Alfons¨ªn y Per¨®n, dos caras de la historia
Cuando estas l¨ªneas se publiquen se habr¨¢n enumerado en la Argentina ya todas las cualidades de Ra¨²l Alfons¨ªn, el ex presidente que muri¨® de c¨¢ncer el 31 de marzo: su honestidad como gobernante, una virtud que los sucesores han vuelto m¨¢s evidente; su vocaci¨®n republicana, que lo llev¨® a librar peleas sin tregua contra la injerencia de la Iglesia en los asuntos del Estado, una de las cuales gan¨® al promover la ley de divorcio; su coraje para enjuiciar a los opresores que hab¨ªan sido due?os del pa¨ªs y dispon¨ªan a¨²n de fuerza para proteger su impunidad.
Se habr¨¢n mencionado tambi¨¦n sus errores: su penosa relaci¨®n con el poder econ¨®mico; las torpezas del pacto de Olivos, que intentaba fundar una rep¨²blica parlamentaria y s¨®lo consigui¨® reforzar la omnipotencia presidencial y erosionar las instituciones. Ya se habr¨¢ dicho muchas veces, pero nunca las suficientes, que en su br¨²jula no existi¨® otro norte que consolidar la democracia recuperada en 1983 para que esa vez fuera la definitiva luego de cinco d¨¦cadas de golpes de Estado.
Los grandes hombres eligen la historia como juez y le ceden la ¨²ltima palabra
Nadie se atrevi¨® a dudar jam¨¢s de su probidad. Se fue tan limpio como lleg¨®
Ninguno de los pa¨ªses del Cono Sur, igualmente asolados por las dictaduras del fin de la guerra fr¨ªa, tuvo un juicio a los jefes militares como el que Alfons¨ªn llev¨® adelante en la Argentina: una intervenci¨®n ejemplar de los poderes del Estado para que nunca m¨¢s se atropellaran los valores amparados por la Constituci¨®n.
Ese gesto, y su terca resistencia a la adversidad, dieron esperanza a los pueblos de Uruguay, Brasil y Chile que iban a recuperar sus libertades. Y al tiempo, amenazado por tres levantamientos militares, Alfons¨ªn promovi¨® las leyes de punto final y obediencia debida que la Corte Suprema declar¨® inconstitucionales a?os despu¨¦s.
La arrebatadora campa?a presidencial de Alfons¨ªn en octubre de 1983 fue acaso la ¨²ltima demostraci¨®n espont¨¢nea de fe pol¨ªtica, sin autobuses de alquiler cargados por rehenes de los caudillos regionales en busca de un vi¨¢tico, y sin la mediaci¨®n decisiva de la televisi¨®n. Con esa campa?a logr¨® ganarle al peronismo por primera vez y por las buenas, all¨ª donde a?os de torpe proscripci¨®n hab¨ªan fallado. Tuvo entonces el maravilloso valor de llegar al coraz¨®n de los argentinos record¨¢ndoles c¨®mo hab¨ªan decidido formar una naci¨®n para buscar la paz y el progreso.
S¨®lo bast¨® que en esos d¨ªas recitara el pre¨¢mbulo de la Constituci¨®n para que su voz se convirtiera en un recuerdo entra?able, para rescatar el Estado de derecho que muchos hab¨ªan despreciado ante los carnavales grotescos de Isabel Per¨®n y su astr¨®logo, o las utop¨ªas de socialismo, cuando todav¨ªa estaba en pie el muro de Berl¨ªn. Al repetir una y otra vez la letan¨ªa del pre¨¢mbulo, reivindic¨® el respeto por la voz de los otros y porel di¨¢logo civilizado con los adversarios.
?sas son las estampas que retendr¨¢ la historia. Yo quiero contribuir a su memoria con la narraci¨®n de episodios menores que reflejan el env¨¦s de esas medallas pero que a la vez lo retratan de cuerpo entero.
Lo conoc¨ª en Caracas a mediados de 1981. Se hospedaba en la casa de su amigo Adolfo Gass, quien ser¨ªa elegido senador por el radicalismo cuando regres¨® del exilio. Estaba en la cama, postrado por una gripe tropical, y no advert¨ª en ¨¦l nada que me impresionara. Su aspecto y su lenguaje parec¨ªan los de un hombre cualquiera, sin se?ales que revelaran el futuro presidencial que le auguraban tanto Gass como el matem¨¢tico Manuel Sadosky, quien me hab¨ªa llevado a conocerlo.
