Generaci¨®n escualo
Si una pel¨ªcula marc¨® a fuego a quienes -como yo- la vimos de estreno fue Tibur¨®n, de Steven Spielberg. Las andanzas de un jaquet¨®n de enormes proporciones, zamp¨¢ndose turistas a mansalva constituy¨® un trazo generacional para aquellos que despertamos a la adolescencia con los primeros compases de la transici¨®n. La simbiosis entre el pez asesino y el teniente coronel Tejero nos dej¨® el sistema nervioso por los suelos. Desde entonces, muchos a¨²n nos metemos en el mar con aversi¨®n, buscando aletas y tricornios en su superficie; o creemos ver sombras negras y ondulantes bajo las cloratadas aguas de una piscina.
Como en una catarsis colectiva, a la que sale el tema en una cena estival siempre hay alguien dispuesto a contar sus sustos marinos. Claro que, desechada la idea de demandar conjuntamente al director estadounidense, solemos rematar la conversaci¨®n con una tranquilizadora reflexi¨®n: en el Mediterr¨¢neo no hay tiburones, y menos en las playas de Barcelona. ?Ja! Si tuviesen a un padre aficionado a la pesca con ca?a sabr¨ªan que a finales de los a?os 20 fue mordido un pescador. Y que en plena posguerra, la Benem¨¦rita tuvo que tirotear alguna tintorera -o tibur¨®n azul- en nuestro querido puerto barcelon¨¦s. De hecho, dejando de lado a la temperamental Isabel -la hembra de tibur¨®n toro del acuario- la ciudad tiene sus propias historias con estos peces voraces.
Se dice que Felipe V hizo traer feroces tiburones de las Antillas para castigar a Barcelona
Ignoro si los pescadores de ostras que faenaban nuestro litoral -en tiempos de los romanos- ten¨ªan trifulcas con los escualos. No obstante, muchos no habr¨ªa cuando el primer Borb¨®n -Felipe V- hizo traer feroces ejemplares desde las Antillas. Esta conocida leyenda asegura que se trataba de un castigo por la resistencia de la ciudad en 1714. Por ello, las costas barcelonesas fueron sembradas con temibles depredadores encargados de arruinar la pesca local. Aunque la historia -dif¨ªcilmente ver¨ªdica- se apaciguaba al terminar su relato con la muerte de aquellas pobres criaturas, al no adaptarse a nuestras aguas. Quiz¨¢ por eso, hasta hace pocas d¨¦cadas, las noticias de tiburones eran escasas en la prensa, y la palabra s¨®lo se utilizaba para motejar a pol¨ªticos o a empresarios insaciables. Hasta tal punto llegaba la cosa que -a mediados de los a?os 60- la prensa lleg¨® a hacerse eco del sistema de un italiano para evitar ataques, que preconizaba agitar brazos y piernas, gritar bien alto y nadar con paso decidido y chulesco hacia el tibur¨®n de marras, sistema ideal para terminar sumariamente masticado.
La verdad es que no hay muchos percances comprobados frente a las costas catalanas. Los aficionados al submarinismo recuerdan dos incidentes, en 1974 y en 1982. Caso aparte merece el hallazgo de una tabla de surf mordida en El Prat de Llobregat, o el famoso episodio de Matar¨® en el que un buceador termin¨® herido; ambos en la d¨¦cada de 1980. M¨¢s recientemente -en 2002- fue pescado en el puerto barcelon¨¦s un inofensivo tibur¨®n peregrino de siete metros; durante el verano de 2007, muchos medios informativos dieron cuenta del n¨²mero anormalmente elevado de estos peces en el litoral catal¨¢n, y el a?o pasado fue capturado otro tibur¨®n peregrino, ¨¦ste frente a Badalona.
Comprender¨¢n que saber estas cosas no tranquiliza precisamente a los cuarentones. Aunque sepamos -tras toneladas de reportajes televisivos sobre el tema-, que los tiburones son m¨¢s buenos que el pan -pobrecillos-, que andan al borde de la extinci¨®n y que son una pieza clave para la supervivencia de los mares. S¨ª, ya lo sabemos, pero: ?nos ayuda eso cuando creemos ver algo en el agua y una helada gota de sudor nos recorre la nuca? En vez de al psic¨®logo, lo nuestro es de consulta de bi¨®logo marino.
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