Clases a la bolo?esa
La implantaci¨®n este curso del 'modelo Bolonia' abre la posibilidad de acabar con las "clases magistrales". Sin embargo, a¨²n hay profesores y alumnos que defienden este m¨¦todo medieval, anterior a la imprenta
Es posible que la implantaci¨®n del llamado modelo Bolonia (que algunos profesores llaman "la amenaza Bolonia") tenga muchos de los inconvenientes que nos predicen los agoreros, pero tiene sin duda una enorme ventaja: abre la posibilidad de acabar con el nefasto h¨¢bito medieval de dar y recibir clases. O, al menos, nos facilita mucho las cosas a los profesores que llevamos a?os intentando no dar ni una. Es la parte buena del modelo docente cuya implantaci¨®n est¨¢ prevista para este mismo mes en las universidades espa?olas que todav¨ªa no lo han hecho. Una espl¨¦ndida noticia, al margen de que sea cierto o no que el modelo Bolonia es solo una estrategia del Mercado Feroz para acabar con los heroicos especialistas en filolog¨ªa wahili o para reconvertir a los novelistas en ingenieros.
En general, lo que uno redacta y corrige tiene m¨¢s solidez que lo que se expone oralmente
El di¨¢logo en clase debe sustituir al espect¨¢culo de los alumnos anotando cosas que no entienden
De las costumbres arcaicas que a¨²n padecemos en la ense?anza, pocas hay m¨¢s absurdas y da?inas que las llamadas "lecciones magistrales" (no es broma, se llaman as¨ª). Como es sabido, el asunto consiste en que por las tardes los profesores repasan en alg¨²n libro el tema que tienen que exponer a la ma?ana siguiente. Durante la hora de clase lo desarrollan, m¨¢s o menos correctamente, en forma de soliloquio. Los alumnos toman notas (los tristemente famosos "apuntes") de lo que logran escribir de lo que consiguen entender de lo que el profesor ha dicho. Meses despu¨¦s, para preparar el examen, memorizan lo que son capaces de descifrar en las notas que han tomado.
?No ser¨ªa m¨¢s l¨®gico empezar al rev¨¦s? Es decir, que sea la lectura por los alumnos de un texto bien elaborado el punto de partida y el di¨¢logo con el profesor un apoyo para la mejor comprensi¨®n y asimilaci¨®n del texto. ?O es que hay tantos profesores capaces de exponer un tema mejor de forma oral que dedicando un par de tardes a escribirlo? Y esta cuesti¨®n, particularmente importante en el caso de las disciplinas human¨ªsticas, debe plantearse tambi¨¦n a las ciencias sociales y a las experimentales.
El origen medieval del m¨¦todo se advierte claramente en el pomposo t¨¦rmino "lecciones magistrales". La lecci¨®n (lectio) era una lectura que el ayudante realizaba y que despu¨¦s el maestro (magister) comentaba de forma oral. El mismo esquema que a¨²n utilizan las misas de los cat¨®licos: los subalternos leen fragmentos del Nuevo Testamento y luego el sacerdote los comenta para extraer y desarrollar su sentido. Tal sistema era inevitable cuando a¨²n no exist¨ªa la imprenta, que abri¨® la posibilidad de que todo el mundo pudiese leer los textos directamente. Es decir: las "lecciones magistrales" dejaron de tener sentido a partir de Gutenberg. O, mejor dicho, tienen sentido cuando se trata de un texto sagrado cuyo sentido ortodoxo hay que predicar, pero no cuando se trata de una disciplina racional o cient¨ªfica cuyo sentido hay que comprender y sobre el que hay que reflexionar y deliberar.
Todos hemos tenido profesores espl¨¦ndidos a los que daba gusto escuchar. ?Cu¨¢ntos fueron? ?El 10%, el 20%? Mi impresi¨®n, a ojo de buen cubero, es que fueron menos. El resto aburr¨ªa a las ovejas. Es cierto que hay algunos profesores que hablan con brillantez y, sin embargo, solo escriben textos pl¨²mbeos. "Jos¨¦ Mar¨ªa" -le dec¨ªa un amigo m¨ªo al catedr¨¢tico que hab¨ªa sido su maestro-, "?c¨®mo es posible que sea tan fascinante escucharte y tan aburrido leerte?". Estos profesores deber¨ªan seguir dando clases tradicionales, que adem¨¢s -en su caso- son realmente magistrales. Tambi¨¦n es cierto que hay escritores magn¨ªficos que, al escucharlos en persona, le tiran a uno el alma a los pies. No recuerdo cu¨¢l era el que le dec¨ªa a un decepcionado admirador al rato de conocerlo: "Tenga usted en cuenta que mis libros son mucho m¨¢s inteligentes que yo". Pero la regla general es que lo que uno piensa, estructura, redacta y corrige tiene mucha m¨¢s coherencia y solidez que lo que expone oralmente de forma m¨¢s o menos ordenada. Y, desde luego, tiene mucha m¨¢s calidad que los apuntes que un estudiante toma al escuchar al magister.
