La palabra no es 'pobreza'
Marcada por 200 millones de personas ancladas en la miseria, la econom¨ªa del continente no ha conseguido superar el peso de obscenas desigualdades sociales.
Soy argentino: nac¨ª en un pa¨ªs que nunca crey¨® que fuera parte de Am¨¦rica Latina hasta que, hace unos a?os, en medio de la peor crisis de su historia, empez¨® a aceptar que lo era. No fue, para nosotros, un hallazgo feliz.
Quiz¨¢ no deber¨ªa decirlo, pero para los argentinos empezar a ser latinoamericanos fue dejar de pensarnos como una sociedad con un Estado muy presente, buena salud y educaci¨®n p¨²blicas, cierta capacidad industrial, infraestructura de servicios eficiente, mercado interno suficiente, cierta cultura, clase media cuantiosa y una desigualdad moderada en los ingresos. Y descubrirnos como una sociedad desregulada salvaje, exportadora de materias primas, sin garant¨ªas estatales de bienestar, con violencia creciente, educaci¨®n escasa y una extrema polarizaci¨®n de clase: ricos muy ricos y pobres bien pobres. Muchos pobres, cada vez m¨¢s pobres. ?se fue el precio de empezar a llamarnos latinoamericanos: nadie querr¨ªa pagarlo.
Miseria es la desigualdad brutal, concentrada en un mismo territorio, y sus efectos de enchastre y de violencia: la humillaci¨®n constante
-O sea que para usted decir latinoamericano es algo as¨ª como un insulto, mi querido.
-Yo no dir¨ªa un insulto, licenciado. M¨¢s bien una tristeza suave, o a veces una rabia.
En general, cuando un habitante del Occidente m¨¢s o menos rico piensa en Latinoam¨¦rica imagina, antes que nada, recursos naturales, selvas v¨ªrgenes, mujeres y hombres menos, m¨²sicas dulzonas, imaginaci¨®n desenfrenada. Y, justo despu¨¦s, se detiene en la Sagrada Trinidad Sudaca: violencia, corrupci¨®n, pobreza. No disimulen, primos gallegos, catalanes, vascos: ustedes tambi¨¦n piensan en eso. Y nosotros: uno de los deportes cl¨¢sicos en cualquier encuentro de latinoamericanos de acentos variopintos es el Campeonato del Peor: qui¨¦n tiene en su pa¨ªs m¨¢s corrupci¨®n, mayor violencia, m¨¢s pobreza. Lo cual nunca se resuelve -los sudacas somos orgullosos- y entonces podemos pasar a la etapa siguiente y postular que las tres est¨¢n perfectamente ligadas: que la violencia es un producto de la exclusi¨®n creada por la pobreza y profundizada por la corrupci¨®n de los poderosos -o algo as¨ª. Pero que no sabemos, claro, c¨®mo salir del c¨ªrculo vicioso.
Ciudad del Este es el triunfo de lo falso. Las calles y los puestos y los locales rebosan de falsificaciones mayormente chinas: las zapatillas falsas, por supuesto, y los falsos perfumes franceses y las lacostes tan falsas como una descripci¨®n y las pilas y pilitas falsas y las falsas camisetas de f¨²tbol y los bolsos Vuitton o Mandarina perfectamente falsos y los encendedores y los relojes y los licores y los remedios falsos: aqu¨ª lo ¨²nico verdadero es la falsificaci¨®n. Alguien trata de convencerme de que fabrican falsas hamacas paraguayas pero no sabe explicarme c¨®mo se logra ese portento. Entonces otro me cuenta que, a la noche, todo se llena de falsas mujeres que son, en verdad, nenas -y me impresiona un poco tanto esmero.
Hace calor. Por las calles atestadas de vendedores y compradores -en Ciudad del Este no hay m¨¢s categor¨ªas posibles- cruzan chicos cargados de cajas y m¨¢s cajas, muchachos que tratan de venderme un cortapelos, chicas que me ofrecen estampitas de v¨ªrgenes, y el polvo se mete en todas partes y los gritos se meten y el olor de tantos sudores combinados. Ciudad del Este es sudaca sin velos y, en medio de todo eso, una tienda enorme elegant¨ªsima la convierte en met¨¢fora boba de Am¨¦rica Latina. Entre el olor y el polvo y esos gritos, el edificio de vidrios y de acero: la Monalisa es un duty free de aeropuerto con perfumes relojes lapiceras maquillaje maletas de las marcas correctas y lo atienden las chicas m¨¢s correctas y hay poca gente y hay silencio y el aire es fresco muy correcto y, en el s¨®tano, para mi gran sorpresa, aparece la mejor bodega al sur del r¨ªo Bravo: esos grandes vinos franceses que aqu¨ª no bebe nadie, nada por menos de cien d¨®lares. El caos, los vivillos, las falsificaciones, la pobreza activada rodeando el lujo m¨¢s abstruso. Ciudad del Este, ex Puerto Stroessner, Paraguay, Triple Frontera, es un curso expr¨¦s perfecto sobre Latinoam¨¦rica.
Mucho m¨¢s que la pobreza, esa miseria: la diferencia obscena.
