Cuando la jubilaci¨®n es una condena
Hubo un tiempo en que sal¨ªa del alma el efectuar reflexiones cr¨ªticas sobre el trabajo al que se hallan abocados la inmensa mayor¨ªa de los humanos. Parec¨ªa una evidencia que si el trabajo se reduce a una actividad mec¨¢nica, cuando no embrutecedora, y si esta actividad cubre lo fundamental de la vida cotidiana, entonces el ser humano se halla mutilado en una dimensi¨®n esencial, y con ello su entera vida queda privada de sentido. Era un tiempo en el que hasta las interpretaciones del G¨¦nesis ve¨ªan la esencia del trabajo humano en el cultivo y fertilizaci¨®n del huerto ed¨¦nico y no en el dolor para ara?ar sustento de una tierra maldita. De ah¨ª que en los pa¨ªses llamados desarrollados, donde el paro estructural era entonces relativamente bajo, la lucha sindical tuviera entre sus objetivos el alcanzar la jornada semanal de 30 horas y las organizaciones pol¨ªticas de izquierda luchaban por un cambio de modelo que permitiera a todo trabajador alcanzar un complemento de formaci¨®n no s¨®lo profesional sino -sobre todo- cultural. Se negaba en suma que el hombre estuviera reducido a ganarse la vida, tremenda frase nihilista, contraria a los ideales de liberaci¨®n en los que la vida -asegurada por la sociedad- deber¨ªa ser un punto de arranque para la realizaci¨®n en cada ser humano de sus potencialidades.
Nadie deber¨ªa verse privado de trabajar mientras sienta que cuerpo y mente responden
Ciertamente el panorama social se ha transformado, el paro estructural alcanza en Europa cifras de v¨¦rtigo, que en pa¨ªses como Espa?a generan simplemente p¨¢nico. De ah¨ª que reivindicar hoy para el conjunto de la poblaci¨®n un trabajo que tenga sentido en s¨ª mismo, un trabajo a trav¨¦s del cual el trabajador pueda realizarse, y en su defecto una jornada laboral que -por no acaparar exhaustivamente el tiempo- permita al trabajador no quedar excluido de actividades creativas; hablar, en suma, de una vida laboral que no sea una forma de esclavitud, puede parecer hasta un sarcasmo. Sobre todo, cuando no hay semana en que alguna comisi¨®n de ideolog¨ªa transversal no lance funestos presagios sobre el sistema de pensiones, pretendidamente inviable de no alargarse la actividad laboral hasta los 67 a?os, no muy lejos de los 70 a?os que, desde hace lustros, viene proponiendo el profesor Barea, no recuerdo si contemplando excepciones para tareas de naturaleza "excepcionalmente penosa, peligrosa, t¨®xica, insalubre o con elevados ¨ªndices de morbilidad", a las que se refiere la legislaci¨®n actual.
Pero al tiempo que esa vida laboral se prolonga para tantas personas que la sienten como una cotidiana esclavitud, se reduce de facto para otras personas (afortunadas y hasta privilegiadas, sin lugar a dudas), cuyo trabajo exige una permanente actualizaci¨®n de la vida del esp¨ªritu, y que en la palabra "jubilaci¨®n" ven un signo de condena a los arcenes de la existencia social. Los docentes universitarios son un ejemplo de esta paradoja. Un profesor de F¨ªsica en una universidad catalana, que tiene la suerte de aunar la condici¨®n de cient¨ªfico y la de poeta (realizando as¨ª, de alguna manera, lo que cabr¨ªa calificar de ideario humanista) se refer¨ªa hace unos a?os al privilegio que hab¨ªa supuesto para ¨¦l argumentar, sorprender, debatir, demostrar, "en un cielo de pizarras y de tiza", ante la mirada asombrada de quienes parec¨ªan ser c¨ªclica recreaci¨®n de un ansia de saber. Pues bien: a la vez que los responsables pol¨ªticos y educativos se llenan la boca con discursos ret¨®ricos sobre lo insustituible de la experiencia trat¨¢ndose de la transmisi¨®n del saber, esos docentes sienten que se les mira el diente para archivar y consignar, como si efectivamente de meros animales se tratara, los efectos del cambio destructor, el desgaste, no ya en el cuerpo sino en el esp¨ªritu.
El asunto no es ciertamente exclusivo de nuestro pa¨ªs. En Italia la prolongaci¨®n de la vida acad¨¦mica para los universitarios que se hallan en plenas facultades se reduce dr¨¢sticamente en raz¨®n de que los em¨¦ritos los pagan las universidades, mientras que la jubilaci¨®n es asumida por las arcas generales del Estado.
De alg¨²n modo esto est¨¢ en el orden de las cosas. La renuncia al ideario que apuntaba a generalizar una vida laboral compatible con la dignidad y la exigencia de creatividad de los humanos, acaba teniendo como consecuencia que a todos sin excepci¨®n se aplique el anatema b¨ªblico: "con dolor comer¨¢s todos los d¨ªas de la tierra". Y los que parezcan haber escapado a la maldici¨®n ser¨¢n con toda l¨®gica prematuramente arrinconados en los arcenes del esp¨ªritu. Se repudia la fortuna de que el propio trabajo sea algo m¨¢s que un ganap¨¢n. Fortuna de la que nadie deber¨ªa verse privado mientras sienta que cuerpo y mente responden, y para evitar precisamente que dejen de hacerlo. De las c¨ªclicas -y a menudo ret¨®ricas- referencias a personas centenarias que por lo f¨¦rtil de su actividad dan testimonio de que el esp¨ªritu humano tiene potencialidad para relativizar el determinismo fisiol¨®gico y en ocasiones para subvertir parcialmente sus leyes, personas como la Nobel de Fisiolog¨ªa Rita Levi Montalcini o Manoel de Oliveira, retengo las palabras del cineasta en este mismo diario, seg¨²n las cuales si dejara de filmar se morir¨ªa. Quiz¨¢s no se refer¨ªa exactamente a la muerte f¨ªsica.
V¨ªctor G¨®mez Pin es catedr¨¢tico de la Universitat Aut¨°noma de Barcelona (UAB), afiliado a Iniciativa per Catalunya.
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