Duelo por la Rep¨²blica Espa?ola
Las matanzas en el bando antifranquista durante la Guerra Civil no fueron de los republicanos, sino de los partidarios de una revoluci¨®n social que, de haber triunfado, tambi¨¦n hubiera supuesto el fin de la Rep¨²blica
En la noche del 22 al 23 de agosto de 1936, Manuel Aza?a y su amigo y abogado ?ngel Ossorio mantuvieron una larga y dram¨¢tica conversaci¨®n en el Palacio Nacional. Hab¨ªan llegado a Palacio las noticias de las atrocidades cometidas por milicianos en el asalto a la c¨¢rcel Modelo de Madrid, donde fueron abatidos o fusilados varias decenas de presos, entre otros Melqu¨ªades ?lvarez, antiguo jefe pol¨ªtico de Aza?a en el Partido Reformista. Aza?a no puede soportar el duelo inmenso por la Rep¨²blica, la insondable tristeza que le produce la matanza y siente veleidades de dimisi¨®n. Ossorio, que ha sido llamado por Cipriano de Rivas, cu?ado del presidente, intenta tranquilizarlo recurriendo a un argumento que irrita a su amigo, pero que acaba por calmar su ansiedad: las muertes de aquellas personas, muchas de ellas encarceladas con el ¨²nico prop¨®sito de garantizar su seguridad, entraban en la "l¨®gica de la historia".
Dionisio Ridruejo reconoci¨® que las matanzas de los rebeldes obedec¨ªan a un plan
La actual democracia, imperfecta, se construy¨® sobre el di¨¢logo y la reconciliaci¨®n
Esa conversaci¨®n, que Aza?a reproducir¨¢ en su diario y en La velada en Benicarl¨®, condensa como ninguna otra el drama pol¨ªtico y de conciencia vivido por un pu?ado de republicanos -y por algunos socialistas- ante la enormidad de los cr¨ªmenes cometidos en los territorios que hab¨ªan quedado bajo autoridad nominal del Gobierno leg¨ªtimo. Lo viv¨ªan, ese drama, quienes, sabiendo de los cr¨ªmenes y sintiendo repugnancia por tanta sangre derramada, decidieron mantenerse leales a la Rep¨²blica. No se lo plantearon los que mataban, que consideraban la muerte de los representantes del viejo orden social como una exigencia de la revoluci¨®n; tampoco quienes, sin matar, los justificaban por alguna necesidad hist¨®rica o porque antes de la revoluci¨®n fue la rebeli¨®n, como el cat¨®lico y jurista Ossorio; ni, en fin, quienes apoy¨¢ndose en su comisi¨®n se apresuraron a poner tierra por medio para refugiarse en una tercera Espa?a que se pretend¨ªa neutral y se constitu¨ªa, en Par¨ªs, como reserva de futuro.
De modo que el debate sobre la naturaleza y alcance de los cr¨ªmenes cometidos en territorio de la Rep¨²blica como consecuencia inmediata de la rebeli¨®n militar es tan viejo como aquellas semanas de julio y ha suscitado no solo apasionados enfrentamientos, sino grandes obras literarias, como el paseo por Madrid del profesor particular de filosof¨ªa Hamlet Garc¨ªa, un ¨¢lter ego de Paulino Masip; o la atormentada angustia de un joven juez durante los D¨ªas de llamas, de Juan Iturralde; o los cortos, magistrales, relatos de Manuel Chaves Nogales. Tal vez si nos situ¨¢ramos en esa larga y honda corriente y abandon¨¢ramos la vana pretensi¨®n de decir algo grande y definitivo -esa "pu?etera verdad" a la que se refiere Javier Cercas- que no se haya dicho ya mil veces sobre nuestro horrible pasado, evocar¨ªamos los cr¨ªmenes entonces cometidos en zona republicana como una tragedia por la que todos tendr¨ªamos que hacer duelo. Porque el duelo del que hablaba Aza?a obedec¨ªa a la evidencia -insoportable para quienes esperaron alg¨²n d¨ªa que la Rep¨²blica significara el amanecer de un nuevo tiempo-, de que esas matanzas nada ten¨ªan que ver con su defensa ni con los valores por ella representados, sino con el comienzo de una revoluci¨®n social que, entre otras cat¨¢strofes como acelerar la derrota, significar¨ªa, de triunfar, el fin de la misma Rep¨²blica. Cuando se comparan los cr¨ªmenes de los rebeldes con los de los leales, al modo en que Ossorio se lo dec¨ªa a Aza?a: ellos comenzaron; o se insiste en que fueron menos: ellos matan m¨¢s; o se reducen a desmanes de incontrolados: ellos planifican; lo que se olvida es que esos cr¨ªmenes obedecieron a una l¨®gica propia, reiteradamente publicitada desde discursos de l¨ªderes anarquistas, comunistas y socialistas, repetidos cada vez que se comet¨ªa un crimen masivo: que era preciso destruir desde la ra¨ªz el viejo mundo, prender fuego a sus s¨ªmbolos y proceder a la limpieza de sus representantes.
