El hombre de las letras azules
Nerea reley¨® el mensaje instant¨¢neo que acababa de recibir. Lo hizo con una punzada de inquietud. Sab¨ªa que atender aquella petici¨®n era, en cierto modo, pasar la raya.
con¨¦ctalo, por favor
Insisti¨® ¨¦l.
Nerea mir¨® al techo. Luego a izquierda y derecha. Pero sus dudas eran un puro tr¨¢mite. Sab¨ªa lo que al final iba a hacer. Lo que, pasara lo que pasara, ya estaba resuelta a otorgarle.
tengo que hablar muy bajo, mis padres est¨¢n al lado
Se resisti¨® ella, a¨²n. La respuesta lleg¨® rauda:
no importa, como puedas, lo que puedas
No lo disuad¨ªa el peligro de que pudieran sorprenderla in fraganti. Como no lo hab¨ªa disuadido el que ella le dijera que tan s¨®lo ten¨ªa quince a?os, es decir, treinta menos que ¨¦l. A pesar de eso llevaban ya una semana chateando a diario, y desde el primer d¨ªa el tono de sus conversaciones no pod¨ªa ser m¨¢s inequ¨ªvoco. Le hab¨ªa pedido que le pasara fotos, a lo que ella hab¨ªa accedido. Total, unas fotos inocentes no compromet¨ªan a nadie. Pero ahora ¨¦l ped¨ªa m¨¢s. Quer¨ªa pruebas, y quer¨ªa dar el paso. El Gran Paso. Y ella, le hab¨ªa dicho, estaba dispuesta.
As¨ª que no ten¨ªa sentido eludirlo. Conect¨® el micr¨®fono.
dime algo, no te oigo
La impaciencia, la codicia, le arrojaban aquellas letras azules a la velocidad del rel¨¢mpago. Nerea apenas susurr¨®:
-Hola, ?me oyes?
s¨ª, te oigo... oye, ?tienes calor?
-S¨ª. Este verano est¨¢ siendo terrible.
Lo que vino despu¨¦s, Nerea lo hab¨ªa imaginado vagamente. Darle forma concreta era otro cantar. Las letras azules saltaban a la pantalla a borbotones, a medida que ella hablaba. Si hab¨ªa de creerlas, lo estaba sacando de s¨ª. Nunca antes su escritura hab¨ªa sido tan febril, tan desproporcionada, tan procaz.
Al final, Nerea cort¨® de golpe el micr¨®fono.
?lo has cortado?
perdona, pero mi madre acaba de llamarme antes de irte... el jueves entonces... frente al ?ngel Ca¨ªdo
s¨ª
a las cinco en punto... ?sabes d¨®nde est¨¢, seguro?
Nerea sab¨ªa perfectamente d¨®nde estaba el ?ngel Ca¨ªdo, como sab¨ªa que un jueves de agosto, a las cinco de la tarde, en ese rinc¨®n del parque del Retiro habr¨ªa muy poca gente aparte de un hombre que llevar¨ªa un polo azul celeste, un pantal¨®n azul marino y una visera del mismo color. No habr¨ªa p¨¦rdida.
No la hubo. All¨ª estaba, en el banco. Era como lo hab¨ªa imaginado. Bien vestido, agradable. Aparte de ¨¦l, tan s¨®lo un par de tipos que parec¨ªan tan chiflados como para salir a hacer jogging a esa hora en la que ca¨ªa plomo derretido sobre Madrid. Nerea, como hab¨ªa planeado, se le acerc¨® por detr¨¢s. Ciertas cosas causan m¨¢s impacto si llegan de sorpresa. Le puso una mano en el hombro y, cuando ¨¦l se volvi¨®, la otra ya le mostraba la placa:
-Guardia Civil.
Al ver a aquella mujer, y luego a los dos fornidos corredores que le cortaban la retirada, el notario Robles comprendi¨®, con alivio, que su carrera como ciberpredador hab¨ªa terminado.
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