Quien bien te quiere te har¨¢ llorar
No me gusta ver documentales sobre gorilas, chimpanc¨¦s o bonobos porque lloro. Tambi¨¦n llor¨¦ cuando, al llevarse al Parlamento espa?ol la propuesta de adhesi¨®n al Proyecto Gran Simio, hubo quien tuvo el cuajo de afirmar que se trataba de artima?as de la izquierda na?f para desviar la atenci¨®n de los problemas verdaderos. Ah, siempre la misma estupidez. Espa?a ha sido rica en leyendas destinadas a desacreditar al amante de los animales: la ancianita inglesa que mima a los gatos e ignora al moribundo que agoniza en la acera; el dictador genocida que llora por la muerte de su perro; la millonaria solterona que deja su fortuna a una asociaci¨®n protectora de animales. Es una verdad a medias: no digo que estas historias no hayan existido sino que aqu¨ª se argumentan como prueba de que amar a un animal es algo infantiloide y se mete en el mismo saco a las locas de las palomas o de los gatos con aquellos que simplemente creen en una igualdad de derechos b¨¢sicos. Hace unos d¨ªas, en Stamford, una localidad de Connecticut, ese Estado en el que tantos neoyorquinos abrazan la naturaleza los fines de semana, Philip Roth agranda su obra y los ricos su fortuna, una chimpanc¨¦ llamada Travis atac¨® brutalmente a su ama, Sandra Herold. Al parecer, a Travis le mosque¨® enormemente que la se?ora Herold hubiera cambiado su peinado habitual, que deb¨ªa ser tan caracter¨ªstico como el de la Reina Sof¨ªa. Sin bromas. La chimpanc¨¦ mont¨® en c¨®lera y le peg¨® un zarpazo a su amada ama que le arranc¨® media cara. El suceso ha impactado en el pa¨ªs en el que la mona Chita, que no era mona sino chimpanc¨¦ y no era hembra sino var¨®n, muri¨® fumando puros en su piscina de Beverly Hills y es h¨¦roe nacional. El mismo pa¨ªs en el que los animales fueron inmortalizados a trav¨¦s de la ficci¨®n: el Pato Donald, Bambi, Mickey Mouse, el Correcaminos o el Oso Yogui, y all¨ª donde se creara el personaje simiesco m¨¢s dram¨¢tico, King Kong, que aun teniendo mucho de melodrama y de erotismo encubierto (las miradas entre Kong y Jessica Lange est¨¢n llenas de lascivia), defend¨ªa la idea, relativamente moderna, de que los animales no han de ser queridos a la manera en que los humanos entendemos el cari?o, sino a la que exige su naturaleza salvaje. Charles Siebert, un experto en el nuevo entendimiento de la vida animal, reflexionaba a ra¨ªz de este suceso, acerca de los tres mil chimpanc¨¦s que en su pa¨ªs habitan en circos, en casas particulares, que son alquilados para espect¨¢culos y que acaban teniendo, casi por norma, finales tr¨¢gicos. Hablaba de esos falsos amantes de los animales que se compran un simio cuando es una cr¨ªa, le ense?an mil tonter¨ªas, a cocinar, a preparar c¨®cteles, a dormir en camita y luego, cuando el bicho se hace grande y tiene el celo y una fuerza sobrehumana, lo abandonan (porque es abandono) en cualquier reserva a merced de buena o de mala gente. En algunos casos, se trata de honestos cuidadores, pero el mal ya est¨¢ hecho; el animal, educado a vivir en cautividad y sin haber tenido m¨¢s relaci¨®n social que con los humanos, entra en un estado de melancol¨ªa y, de alguna manera, se podr¨ªa decir que acaba convirti¨¦ndose en un salvaje entre los suyos. Ellos, los simios, dice Siebert, no quieren tener nombre propio sino un bosque, no quieren ser queridos como humanos sino como hom¨ªnidos. Es una tragedia que parece imparable; por eso, cada vez que veo un documental sobre chimpanc¨¦s, se me saltan las l¨¢grimas, como si reconociera a alguien de mi familia (lo es) en su mirada, y pudiera adivinar el desamparo, la depresi¨®n, la neurosis, que acaban padeciendo por la vida a la que les arrojan sus amantes o sus verdugos. En otras ocasiones, la visi¨®n es a¨²n m¨¢s insoportable: las garras convertidas en ceniceros. Deber¨ªa acostumbrarme, he nacido en el pa¨ªs en el que no son pocos los bares que se adornan con cabezas de toro, donde los cazadores (a veces ilustres) se hacen fotos con los cuernos de la presa que acaban de matar, y donde se mantiene la leyenda de que quien m¨¢s ama a un animal es aquel que lo mata. Lo dice el m¨¢s cruel de nuestros refranes: "Quien bien te quiere te har¨¢ llorar". Pero soy optimista, aunque s¨®lo sea porque recuerdo la manera en la que ve¨ªa tratar a los animales cuando era ni?a; las torturas a las que los cr¨ªos somet¨ªan a los bichos, algo que se entend¨ªa como parte natural de los juegos infantiles; las brutalidades de los encierros o las pedradas a los perros callejeros. Soy optimista. Relativamente, claro. No es improbable, por ejemplo, que los simios desaparezcan. El m¨ªo es, por as¨ª decirlo, un optimismo a ras de suelo, el que experiment¨¦ esta semana, cuando entrando a las Galer¨ªas Piquer, en Lavapi¨¦s, respir¨¦ la tranquilidad de un d¨ªa de diario, a salvo de la bulla del Rastro. Los anticuarios hab¨ªan sacado las sillas a la puerta y disfrutaban de este sol tan deseado junto a sus perros. Qu¨¦ sosiego. Me agach¨¦ para contemplar de cerca el sue?o de un galgo. Era hembra. Bajo el collar ten¨ªa grabada la tremenda hendidura de una soga. Al acariciarle la cara el animal me bes¨® la mano.
Espa?a ha sido rica en leyendas destinadas siempre a desacreditar a los amantes de los animales
Dentro de cien a?os se contemplar¨¢ con horror la arrogancia con la que nos cre¨ªmos los due?os de la tierra
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