Materia de teatro
Un anciano caminaba solo por las desalmadas calles oficiales de Washington llevando una gabardina abierta y unas zapatillas viejas de deporte, perdido en sus pensamientos, murmurando algo, tan descuidado que a veces hasta le colgaban fuera los faldones de la camisa. En su cara estragada por la edad era dif¨ªcil de reconocer al hombre c¨¦lebre de las fotograf¨ªas y los noticiarios de los a?os sesenta, Robert McNamara, con el pelo brillante y peinado hacia atr¨¢s y las gafas de montura met¨¢lica, con ese aire de austera energ¨ªa masculina y certeza inflexible que tienen los hombres muy seguros de s¨ª mismos, los que vemos hablar desde los atriles en las conferencias de prensa internacionales o inclinarse sobre grandes mesas llenas de documentos y planos, los que explican estad¨ªsticas proyectadas en una pantalla y parecen saberlo todo. Ante ellos, instintivamente, hablen de lo que hablen, nos abruma nuestra propia ignorancia; les atribuimos un conocimiento ilimitado, y con frecuencia, al mismo tiempo, una malevolencia amenazadora. Imaginamos que ha sido la mezcla de conocimiento y de malevolencia la que los ha alzado hacia los lugares que ocupan: no se nos ocurre que pueden ser en realidad banales y fr¨¢giles, o que no saben de lo que est¨¢n hablando. Cuando provocan desastres les atribuimos una maldad que en el fondo los engrandece, un talento met¨®dico para el dominio y la destrucci¨®n.
McNamara se preciaba de no ser un pol¨ªtico, y menos a¨²n un iluminado: era un t¨¦cnico, un especialista en estad¨ªstica y an¨¢lisis de sistemas
Pocos hombres, en el siglo pasado, tuvieron una influencia tan grande en las vidas y muertes de millones de personas como ese anciano al que hasta hace muy poco se ve¨ªa muchas veces vagabundear por las calles de Washington, probablemente perdido en un mon¨®logo sin sosiego que s¨®lo se interrumpi¨® la noche del 6 de julio, cuando muri¨® pl¨¢cidamente mientras dorm¨ªa, a los 93 a?os, recibiendo as¨ª una ¨²ltima misericordia que nadie le concedi¨® mientras estaba vivo. Hay personajes cuya naturaleza parece requerir las p¨¢ginas de una novela; otros pertenecen al espacio misterioso y despojado de un escenario, tal vez porque hay formas de tragedia que s¨®lo pueden expresarse plenamente en el teatro: la tragedia de la figura p¨²blica, del hombre que lo tiene todo y lo pierde todo, del que ha cometido el pecado de la soberbia o extrav¨ªo delirante y ha de sufrir un castigo que desde los tiempos de los griegos tiene algo de sacrificio ritual y ha de representarse ante una comunidad sobrecogida. Robert McNamara fue secretario de Defensa de los Estados Unidos durante los primeros a?os de la guerra de Vietnam. En 1968, cuando dimiti¨®, cuatrocientos mil soldados americanos luchaban en ella. Alrededor de un mill¨®n y medio de vietnamitas murieron en total, y cincuenta y ocho mil americanos. Peo McNamara se preciaba de no ser un pol¨ªtico, y menos a¨²n un iluminado: era un t¨¦cnico, un especialista en estad¨ªstica y en an¨¢lisis de sistemas. Lo cuenta Tim Weiner en The New York Times, en una necrol¨®gica que tiene esa riqueza y esa profundidad de gran literatura que uno echa ya tanto de menos en el periodismo. McNamara no lleg¨® al gobierno desde la pol¨ªtica sino desde las aulas de la Business School de Harvard y los despachos directivos de las grandes empresas americanas. Era un intelectual ilustrado: hab¨ªa estudiado econom¨ªa y filosof¨ªa. Entre 1943 y 1945 trabaj¨® en las oficinas de control estad¨ªstico de las Fuerzas A¨¦reas, haciendo el c¨¢lculo de eficiencia de los bombardeos sobre las ciudades de Jap¨®n. Cuando Kennedy le propuso en 1961 que formara parte de su gobierno llevaba alg¨²n tiempo dirigiendo con ¨¦xito la compa?¨ªa Ford, aplicando en ella con ¨¦xito los mismos m¨¦todos de cuantificaci¨®n y an¨¢lisis que quiso implantar despu¨¦s en la gesti¨®n de la guerra. No se ve¨ªa a s¨ª mismo como un cruzado de la democracia contra el comunismo, sino como un t¨¦cnico encargado de una tarea muy compleja, pero no insoluble. En 1945 hab¨ªa calculado que los bombardeos a¨¦reos sobre Jap¨®n ten¨ªan una eficacia media del 58%. En Vietnam, con un enemigo mucho m¨¢s d¨¦bil y con mayores medios humanos, econ¨®micos y tecnol¨®gicos, la estimaci¨®n del resultado era m¨¢s f¨¢cil, y desde luego m¨¢s favorable. ?l era un civil, no un militar: adecuadamente gestionado para maximizar su eficacia, el ej¨¦rcito americano lograr¨ªa la victoria en un plazo m¨¢s o menos cercano seg¨²n la magnitud de la inversi¨®n: en soldados, en armas, en aviones, en toneladas de bombas por kil¨®metro cuadrado.