Quiz¨¢ porque la gripe lo deca¨ªa, no vi en el Alfons¨ªn de entonces el brillo pol¨ªtico que hac¨ªa falta para que los argentinos decidieran seguirlo, arrostrando la indiferencia y el miedo infundidos por el yugo autoritario. Les confi¨¦ esas dudas a Gass y a Sadosky, y ambos coincidieron en que el Alfons¨ªn de pijama que yo acababa de conocer, de apariencia tan gris y modesta, se agigantaba en las tribunas, en el Parlamento y en los discursos p¨²blicos. "Jam¨¢s se le olvida que la historia lo est¨¢ mirando", me dijo Gass, "y que la historia lleva la cuenta de todo lo que dice y hace".
Volv¨ª a verlo en agosto de 1987, pocos meses despu¨¦s de las rebeliones carapintadas, ante las que hab¨ªa deso¨ªdo el clamor de la multitud que lo apoyaba. Fui a visitarlo a la residencia presidencial de Olivos para anticiparle los temas generales de la entrevista que esa misma noche le har¨ªa por televisi¨®n. No puso el menor reparo a mis preguntas y me inst¨® a interrogarlo con absoluta libertad.
"S¨®lo le ruego", me dijo, "que si formula acusaciones contra m¨ª o alguno de mis colaboradores est¨¦ seguro de que se apoyan en pruebas muy s¨®lidas. Cuando se deslizan sospechas sobre la honestidad de un funcionario no hay defensa posible, porque la sospecha queda flotando en el aire y sigue manchando por mucho tiempo al m¨¢s inocente de los inocentes".
Nadie se atrevi¨® a dudar jam¨¢s de su probidad, y as¨ª se fue, tan limpio como lleg¨®.
Mientras nos desped¨ªamos, le dije que segu¨ªa sin entender por qu¨¦ hab¨ªa preferido parlamentar con los rebeldes carapintadas en vez de enfrentarlos acompa?ado por las 100.000 personas que repudiaban el golpe en la plaza de Mayo y se ofrec¨ªan a defender con sus vidas la democracia naciente.
"Si acept¨¢bamos esa apuesta habr¨ªamos podido perder todo: la democracia y muchas vidas", me replic¨®. "Pens¨¦ entonces cu¨¢l era mi deber ante la historia. Y no dud¨¦".
"Algo parecido respondi¨® Per¨®n en 1970", le dije, "cuando le pregunt¨¦ por qu¨¦, crey¨¦ndose m¨¢s fuerte que los rebeldes en 1955, no hab¨ªa intentado defenderse".
"No quise cargar sobre mi conciencia con un enorme derramamiento de sangre", me explic¨® Per¨®n. "?sos son actos que no perdona la historia".
Al presidente se le ensombreci¨® la sonrisa y dej¨® que la luz del mediod¨ªa se llevara la cordialidad que hab¨ªa guiado nuestro di¨¢logo. Esa noche, en los estudios de la televisi¨®n, volvi¨® a ser el de siempre: agudo, veloz para las r¨¦plicas, certero al citar los ¨ªndices econ¨®micos sin desviarlos ni una d¨¦cima.
Cuando camin¨¢bamos por los pasillos hacia la salida me llev¨® aparte y me dijo con firmeza: "Me qued¨¦ pensando en su referencia de esta ma?ana. Quiero decirle que a m¨ª Per¨®n no me va a ganar la historia".
De modo que ah¨ª estaba, entonces, la historia, la invisible madre de todas las batallas. Per¨®n se hab¨ªa encolerizado en Puerta de Hierro cuando le hice notar que Evita estaba llev¨¢ndole ventaja en ese duelo ante la posteridad. Y ahora Alfons¨ªn, sin c¨®lera pero con el mismo ¨¦nfasis, vaticinaba que la historia iba a preferirlo a ¨¦l, que devolvi¨® a la conciencia civil la noci¨®n de respeto a las instituciones republicanas, y no a Per¨®n, quien permiti¨® a la clase trabajadora integrarse a la vida pol¨ªtica y econ¨®mica.
Ahora que se van apagando las alabanzas y los reproches que suceden a las muertes, los grandes hombres se van quedando solos, a la espera de que la historia se pronuncie. A ella la eligieron como juez y le cedieron la ¨²ltima palabra.
Tom¨¢s Eloy Mart¨ªnez, escritor y periodista argentino, acaba de ser galardonado con el Premio Ortega y Gasset de Periodismo a su trayectoria profesional. ? 2009 Tom¨¢s Eloy Mart¨ªnez. Distribuido por The New York Times Syndicate.
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