Aires de grandeza
Aires de grandeza. Eso es lo que debo tener, pienso, mientras miro al Rey, que preside la mesa en la que como, y siento compasi¨®n por la vida que le ha tocado vivir. Supongo que para los detractores de la Corona, esta sensaci¨®n m¨ªa es un insulto al pueblo, ya que se supone que los Reyes son seres que s¨®lo viven para acumular privilegios; supongo que tambi¨¦n para ¨¦l, para el mismo Rey, ser¨ªa humillante si supiera que esta mujer que le observa desde el otro lado de la mesa siente algo parecido a la l¨¢stima por ¨¦l. Alargo el cuello, hago la gr¨²a, y la miro a ella, a la Reina, la veo afirmar con la cabeza, sonriente y con m¨¢s atenci¨®n que su marido, que a veces tiene la mirada brumosa; entonces, otra compasi¨®n del mismo calibre que la anterior me invade. No tengo a nadie a quien confes¨¢rselo; creo que en esta mesa de 100 personas que celebramos el Cervantes concedido a Juan Mars¨¦ no habr¨ªa casi nadie que pudiera compartir estas ideas que rumio. Unos pensar¨ªan que sentir pena de los Reyes es reaccionario, cursi o de una inaceptable humanidad. ?Pero no puedo evitarlo! S¨¦ que ahora mismo hay mendigos de solemnidad ah¨ª abajo en la plaza de Oriente, en el interior de los enormes setos que adornan el parque. S¨¦ que hay casi cuatro millones de parados, inmigrantes sin papeles, mileuristas sin esperanza. S¨¦ que hubo un culebr¨®n, los ricos tambi¨¦n lloran. S¨¦ que los intelectuales miran las l¨¢grimas de los Reyes con iron¨ªa. Bien. Sin embargo, yo, vi¨¦ndolos a ellos, experimento de una, a lo bestia, toda la fortuna de mi vida: la fortuna de no cargar sobre mis hombros con un destino familiar del que no poder zafarme; la alegr¨ªa de no ser el centro all¨ª donde vas; la ligereza de caminar por donde me da la gana; la libertad de poder expresar mis ideas sin que se cuestione mi derecho a hacerlo; el alivio de no tener que hacer el rendez-vous a mandatarios extranjeros, el co?azo de los viajes, el co?azo de los bailes regionales en todos los aeropuertos. ?Ja! No es que la desgracia ajena me haga sentir bien, aunque tambi¨¦n. Me veo aqu¨ª, sentadita en palacio: cuando quiero, hablo con mis compa?eros de mesa; cuando no, me quedo mirando la impresionante mamposter¨ªa del techo. Cuando este palacio fue de verdad habitado, los reyes habr¨ªan de notar el runr¨²n de los habitantes de los pisos superiores, de todo ese batall¨®n de operarios, modistillas, criados, lavanderas, que asist¨ªan a la monarqu¨ªa y formaban una especie de pueblo interior, un Madrid dentro de Madrid, con pasillos concurridos como si fueran calles. Tendr¨ªa que o¨ªrse. Tal vez ser¨ªa un lejano rumor, como el ruido de las correr¨ªas de los ratones en las buhardillas de los pueblos. Ellos ya no viven en este palacio inabarcable, pero viven en otras casonas, igualmente pertrechadas por vigilantes, ajenos f¨ªsica y humanamente a la gente que anda por la calle con las manos en los bolsillos. Me causa extra?eza esa vida, s¨ª. ?Con lo que a m¨ª me gusta andar con las manos en los bolsillos! Miro al Rey. Muchos adjetivos le adornan, algunos muy sabidos: socarr¨®n, campechano, simp¨¢tico. Hago la gr¨²a y miro a la Reina: atenta a las palabras de otros, discreta (algunos dir¨¢n que ese adjetivo se malogr¨® este a?o). Imagino la de d¨ªas en los que tienen que asistir a actos como ¨¦ste. Se supone que este acto debiera ser un poco m¨¢s sexy por el hecho de estar protagonizado por gente del mundo del libro. Pero no, nosotros podemos ser tan aburridos como cualquiera, o incluso m¨¢s, porque forma parte de nuestra esencia mostrar desprecio y distancia, aunque lleguemos a ponernos paranoicos si no se nos invita. Nadie mejor que Alan Bennett ha descrito esa pose cejialta en aquel libro del que ya escrib¨ª, Una lectora poco com¨²n. Por lo que a m¨ª respecta, estoy disfrutando, disfruto de ver el palacio por dentro, de zascandilear, de escuchar alg¨²n chisme, de saberme espectadora, sin m¨¢s. Sobre todo, disfruto de lo que es una excepci¨®n en mis sobremesas. No podr¨ªa aguantar que esto se repitiera m¨¢s de un d¨ªa al a?o. Para el caf¨¦, pasamos al sal¨®n contiguo. ?sta es la parte relajada, me dice alguien, en la que ellos pueden departir con autores, editores y directores generales. Ah. Desde mi rinc¨®n, les veo, efectivamente, moverse de un grupo a otro. Los pr¨ªncipes sostienen una atenci¨®n m¨¢s en¨¦rgica, m¨¢s juvenil, como si la bater¨ªa estuviera al m¨¢ximo, pero en ellos se nota el cansancio de siglos, de su sangre y la de sus antepasados. ?C¨®mo ser¨¢ la vida si no puedes mantener una conversaci¨®n maliciosa con un desconocido? ?C¨®mo vivir sin la peque?a maldad o sin esa confidencia temeraria a la que uno se atreve cuando se han bebido dos copas? ?C¨®mo soportar que los dem¨¢s no se comporten nunca contigo de manera natural? ?Acaso no perciben que seg¨²n se acercan a un grupo se hace un silencio, se tensan las sonrisas, se fuerzan las amabilidades?
La Reina estaba atenta a las palabras de otros, discreta. Algunos dir¨¢n que ese adjetivo se malogr¨® este a?o ?C¨®mo ser¨¢ la vida si no puedes mantener una conversaci¨®n maliciosa con un desconocido?
Al d¨ªa siguiente, antes del gustoso ronroneo en mi siesta Amarentiemposrevueltos, veo el telediario; ah¨ª est¨¢n de nuevo, con una delegaci¨®n india. Indios o escritores, tanto da. Un aburrimiento. Me imagino en su lugar, ya por la noche, en la soledad de su cuarto o de sus cuartos. Seguro que yo me pondr¨ªa a fantasear con la rep¨²blica. Pero yo, ya digo, tengo aires de grandeza.
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