La culpa del otro
Admirado tras leer en el peri¨®dico que para aliviar el d¨¦ficit p¨²blico corresponder¨¢ al Ministerio de Ciencia e Innovaci¨®n el mayor recorte de gasto presupuestario, voy a una comida en la que varios de los comensales est¨¢n interesados en hablar del analfabetismo de los j¨®venes actuales. Algunos de los presentes acusan a los maestros y al sistema educativo; otros, a la televisi¨®n, a la tecnolog¨ªa o al consumismo. Los aparentemente m¨¢s perezosos se vuelcan en los pol¨ªticos, cabezas de turco cuando se agotan los argumentos.
Alguien pregunta si los j¨®venes actuales, tan desinteresados por la cultura, son m¨¢s o menos inteligentes que los de generaciones precedentes. Unos responden que s¨ª, otros que no, y la mayor¨ªa vuelve a aludir a las circunstancias que rodean a la juventud como causantes del preocupante barbarismo que se detecta en forma de ignorancia, apat¨ªa, autismo o violencia.
Se achaca el fracaso educativo al consumo, la 'tele' o el Gobierno. Todo menos a la propia responsabilidad
Cuando me toca el turno, doy mi opini¨®n: no creo que los j¨®venes actuales sean distintos en inteligencia a los de generaciones anteriores. No son m¨¢s o menos inteligentes; tampoco son m¨¢s o menos malos ni m¨¢s o menos insensibles. ?Qu¨¦ sucede entonces? Sucede que ahora nos estamos escandalizando un tanto hip¨®critamente de algo que ya sab¨ªamos.
Cuando los informes sobre la educaci¨®n en Espa?a provocan sorpresa y alarma por sus cifras catastr¨®ficas no deja de insinuarse un cierto paralelismo con las reacciones de supuesta incredulidad ante el desastre especulativo en nuestra econom¨ªa. Durante a?os hemos contemplado con pasiva complicidad el hinchamiento surreal de lo que los propios comentadores econ¨®micos presentaban con la vistosa denominaci¨®n de burbuja inmobiliaria. Casi nadie, al parecer, quer¨ªa pararse a pensar cu¨¢ndo estallar¨ªa. Y aunque parezca un asunto lejano, algo muy semejante ha ocurrido con respecto a la burbuja educativa (o antieducativa, si quieren). Es c¨®mico, y pat¨¦tico, que alguien se rasgue las vestiduras ante el balance del informe PISA sobre la ense?anza en Espa?a, el mismo tipo de hipocres¨ªa de los que, de pronto, han descubierto la destrucci¨®n de la Manga del Mar Menor o de la Costa del Sol.
Por eso no acabo de estar de acuerdo con la mayor¨ªa de los comensales con los que comparto mantel y aparente preocupaci¨®n por el porvenir. Es verdad que nuestras escuelas y universidades dejan mucho que desear por bien que lo intenten hacer bastantes docentes; es verdad que los sucesivos gobiernos han acabado de destrozar el sistema educativo con leyes contradictorias y utilitarismos obscenos; naturalmente tambi¨¦n es verdad que distintas idolatr¨ªas, empezando por la televisiva, han hecho mella en el esp¨ªritu de los adolescentes. Sin embargo, todas esas verdades no son suficientes para explicar esa burbuja educativa que ahora turba a algunos.
Para llegar al fondo ser¨ªa necesario que cayeran las m¨¢scaras y apareciera el rostro del responsable ¨²ltimo, que no es otro que el ciudadano; o, m¨¢s bien, de quien debiera ser ciudadano, asumiendo las responsabilidades del bien com¨²n (?qu¨¦ a?eja suena ya la expresi¨®n!) en lugar de delegarlas, convertidas, eso s¨ª, en culpas: culpa del consumo. Culpa, en definitiva, del otro, de todos los "otros" que seamos capaces de acumular para evitar la propia responsabilidad.
Cuando se pregunta por el grado de barbarie de los j¨®venes lo cierto es que deber¨ªa preguntarse por el grado de barbarie de los ciudadanos ?Cu¨¢nto abandonismo, cu¨¢nta cobard¨ªa, cu¨¢nta vulgaridad han debido ser convocados en estos ¨²ltimos tiempos para que se otorgue ese suspenso tan apabullante a la educaci¨®n de nuestra sociedad? No deja de ser elocuente que el hundimiento final del sistema educativo espa?ol se haya producido en los a?os de las vacas gordas, en plena exaltaci¨®n del novorriquismo y con nuestros gobernantes alardeando de potencia econ¨®mica, la "octava del mundo". En apariencia los ciudadanos espa?oles estaban felices con la acumulaci¨®n de propiedades, siempre que no se tratara de libros, no fuera que los ni?os se desconcertaran con tales extra?os objetos.
La barbarie, no de los j¨®venes sino de los adultos, es bien apreciable en distintos ¨¢mbitos aunque en ninguno con tanta nitidez como en el lenguaje ?Podemos suponer en serio que nuestras escuelas pueden funcionar con cierta dignidad cuando cotidianamente comprobamos la excelencia verbal de los ciudadanos, empe?ados en empobrecer su lenguaje y, en consecuencia, su pensamiento? Nuestros aculturalizados cachorros tienen copiosos manantiales donde nutrirse: los medios de comunicaci¨®n, repletos de contenidos soeces y est¨²pidos, los parlamentos, con su depauperada ret¨®rica, y, por encima de todo, no lo olvidemos, los hogares, en los que es altamente improbable que las ideas brillen m¨¢s que en la calle.
Mientras nuestra ¨²nica y aut¨¦ntica escuela sea la culpabilizaci¨®n de los dem¨¢s poco se podr¨¢ hacer en el terreno de la educaci¨®n, por m¨¢s que cada nuevo gobierno prometa subsanar el problema con la reforma de turno. Claro que tambi¨¦n puede empeorarlo haciendo que el Ministerio de Ciencia e Innovaci¨®n recorte su ya magro presupuesto para pagar con dinero p¨²blico los desmanes causados por la especulaci¨®n.
Al fin y al cabo ?cu¨¢ntos votos proporcionan la ciencia, la innovaci¨®n y cosas por el estilo? Y adem¨¢s la impunidad est¨¢ asegurada: nadie protestar¨¢.
Rafael Argullol es escritor.
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