persona a la primera, de la densidad metaf¨®rica de la prosa literaria a lo popular, del detalle espec¨ªfico a la amplia generalizaci¨®n, de lo real a lo sobrenatural, de lo terror¨ªfico a lo c¨®mico. Para lograr sus prop¨®sitos, Updike invent¨® un estilo de narraci¨®n, un intenso tiempo presente, un estilo indirecto libre, que puede saltar, cuando quiere, a la imagen de Harry desde la perspectiva de Dios, o a la visi¨®n de su sufrida esposa, Janice, o su hijo tan injustamente tratado, Nelson. Esta maquinaria cuidadosamente elaborada permite plantear hip¨®tesis de teor¨ªa evolutiva, que son m¨¢s de Updike que de Harry, y generalizaciones c¨®micas sobre los jud¨ªos, que son m¨¢s de Harry que de Updike.
Todo esto es una de las cualidades fundamentales de la tetralog¨ªa. Updike dijo en una ocasi¨®n que los libros de Conejo eran un ejercicio de punto de vista. Fue una afirmaci¨®n t¨ªpicamente humilde, pero que conten¨ªa algo de verdad. La educaci¨®n de Harry llega s¨®lo hasta el bachillerato, y sus ideas est¨¢n limitadas adem¨¢s por una serie de prejuicios y un esp¨ªritu terco y combativo, y, sin embargo, sirve de veh¨ªculo para una meditaci¨®n de medio mill¨®n de palabras sobre las ansiedades, los fracasos y la prosperidad de Estados Unidos en la posguerra. Hab¨ªa que idear un modo de hacer eso posible, y eso significaba forzar los l¨ªmites del realismo. En una novela como ¨¦sta, insist¨ªa Updike, hay que ser generoso y otorgar elocuencia a los personajes, "y no reducirlos al que uno crea que es su tama?o adecuado". Tambi¨¦n ten¨ªa claro que todos percibimos m¨¢s de lo que podemos expresar con palabras, y nunca olvidaba el ejemplo de Joyce y su "gran intento de capturar c¨®mo recorremos la vida".
Los tres libros de Bech, que Updike siempre agrupaba con sus relatos cortos, poseen t¨ªtulos aliterativos, como la tetralog¨ªa, y hoy se leen como una trilog¨ªa de un talento c¨®mico peculiar. Henry Bech es un escritor estadounidense, jud¨ªo, cuya carrera asciende, entra en una decadencia horrible y vuelve a ascender hasta alcanzar el Premio Nobel que su creador nunca recibi¨®. En uno de los ¨²ltimos episodios, Bech Noir, Henry decide -cosa bastante poco cre¨ªble- asesinar a los cr¨ªticos que le han ofendido a lo largo de su vida. Un sobre envenenado dirigido al propio remitente y un discreto empuj¨®n en un and¨¦n abarrotado de metro sirven para deshacerse de dos de ellos con facilidad. Para acabar con otro, Bech se disfraza con capa y m¨¢scara, se arma de una pistola con silenciador, sube por una escalera de incendios con su c¨®mplice, su amante actual, vestida con una malla, y se dispone a matar a Orlando Cohen, un anciano que sufre enfisema, cuya casta ambici¨®n era ser "el adjudicador supremo" de la literatura norteamericana y que se hab¨ªa "negado a otorgar a Bech un hueco, ni siquiera peque?o, en el canon".
Encuentran a un Cohen flaco y d¨¦bil, con una m¨¢scara de ox¨ªgeno y un volumen de los Escritos selectos de Walter Benjamin en el regazo. Es una escena de alta comedia y de comedia negra, pero eso no impide que el cr¨ªtico, minutos antes de morir, muestre su duro desprecio por la obra de Bech porque no ha sabido comprender Am¨¦rica. Bech no ha sabido entender que su naturaleza fundamental es protestante. Los primeros colonos pensaron que el Esp¨ªritu Santo les hab¨ªa enviado a una tierra prometida. Respirando con gran esfuerzo, Cohen pronuncia: "El Esp¨ªritu Santo... ?qui¨¦n demonios es? Una paloma, nada m¨¢s
... pero esa condenada fe... Bech
... cuando se apaga... deja un punto muerto. Lo quieras o no... un punto muerto. Ah¨ª es donde est¨¢ Am¨¦rica
... en ese punto muerto".