Aunque en los ¨²ltimos a?os la econom¨ªa de Latinoam¨¦rica ha crecido un poco, en cifras de ministerios y bancos internacionales; el continente tiene, adem¨¢s, un tercio de las aguas limpias del mundo, las mayores reservas de petr¨®leo, cantidad de minerales, plantaciones, tierras, poca gente. Hubo milagros chilenos, peruanos, casi colombianos, incluso mexicanos y por supuesto brasile?os. Pero la econom¨ªa latinoamericana sigue marcada por su dependencia de los mercados internacionales -el continente es m¨¢s que nada un productor de materias primas o, como se dice ahora, de commodities- y, sobre todo, por aquello que llaman la pobreza: 200 millones de personas -dos de cada cinco- que no comen todo lo que deber¨ªan.
-Uy, ustedes los sudacas no paran de hablar de su pobreza. ?Ser¨¢ para tanto?
Es dif¨ªcil imaginar la realidad de la pobreza desde las calles de una ciudad rica. Creo que reci¨¦n lo entend¨ª hace unos a?os, cuando fui a un campamento del movimiento de campesinos Sin Tierra brasile?o, en medio del Amazonas. Los ocupas rurales me alojaron en la choza de una mujer de 30 a?os que no estaba all¨ª -y se llamaba Gorette. Aquella noche, imperdonable, espi¨¦ sus posesiones: en su choza hab¨ªa una cocina de barro, un machete, 4 platos de lata, 3 vasos, 5 cucharas, 2 cacerolas de lat¨®n, 2 hamacas de red, las paredes de palos, el techo de palma, un tacho con agua, 3 latas de leche en polvo con az¨²car, sal y leche en polvo, una lata de aceite con aceite, 2 latas de aceite vac¨ªas, 3 toallitas, una caja de cart¨®n con 10 prendas de ropa, 2 almanaques de propaganda con paisajes, un pedazo de espejo, 2 cepillos de dientes, un cuchar¨®n de palo, media bolsa de arroz, una radio que no captaba casi nada, 2 diarios del Movimiento, el cuaderno de la escuela, un candil de keros¨¦n, tres troncos para sentarse, un balde de pl¨¢stico para traer agua del pozo, una palangana de pl¨¢stico para lavar los platos y una mu?eca de trapo morochona, con vestido rojo y rara cofia. Eso era todo lo que Gorette ten¨ªa en el mundo -y digo todo: exactamente todo y nada m¨¢s. Aquella noche empec¨¦ a entender qu¨¦ era la pobreza. O lo supuse.
Porque despu¨¦s me pareci¨® que la palabra pobreza no serv¨ªa para describir las sociedades latinoamericanas. Pobreza es una palabra demasiado amplia: describe, suponemos, la condici¨®n de los que tienen casi nada. Gorette, por ejemplo: su austeridad extrema era la norma en aquel campamento de campesinos que hab¨ªan decidido ir a buscar sus vidas al medio de la selva; ninguno de sus vecinos y compa?eros ten¨ªa mucho m¨¢s. Pero es un caso cada vez menos frecuente: en Am¨¦rica Latina, la mayor¨ªa de los pobres vive en asentamientos precarios alrededor o dentro de las grandes ciudades, o sea: enfrentados al martilleo constante de que otros s¨ª tienen todo lo que ellos no. Lo cual, a falta de mejor palabra, querr¨ªa llamar miseria.
No es lo que dice la Academia: en su diccionario, miseria figura como "estrechez, falta de lo necesario para el sustento o para otra cosa, pobreza extremada". Pero lo que llamo miseria es la desigualdad brutal, concentrada en un mismo territorio, y sus efectos de enchastre y de violencia: la humillaci¨®n constante. La pobreza latinoamericana no suele aparecer en un contexto de carencia, de imposibilidad: no un desierto sudan¨¦s, no un pantano bengal¨ª. Son villeros o pobladores o favelados junto al barrio caro pomposo custodiado: pobreza con esc¨¢ndalo de despilfarro cerca. La pobreza com¨²n es dura pero crea v¨ªnculos, redes, tejidos sociales; la miseria de la desigualdad los rompe, deshace cualquier intento de construcci¨®n compartida. El diezmo m¨¢s rico de los latinoamericanos gana m¨¢s de 30 veces m¨¢s que el m¨¢s pobre; en Espa?a, por ejemplo, la proporci¨®n ronda el 10 a 1. La esperanza de vida de mis vecinos de Buenos Aires es de 76 a?os; los habitantes del Chaco, una provincia de este norte, se mueren -en promedio- a los 69. O sea: un porte?o vive un 10% m¨¢s que un chaque?o -y la proporci¨®n es parecida si se comparan habitantes de San Pablo y Alagoas en Brasil, o Lima y Cuzco en Per¨². Muchas otras cifras podr¨ªan decir lo mismo: pedestre, suelo creer que nada es m¨¢s decisivo que vivir o no.
Digo: miseria. Una sociedad que produce el triple de los alimentos que precisa -pero uno de cada seis chicos sigue desnutrido. O, dicho de otro modo: aquella bodega con sus Ch?teau Mouton-Rothschild en medio de la selva de chiringuitos falsos. Eso es, ahora, todav¨ªa, Am¨¦rica Latina. Y as¨ª nos sigue yendo. -
Mart¨ªn Caparr¨®s (Buenos Aires, 1957). Una luna. Anagrama. Barcelona, 2009. 181 p¨¢ginas. 16 euros.
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