Y sin embargo, para su desconcierto, nada sal¨ªa como estaba previsto; las l¨ªneas que avanzaban con tanta claridad en los mapas se volv¨ªan borrosas en la realidad de aquel pa¨ªs remoto en el que cada vez mor¨ªan m¨¢s hombres; revisaba c¨¢lculos, series estad¨ªsticas, y los resultados exactos que le devolv¨ªan sus operaciones contrastaban de manera escandalosa con los informes que le llegaban cada ma?ana al despacho, con el clamor de oprobio, verg¨¹enza y rebeld¨ªa que estaba levant¨¢ndose en todo el pa¨ªs. No importaba: habr¨ªa que corregir los datos; que mandar todav¨ªa m¨¢s millares de soldados y lanzar no s¨®lo muchas m¨¢s bombas de las que hab¨ªan devastado las ciudades de Jap¨®n veinte a?os antes, sino tambi¨¦n napalm y agentes qu¨ªmicos que arrasaran las selvas, para que el enemigo no se pudiera esconder en sus espesuras. Pero contra toda l¨®gica, contra todas las previsiones de la estrategia y de la raz¨®n, Vietnam del Norte y sus aliados del Vietcong se hac¨ªan m¨¢s fuertes en vez de debilitarse. En 1968 McNamara dimiti¨®. Muchos a?os despu¨¦s, en 1995, cuando era ya un jubilado de la presidencia del Banco Mundial, escribi¨® un libro de memorias en el que confesaba que varios antes de abandonar el gobierno ya sab¨ªa que la guerra de Vietnam era in¨²til y que no pod¨ªa ganarse. Confes¨® en p¨²blico su verg¨¹enza y su remordimiento, pero no obtuvo ninguna compasi¨®n. Para los fan¨¢ticos del patriotismo militar se convirti¨® en un traidor; los que hab¨ªan padecido la guerra y los familiares de los muertos nada deseaban menos que aliviarle la culpa por algo que a ellos les hab¨ªa destrozado las vidas; la gente que desde el principio se opuso a la guerra por pura decencia no perdi¨® ni un gramo del desprecio que siempre les hab¨ªa provocado su figura arrogante, su fr¨ªa determinaci¨®n no amortiguada ni por la duda ni por la pesadilla de la multiplicaci¨®n de las v¨ªctimas.
Hasta 1995 hab¨ªa guardado silencio: seg¨²n se hac¨ªa m¨¢s viejo su vida fue un largo mon¨®logo que se ir¨ªa anquilosando en la pavorosa circularidad de las obsesiones sin remedio. Como a Macbeth y a Ricardo III, las caras de los muertos se le aparecer¨ªan en el insomnio, surgiendo de la niebla de sus estad¨ªsticas, seres humanos reales cuya consistencia corporal descubr¨ªa cuando ya era demasiado tarde. Confes¨® que lo m¨¢s sorprendente de la guerra era que en ella nada pod¨ªa predecirse; que los bombardeos contra civiles inocentes en Jap¨®n o en Vietnam eran cr¨ªmenes contra la humanidad, aunque se planificaran tan as¨¦pticamente en una oficina como las cifras de producci¨®n en una f¨¢brica de coches. Yo imagino a Robert McNamara en sus caminatas de viejo trastornado por Washington y casi lo estoy viendo con su gabardina y su camisa por fuera y sus zapatillas viejas de deporte contra la profundidad en negro de un escenario.
In Retrospect: The Tragedy and Lessons of Vietnam. Robert S. McNamara. Vintage, 1996. 576 p¨¢ginas.
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