Quienes hayan tenido que padecer las deprimentes reuniones que en nuestras universidades se han realizado recientemente para organizar la adaptaci¨®n al modelo Bolonia habr¨¢n comprobado que una gran parte de los profesores las han planteado de forma abiertamente lampedusiana: "Vamos a ver lo que tenemos que aparentar que hemos cambiado para poder seguir haciendo lo de siempre". Lo curioso es que tambi¨¦n son bastantes (aunque no tantos) los alumnos que defienden el m¨¦todo tradicional con argumentos del tipo: "Es que se nos quedan mejor las cosas al escucharlas que al leerlas". Claro, la falta de funci¨®n atrofia el ¨®rgano. As¨ª que a las afirmaciones pintorescas, respuestas disparatadas: "Entonces, si os parece, yo grabo todas las clases y os las doy para que las escuch¨¦is en vuestro MP3". Entonces los estudiantes sonr¨ªen y empiezan a entender lo que es argumentar por reducci¨®n al absurdo.
Cuando se les dice el primer d¨ªa de clase a los alumnos que el principal objetivo de la asignatura es ense?arles a leer, sus rostros expresan el diagn¨®stico que acaban de hacer: "Este profesor es un cachondo mental que pretende tomarnos el pelo". D¨ªas despu¨¦s, tras unas cuantas horas de deliberaci¨®n sobre los primeros textos que han le¨ªdo, tras haber dialogado acerca de ellos con el profesor y haber escuchado lo que sus compa?eros entendieron en las mismas p¨¢ginas que ellos han le¨ªdo, la expresi¨®n de los rostros cambia bastante. Expresan entonces el descubrimiento de que leer no es una actividad tan autom¨¢tica como pensaban, que el sentido cambia mucho cuando hay la oportunidad de dar una cuantas vueltas a lo que otros han encontrado en esas mismas p¨¢ginas que en una primera lectura parec¨ªan tener un sentido tan claro.
Podr¨ªa pensarse que la resistencia a abandonar el sistema tradicional por parte de muchos profesores es debida a que el comentario de textos (propios o ajenos) requiere bastantes horas de interacci¨®n con los estudiantes, grupos poco numerosos y, por tanto, mucho m¨¢s tiempo de docencia presencial para el profesor. Se podr¨ªa matizar tal objeci¨®n, porque lo que requiere el m¨¦todo son horas previas de lectura por el estudiante, pero este tipo de clases requiere menos preparaci¨®n inmediata que las monologales y adem¨¢s el n¨²mero de horas de docencia presencial que solemos tener los profesores universitarios (por razones justificadas, desde luego) es bastante menor que el que tienen los de ense?anza media (por no hablar de los horarios de taxistas o camareros).
Pero el verdadero problema quiz¨¢ est¨¦ en la preparaci¨®n de fondo, pues este tipo de ense?anza lo que de verdad requiere es una s¨®lida base de conocimientos, una capacidad de responder a cuestiones imprevistas, una flexibilidad para interaccionar con el interlocutor sin saber cu¨¢l va a ser su pr¨®ximo paso... Es mucho m¨¢s f¨¢cil y m¨¢s c¨®modo memorizar el temario y repetir a?o tras a?o las lecciones. Magistrales, claro est¨¢.
Pero la pereza y la inseguridad probablemente no sean las ¨²nicas razones que se ocultan tras la defensa numantina de las clases tradicionales y la resistencia a las dialogadas. Es curioso que los profesores m¨¢s proclives a la ense?anza interactiva suelen ser los que reciben m¨¢s invitaciones a impartir seminarios, ponencias y conferencias fuera de su propia universidad (y fuera de la universidad). Y es curioso tambi¨¦n observar la forma en que muchos defensores de las clases tradicionales en formato de soliloquio disfrutan en el momento de repetir sus peri¨®dicos mon¨®logos. Gozan intensamente de las horas de clase, con el placer de tener a unas docenas (?a veces un centenar!) de criaturas escuchando (y anotando) su brioso verbo a lo largo de una hora, sin interrupciones. Dec¨ªa Freud que nadie es capaz de renunciar sinceramente a un placer que ha conocido. Y hay pocos placeres m¨¢s dulces que los que acarician el n¨²cleo de la naturaleza humana. Es decir, el narcisismo.
Vidas y muertes de Luis Mart¨ªn-Santos (Tusquets).
Jos¨¦ L¨¢zaro es profesor de Humanidades M¨¦dicas en la Universidad Aut¨®noma de Madrid y premio Comillas de Historia, Biograf¨ªa y Memorias por su libro
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