Hinchas y marcianos
Hay d¨ªas milagrosos. El martes, por ejemplo, lo fue. Sal¨ªa del m¨¦dico. Eran las siete de la tarde y me par¨¦ en una esquina para tomar un taxi. Hab¨ªa un atasco cortazariano, un atasco que paralizaba el mundo. Entonces, se produjo el milagro. Pens¨¦, no tengo prisa, no tengo nada que hacer, tengo mi columna escrita, un libro reci¨¦n entregado, ninguna cita a la que llegar puntual, no tengo razones para sentirme culpable, no quiero pensar nada en concreto, voy a dejar que los pies me lleven hasta casa; mis sandalias son c¨®modas, llevo un bolso que no pesa, no me duele nada; no s¨¦ cu¨¢nto camino tengo por delante, siete kil¨®metros tal vez. Qu¨¦ importa. Los lugares que uno conoce son siempre peque?os. Ech¨¦ a andar. Se percib¨ªa en el aire un ambiente de excitaci¨®n, de prisa, de rabia. Los pu?os sal¨ªan de los coches maldiciendo a los conductores torpes o a los peatones que ten¨ªan la osad¨ªa de no llegar a la otra acera antes de que el mu?eco parpadeara. Los pobres viejos cruzaban como si huyeran de la amenaza de atropello. No era un miedo injustificado: mientras cruz¨¢bamos, los coches rug¨ªan como si fueran perros rabiosos que nos ense?aban los dientes. Un ni?o gordito de unos cuatro a?os caminaba r¨¢pido de la mano de su padre. Llevaba una camiseta en la que se le¨ªa, "La Furia Roja". El cr¨ªo extendi¨® las manos para que el padre lo tomara en brazos. El peque?o h¨¦roe de la furia roja se qued¨® dormido en el hombro querido, so?ando con meter esos goles que le estaban negados en la vida real. Las abuelas paseaban por la acera, ajenas a las prisas como yo, recuerdo a una que hablaba animadamente con uno de esos chuchos de ojos saltones sobre la huelga de metro y la inminencia del partido. Es evidente que algunas abuelas piensan que sus maridos muertos se reencarnan en chuchos de ojos saltones. Un chaval joven maldec¨ªa por el m¨®vil, por culpa de la puta huelga, dec¨ªa, se iba a perder el principio. Y yo, que, como todas las personas nerviosas, tiendo a sufrir con los ambientes agresivos, viv¨ªa inmersa en mi tarde milagrosa, mirando aquello como si no fuera conmigo, libre de disfrutar el partido o de hacer que lo disfrutaba, como hacen algunas personas que no quieren quedarse al margen de los grandes acontecimientos. Cada poco me cruzaba con un grupo de minifalderas: se hab¨ªan tatuado la bandera de Espa?a en el escote. El rojo y el amarillo vibraban con el ligero temblor de sus tetas adolescentes. Aquellas banderitas acabar¨ªan saltando arriba y abajo al celebrar los goles. Me daba la impresi¨®n de que yo andaba en direcci¨®n contraria a todos ellos, que me dirig¨ªa a un barrio reservado a quienes no iban a participar en esa especie de comuni¨®n masiva. Me alegr¨¦ por no haber encontrado un taxi y por no buscarlo: hubiera llegado a casa con los o¨ªdos destrozados por la retransmisi¨®n. Recuerdo lo melanc¨®lico que me parec¨ªa hace a?os viajar en taxi un domingo por la noche escuchando programas deportivos. Hoy, la informaci¨®n deportiva ha acaparado tanto espacio, que la melancol¨ªa dominguera del taxi se ha convertido en desesperaci¨®n diaria. Ya cerca de casa baj¨® de volumen la sinfon¨ªa de bocinas. Pod¨ªa sentir el runr¨²n de las teles, de las reuniones familiares, de los bares fe¨²chos de mi barrio en los que se acodaban en la barra, como pegados con velcro, hombres de bar que solo comparten sus emociones con otros hombres de bar. Entr¨¦ en mi panader¨ªa, Recuerdos Patag¨®nicos, ese templo del pan en el que unos argentinos bondadosos me proveen a diario de pan delicioso para el desayuno. Estos d¨ªas su mostrador vibra con tertulias futboleras de hombres valientes que arreglan el Mundial. Esa tarde no hab¨ªa nadie. El due?o escuchaba la radio y esperaba, no la hora de cerrar, sino el d¨ªa glorioso en que volviera a jugar su selecci¨®n. Con mi barra bajo el brazo, como Paco Umbral cuando era el gran columnista que nos hizo so?ar con hacernos columnistas, cubr¨ª el ¨²ltimo tramo hasta casa. Sent¨ª por un momento la tentaci¨®n de poner la tele. Para qu¨¦. La celebraci¨®n ruidosa del gol nos puso al tanto de la victoria. No s¨¦ si habr¨¢n captado a estas alturas que el f¨²tbol no me interesa gran cosa. Lo cual no significa que tenga nada en contra. Resumiendo, estoy al margen. Cuando era ni?a intent¨¦ que me gustara para ser como mis hermanos, cuando trabajaba en la radio trat¨¦ de que me apasionara para ser como mis compa?eros. No hubo manera. Algunos talludos intelectuales cuentan que en los setenta se ve¨ªan obligados a ocultar su afici¨®n por aquello de que el f¨²tbol era el pan y circo del franquismo. El resultado es que salieron del armario con tal fuerza que ahora sucede al contrario: no hay personaje p¨²blico que se atreva a manifestar su desafecci¨®n futbol¨ªstica. Hace una semana, en Santillana del Mar, rodeada de escritores, hice gala de mi proverbial despiste y me atrev¨ª a preguntar qui¨¦n jugaba esa tarde. ?Espa?a!, dijeron, y me miraron como si acabara de descender de un platillo volante. Yo pens¨¦: ?Ya tenemos an¨¦cdota! As¨ª fue, qued¨® glosada con humor en el blog de ?ngeles Mastretta. Por fortuna, me encontr¨¦ con otro ser que hab¨ªa descendido del mismo platillo que yo, Rosa Montero. Ahogamos nuestra condici¨®n de marcianas en alcohol. Todo, con tal de no mostrar una pasi¨®n que no se siente. -
Sent¨ª la tentaci¨®n de poner la tele. Para qu¨¦. La celebraci¨®n ruidosa del gol nos puso al tanto de la victoria
Algunos intelectuales en los setenta ocultaban su afici¨®n por el f¨²tbol porque era el pan y circo del franquismo
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