Los moralistas, los economistas y sus abuelas
Alg¨²n d¨ªa, cuando salgamos de la crisis, ya con los nervios m¨¢s templados, habr¨¢ que hacer una historia pormenorizada de las explicaciones de la crisis. A primera vista, el repertorio no puede ser m¨¢s amplio. Como en botica, hay de todo. Desde las que invocan la ausencia de regulaci¨®n hasta las que apelan a las distorsiones introducidas por los incentivos institucionales, por la regulaci¨®n. Por ah¨ª en medio transitaron las que culpaban a la ambici¨®n de banqueros y especuladores.
Parec¨ªa el clavo ardiendo de cierta izquierda que, sin atreverse con el l¨¦xico anticapitalista, se conform¨® con el de los predicadores: la p¨¦rdida de los valores, la ambici¨®n sin escr¨²pulos y cosas as¨ª. El malo no era el sistema sino la naturaleza humana. El peccatum originale originatum de los escol¨¢sticos.
Para entender los procesos econ¨®micos hay que abandonar las hip¨®tesis hiperracionalistas
Lo que s¨ª est¨¢ en nuestras manos es modificar las instituciones
Entre ciertos economistas estas explicaciones son cosa de mucha risa, como, en general, diversas reflexiones que, al buscar soluciones a los males del mundo, acaban reclamando cambios en las mentalidades, los valores o la educaci¨®n. S¨ª, piensan, y si mi abuela tuviera ruedas, ser¨ªa un cami¨®n. Pero las cosas son como son y la maquinaria social funciona con el combustible del inter¨¦s. Ya saben, el panadero de Adam Smith.
Y no les falta raz¨®n. Hay una suerte de moralismo abstracto que, ante el menor problema, a la tercera frase ya est¨¢ invocando el conjuro del "cambio de valores". Es el mismo que acusa a los pol¨ªticos de electoralismo, de no pensar m¨¢s que en los votos. Que viene a ser como acusar a los futbolistas de tratar el bal¨®n a patadas o a los corredores de querer llegar antes que sus rivales a la meta.
Para bien o para mal, la b¨²squeda de votos es el argumento de la obra pol¨ªtica: el pol¨ªtico quiere gobernar, para gobernar ha de obtener m¨¢s votos que el contrario y el mejor modo de obtener m¨¢s votos es criticar su gesti¨®n. As¨ª es como hemos dise?ado las instituciones y, seg¨²n algunos, como funcionan mejor: movidos por sus mezquinos intereses, unos y otros se vigilan y, al final, conseguimos penalizar a los tramposos y minimizar los errores. En econom¨ªa, la explotaci¨®n de las oportunidades de beneficio es el combustible de la maquinaria. Culpar a la ambici¨®n est¨¢ fuera de lugar. De ah¨ª el irrealismo de las propuestas de buen rollo como la de "esto lo arreglamos entre todos" o las apelaciones por lo derecho a "la confianza". La confianza, como la felicidad, no se consigue con invocaciones. A decir verdad, si alguien nos dice, a palo seco, "conf¨ªa en m¨ª", mejor salir corriendo.
Si hay que elegir, prefiero la cruda arrogancia de los economistas al farise¨ªsmo gestero de
los otros. En la sobreactuaci¨®n de los moralistas hay un no s¨¦ qu¨¦ de impostada candidez que atufa a deshonestidad intelectual y para el que no se me ocurre mejor purga que las maneras bruscas y descre¨ªdas de los cultivadores de la ciencia triste. En las labores de derrumbe, los economistas pueden dar curso a una mala baba, no exenta de gracia, normalmente embridada en sus ¨¢ridos empe?os habituales, y que da mucho juego cuando hay que oxigenar los ambientes.
Por eso mismo, ser¨ªa de desear que no limitasen la aplicaci¨®n de sus talentos al moro muerto del buenismo moralista. Hay muchos otros lugares en los que las abuelas tambi¨¦n tienen ruedas. Sin ir m¨¢s lejos, en la propia econom¨ªa no faltan los fantaseos, por ejemplo, acerca de c¨®mo somos los humanos.