Bech no supo encontrar ese punto, pero su creador lo hab¨ªa convertido en su tema fundamental hac¨ªa mucho tiempo. El punto muerto era el barrio deprimido y arruinado de La versi¨®n de Roger, un paisaje deteriorado por el que un profesor de teolog¨ªa da un paseo de 30 p¨¢ginas, una de las mejores situaciones de toda su obra; el punto muerto era el centro sombr¨ªo de decenas de novelas y relatos, estaba en las carreteras, en los centros comerciales, los ni?os teleadictos, la comida basura, las inmensas zonas residenciales de las afueras con sus intrigas despiadadas y su b¨²squeda del ¨¦xtasis en relaciones impacientes y esperanzadas, los complicados divorcios y los hijos perjudicados, la separaci¨®n racial, la turbia pol¨ªtica filtrada a trav¨¦s de las pantallas de televisi¨®n, la confusi¨®n nacional cuando la industria entr¨® en decadencia y los japoneses llegaron con sus coches m¨¢s baratos.
Ese punto muerto se explora y se palpa en la omnipresente metaf¨ªsica, el sentimiento religioso frustrado, o en momentos en los que un burgu¨¦s desnaturalizado mira hacia arriba, m¨¢s all¨¢ de los postes y los cables de tel¨¦grafo, y se da cuenta de que la primavera est¨¢ a punto de llegar, y experimenta una sacudida de entusiasmo que queda r¨¢pidamente apagada; o cuando Harry Angstrom, mientras espera su servicio en un partido de tenis entre amigos, piensa en el n¨²mero creciente de muertos en su vida y siente camarader¨ªa respecto a sus amigos y afecto por las copas de los ¨¢rboles que lo rodean, pero no sabe el nombre de ning¨²n ¨¢rbol, nunca lee un libro, no sabe nada y tiene la sensaci¨®n de que su vida est¨¢ gastada.
En Updike, siempre hay un toque de comedia o travesura en esos momentos de derechos frustrados. Un gran escritor no puede evitar mostrarnos que existe algo extra?amente c¨®mico o gracioso en una frase perfecta; el an¨¢lisis preciso de un momento humano va acompa?ado de generosidad y cari?o, y suscita una sonrisa de reconocimiento. Un beb¨¦ se hace un "tirabuz¨®n" en brazos de su padre; unos reci¨¦n casados parecen "cuidarse a s¨ª mismos, como gladiolos"; cuando las avalanchas de caos social de los sesenta invaden el hogar marital de Harry y la casa se llena de visitantes inesperados y, en plena noche, tiene que hacer el amor con su nueva amante en silencio, Updike hace notar que "las habitaciones son cuadrantes de un coraz¨®n susurrante", una observaci¨®n dulcemente a?adida que encuentra su expresi¨®n en un pent¨¢metro y¨¢mbico.
La obra de Updike es tan vasta, tan variada y tan rica, que tardaremos a?os en captar toda su medida. Hemos pasado tanto tiempo, todas nuestras vidas, esperando su nueva novela, o relato, o ensayo, que no parece posible que este r¨ªo de invenciones se haya detenido de pronto. Estamos verdaderamente desconsolados por el hecho de que este hombre reticente y amable, de feroz ¨¦tica de trabajo y facilidad sobrehumana, no vaya a escribir m¨¢s para nosotros. Era un hombre muy privado, culto, generoso, educado, el tipo de persona que pod¨ªa pedir perd¨®n por responder a una carta a vuelta de correo porque era la ¨²nica forma de mantener su mesa despejada.
Al contrario de lo que podr¨ªa indicar su obra, en la vida real, John Updike estaba totalmente dedicado a su enorme familia, repartida en varias generaciones, as¨ª que, por qu¨¦ no dejar que sea uno de sus personajes m¨¢s j¨®venes el que se despida en su nombre. Cuando Henry Bech sube al estrado en Estocolmo para pronunciar su discurso de aceptaci¨®n del Nobel lleva en brazos, apoyada en su cadera, a su hija de un a?o. La ni?a se retuerce con impaciencia durante el discurso y, cuando ve que por fin ha terminado, agarra el micr¨®fono "con los dedos medio cerrados y llenos de babas, como si quisiera arrancar la gruesa bola de metal". Bech siente el calor de su cabecita, inhala "el aroma a polvos de talco de su cuero cabelludo... Entonces, ella levant¨® la mano derecha, a la vista de todos, e hizo ese suave abrir y cerrar de dedos que significa adi¨®s". -
Traducci¨®n de Mar¨ªa Luisa Rodr¨ªguez Tapia. The widows of Eastwick. John Updike. Knopf, 2008. 320 p¨¢ginas. Tusquets publicar¨¢ el libro en espa?ol y Bromera en catal¨¢n.
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