De esta suerte, muchos miles de asesinados en las semanas de revoluci¨®n no lo fueron por franquistas ni por apoyar a los rebeldes: de lo primero no tuvieron tiempo ni de lo segundo, ocasi¨®n. Murieron porque quienes los mataron cre¨ªan que una verdadera revoluci¨®n -que es una conquista violenta de poder pol¨ªtico y social- solo puede avanzar amontonando cad¨¢veres y cenizas en su camino. Fue en ese marco y movidos por estas ideolog¨ªas y estrategias por lo que se cometieron en territorio de la Rep¨²blica, durante los primeros meses de la guerra, cr¨ªmenes en cantidades no muy diferentes y con id¨¦ntico prop¨®sito que en el territorio controlado por los rebeldes: la conquista, por medio del exterminio del enemigo, de todo el poder en el campo, en el pueblo, en la ciudad. Luego, desde los hechos de mayo de 1937 en Barcelona, la guerra continu¨®, la Rep¨²blica consigui¨® rehacer un ej¨¦rcito y un m¨ªnimo aparato de Estado y, aunque no se puso fin a las ejecuciones sumarias, al menos se controlaron las matanzas.
Solo ah¨ª comienza la verdadera diferencia en la que tanto insisten quienes califican de desmanes los cr¨ªmenes de unos y de genocidio o crimen contra la humanidad los de otros. La diferencia consiste en que, a pesar de su rearme, la Rep¨²blica no logr¨® conquistar nuevos territorios, y dentro del suyo la limpieza ya hab¨ªa cumplido la tarea que se le hab¨ªa asignado sin que la revoluci¨®n social hubiera culminado como revoluci¨®n pol¨ªtica: en un territorio progresivamente reducido era in¨²til -y ya no hab¨ªa a qui¨¦n- seguir matando a mansalva, como en las primeras semanas de la revoluci¨®n. Los rebeldes, sin embargo, cada vez que ocupaban un pueblo, una ciudad, prosegu¨ªan la implacable y met¨®dica pol¨ªtica de limpieza vali¨¦ndose de la maquinaria burocr¨¢tico-militar de los consejos de guerra. Eso fue lo que cav¨® un abismo entre la rebeli¨®n triunfante y la Rep¨²blica derrotada, un abismo en el que sucumbieron otros 50.000 espa?oles fusilados tras inicuos consejos de guerra una vez la guerra termin¨®.
Uno de los vencedores, Dionisio Ridruejo, defini¨® hace ya varias d¨¦cadas la pol¨ªtica de limpieza realizada por su propio bando como una operaci¨®n perfecta de extirpaci¨®n de las fuerzas pol¨ªticas que hab¨ªan patrocinado y sostenido la Rep¨²blica y representaban corrientes sociales avanzadas o movimientos de opini¨®n democr¨¢tica y liberal. Una represi¨®n, escrib¨ªa Ridruejo, dirigida a establecer por tiempo indefinido la discriminaci¨®n entre vencedores y vencidos. ?C¨®mo se pod¨ªa derribar esa barrera divisoria, c¨®mo se pod¨ªa iniciar un proceso que clausurara esa discriminaci¨®n? La historia se ha contado ya mil veces: no exist¨ªa posibilidad de reconstruir la m¨ªnima comunidad moral en que consiste cualquier Estado democr¨¢tico si gentes procedentes de los dos lados de la barrera no establec¨ªan una corriente en ambas direcciones para sentarse en torno a una misma mesa, hablar, negociar y llegar a alg¨²n acuerdo sobre el futuro.
Y eso empez¨® a ocurrir, en Espa?a y en el exilio, desde los contactos de la Alianza Nacional de Fuerzas Democr¨¢ticas y del PSOE con la Confederaci¨®n Mon¨¢rquica al final de la II Guerra Mundial, y sigui¨® con los encuentros de hijos de vencedores y vencidos en las universidades desde mediados los a?os cincuenta, con la pol¨ªtica de reconciliaci¨®n aprobada por el Partido Comunista en junio de 1956, con el coloquio de M¨²nich de 1962, con las reuniones de las comisiones obreras -entonces todav¨ªa con art¨ªculo y min¨²sculas- y de movimientos ciudadanos en locales facilitados por parroquias y conventos, con las iniciativas de di¨¢logo y colaboraci¨®n entre comunistas y cat¨®licos en los a?os sesenta y las Juntas Democr¨¢ticas de los setenta. En todos estos encuentros se trataba de mirar al futuro sin dejarse atrapar por la sangre derramada en el pasado, de hablar por eso un lenguaje de democracia que daba por clausurada la Guerra Civil o, para decirlo como entonces se dec¨ªa, que consideraba la Guerra Civil como pasado, como historia, no como algo presente que pudiera determinar el futuro.
Esta visi¨®n, y las consecuencias pol¨ªticas de ella resultantes, es lo que est¨¢ a punto de ser arrojada al basurero de la historia con la creciente argentinizaci¨®n de nuestra mirada al pasado y la demanda de justicia transicional 35 a?os despu¨¦s de la muerte de Franco. Denostada hoy como mito y mentira, la Transici¨®n fue el resultado de una larga historia espa?ola iniciada por un sector de quienes fueron j¨®venes en la guerra y continuada por un pu?ado de quienes fueron ni?os en la posguerra. No es una historia de miedo ni de aversi¨®n al riesgo; consisti¨® m¨¢s bien en mirar adelante, recusando la herencia recibida, y no a los lados, desde donde no se esperaba ning¨²n impulso democratizador. Esas gentes construyeron una democracia -imperfecta, deficitaria, como todas- sobre una experiencia pol¨ªtica de di¨¢logo y reconciliaci¨®n en la que nadie pretendi¨® defender las razones que pudieran haber asistido a sus padres cuando empu?aron las armas. Si cada cual, a la muerte de Franco, hubiera puesto encima de la mesa su pu?etera verdad, es posible que todos nos hubi¨¦ramos ido a hacer pu?etas dejando como ¨²nica herencia el lamento por otra gran ocasi¨®n perdida.
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