Vicios de coleccionista
Contemplo la erupci¨®n del Eyjafjalla y me pregunto d¨®nde andar¨¢n mis tomos de Julio Verne. Le¨ª Viaje al centro de la Tierra hace demasiado tiempo; hab¨ªa olvidado que en el noroeste de Europa hay volcanes activos. Pero a¨²n m¨¢s misterioso resulta descubrir que Islandia cuenta con una popular cantera de novela negra. Estamos hablando de un pa¨ªs de 300.000 habitantes, supuestamente feliz y pr¨®spero, donde se registra una media de dos asesinatos al a?o.
Cabr¨ªa imaginar que el boom island¨¦s generar¨ªa argumentos de trapacer¨ªas en las alturas, como esos thrillers de abogados y banqueros que factura John Grisham. Conviene recordar que, simplificando, fue la codicia de los sobrios pescadores n¨®rdicos, empe?ados en transformarse en financieros globales, lo que llev¨® a Islandia a su actual bancarrota. Pero no, de momento lo que exportan son las andanzas de un inspector de polic¨ªa, Erlendur Sveinsson, tan desdichado y tan perspicaz como el resto de sus compadres escandinavos.
Fue la codicia de los pescadores islandeses lo que llev¨® al pa¨ªs a la bancarrota
Antes de que surja el bostezo, d¨¦jenme tranquilizarles: el autor de la saga, Arnaldur Indridason, traza complejos argumentos pero sabe iluminar las peculiaridades de la fascinante sociedad islandesa. Y en su ¨²ltimo t¨ªtulo traducido, La voz (RBA), ha tenido la genialidad de colocar como sospechoso principal a un coleccionista de discos. Un coleccionista hardcore, nada que ver con las amables caricaturas de Alta fidelidad.
Indridason ofrece un cursillo acelerado sobre el submundo del coleccionismo musical, una red genuinamente internacional, donde un single island¨¦s puede ser vendido en una feria de Liverpool por un comerciante noruego a buscadores japoneses. Y es que, seg¨²n Indridason, los japoneses son "aspiradoras que viajan por todo el mundo y compran todo lo que llega a sus manos". Cae en exageraciones sobre el potencial econ¨®mico de esa actividad, pero debemos disculparle: necesita justificar la presencia en Reikiavik de un coleccionista brit¨¢nico, Henry Wapshott.
Tuve la oportunidad de comprobar que Islandia no es una meca del coleccionismo musical: todo costaba demasiado caro. Adem¨¢s, como nuevos ricos, los islandeses no se distingu¨ªan por su inter¨¦s en su cultura popular reciente: "Tengo la sensaci¨®n de que en este pa¨ªs maltratan los discos. Los tiran, sin m¨¢s. Cuando se vac¨ªa una casa tras un fallecimiento, por ejemplo. No avisan a nadie para que les eche un vistazo. Van a la basura".
Ese aparente desprecio, potenciado por las bajas tiradas propias de un pa¨ªs despoblado, explica que algunos discos islandeses est¨¦n hipervalorados. Por ejemplo, los trabajos de Bj?rk antes de fundar Sugarcubes. En la ficci¨®n, el tal Wapshott llega all¨ª con una cartera bien repleta, dispuesto a hacerse con las copias no vendidas de un t¨ªtulo solo publicado all¨ª. Su plan tiene l¨®gica: alguien mitifica un disco rar¨ªsimo, tras acaparar los ejemplares disponibles, y puede cobrar cantidades considerables seg¨²n los introduce en el mercado, en un paciente goteo. Las perspectivas de un negocio millonario despiertan demonios dormidos en varios islandeses.
Por La voz desfilan los sospechosos habituales: prostituci¨®n, tr¨¢fico de drogas, homofobia. Pero lo que nos interesa aqu¨ª es el coleccionismo como patolog¨ªa. Ellinborg, la ayudante de Erlendur, se?ala algo que sus colegas masculinos no advierten: que los coleccionistas son peculiares, "ciegos y reprimidos, como frailes viejos". Se disparan las alarmas: Wapshott se especializa en los coros infantiles y est¨¢ rastreando las grabaciones de un antiguo ni?o prodigio, que ha aparecido acuchillado.
La voz transcurre en un escenario propio de Agatha Christie: un hotel de Reikiavik, con abundantes visitantes internacionales, durante el per¨ªodo navide?o. Como es habitual en las obras de Indridason, el protagonista intenta recomponer las piezas de su desdichada vida privada mientras se interna en los enigmas del asesinato. Erlendur especula que el coleccionismo -de discos o de lo que sea- obedece a un deseo de retrotraerse a la infancia, a la fase anal. Llega al borde de ese t¨®pico que explica el coleccionismo como compensaci¨®n de frustraciones sexuales.
A m¨ª, que me registren. No ejerzo de coleccionista, si eso supone acumular muchos discos de un artista o un g¨¦nero determinado. Lo fui en un tiempo pero recuper¨¦ la lucidez cuando comprend¨ª que las referencias m¨¢s oscuras, las piezas m¨¢s cotizadas, sol¨ªan carecer de inter¨¦s musical. As¨ª que prefiero tener suficientes discos de muchos estilos diferentes. Y conservar tiempo para libros como La voz, magn¨ªfica advertencia sobre las obsesiones t¨®xicas de algunos padres por el triunfo social de sus hijos.
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