La teor¨ªa econ¨®mica, al menos la que camina por la avenida m¨¢s transitada, asume que los agentes somos ego¨ªstas y la mar de racionales. Tenemos en cuenta todas las opciones disponibles, evaluamos ¨®ptimamente las consecuencias que se siguen de cada una de ellas y actuamos en consecuencia sin otro objetivo que el mayor beneficio. La informaci¨®n relevante, contenida en los precios, nos bastar¨ªa para decidir. Si actuamos de ese modo, las cosas funcionan. Si nos desviamos, aparecen los problemas. Se nos complica la vida, la de cada uno y la de todos. Las burbujas especulativas, por ejemplo, se dan cuando nos dejamos llevar por la confianza en que las cosas ir¨¢n a mejor, sin que exista ninguna raz¨®n para ello, sin evaluar adecuadamente la informaci¨®n disponible. La explicaci¨®n de no pocos des¨®rdenes del mundo radicar¨ªa en que no somos tan racionales como sostiene la teor¨ªa.
A estas alturas, el lector puede empezar a pensar que quiz¨¢ no hay tanta diferencia entre culpar a "la falta de valores" y culpar a "la falta de racionalidad" y que, despu¨¦s de todo, quiz¨¢ las abuelas de los economistas tambi¨¦n tienen pinta de camiones. Y s¨ª, hay algo tramposo en ese proceder que apela "al mejor de los mundos". Como si un entrenador justificara la derrota de su equipo porque "sus jugadores no corren como un guepardo".
La trampa no consiste en apelar a una situaci¨®n hipot¨¦tica, a c¨®mo hubiesen ido las cosas si se hubiera actuado de otra manera, sino al grado de realismo de esa "otra manera". La explicaci¨®n de la derrota porque "no jugaron por los extremos" tambi¨¦n apela a una situaci¨®n hipot¨¦tica y la damos por buena. No est¨¢ al alcance de los jugadores correr como un guepardo, al menos sin farmacopea, pero s¨ª que est¨¢ a su alcance jugar por los extremos.
En realidad, toda explicaci¨®n tiene algo de lamento y, en un momento u otro apela a situaciones hipot¨¦ticas, a posibilidades que no llegaron a cuajar. Y todas las valoraciones, algo de reproche. Las historias, la de las revoluciones americana, francesa, rusa, la de la Segunda Rep¨²blica, la de Cuba o la de la Transici¨®n y, tambi¨¦n, la de cada cual, tienen otra historia que pudo haber sido y no fue, pulcra y sin sombras, que las averg¨¹enza y desmerece. Pero no todas las nostalgias valen igual. Consideramos infeliz a alguien que, como el poeta, se lamenta por no haber apostado por "alguien que le am¨® y que le abandona"; a quien se lamenta por no haber apostado por la Elsa de Casablanca lo consideramos un trastornado. Nos importa el realismo del repertorio de posibilidades.
De modo que lo que hay que tasar es el grado de realismo de los humanos conjeturados por los economistas, no sea que tenga el mismo que El libro de los seres imaginarios de Borges. Si no nos reconocemos ni por casualidad, quiz¨¢ sea cosa de pensar que explicar la crisis por los "fallos" de las personas ser¨ªa como explicar la derrota futbolera por los guepardos. En 2002, Daniel Kahneman se llev¨® el Nobel por recordar que los mortales comunes y los que suponen los economistas nos parecemos como un huevo a una casta?a. Somos racionales pero no tanto. As¨ª las cosas, no es raro que el a?o pasado en un libro, Animal Spirits, escrito a dos manos con Robert Schiller, otro premiado, Akerloff recomendase abandonar las hip¨®tesis hiperracionalistas si quer¨ªamos entender los procesos econ¨®micos, incluida la crisis. Su diagn¨®stico, en apariencia, no anda tan alejado del convencional: tal como somos, confiados, temerosos y bastante imprevisibles, es normal que, con las instituciones que tenemos, pasen las cosas que pasan. Pero hab¨ªa un importante matiz, un cambio de ¨¦nfasis en la situaci¨®n hipot¨¦tica invocada: no buscaba soluciones donde no se pueden encontrar, enfilando la senda imposible del "si fu¨¦ramos de otra manera, racionales", sino en las instituciones, algo que s¨ª est¨¢ en nuestra mano modificar.
A lo que se ve, casi todo el mundo tiene una abuela tuneada. Nos podemos re¨ªr hasta descoyuntarnos de quienes achacan los males del mundo a la codicia o al af¨¢n de lucro. Pero, por favor, que no se acabe la fiesta. Hay mucho material.
F¨¦lix Ovejero Lucas es profesor de ?tica y Econom¨ªa de la Universidad de Barcelona. Su ¨²ltimo libro es Incluso un pueblo de demonios (Katz).
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