Maneras de vivir
La culpa es m¨ªa. Hay que dejar una transici¨®n entre un libro y otro. Un d¨ªa siquiera para caminar con las manos en los bolsillos, rumiando el libro que acabamos de leer hasta que se asiente en alg¨²n lugar del pensamiento. Despu¨¦s de ese periodo de respeto al libro le¨ªdo hay que elegir muy bien el siguiente, porque comparar libros es como comparar personas, injusto y barato. As¨ª que este art¨ªculo nace ya con una tara que asumo: trata de dos libros que jam¨¢s debiera haber le¨ªdo seguidos. Hab¨ªa pasado una semana leyendo las memorias de Harpo Marx. Hace un tiempo habl¨¦ de ellas, pero no del libro entero, sino de un volumen diminuto que extra¨ªa s¨®lo lo referente a su infancia y que est¨¢ en una colecci¨®n deliciosa sobre Nueva York. Ahora la editorial Seix Barral va a publicar las memorias completas y yo le¨ªa el libro en folios para escribir un pr¨®logo a Don Harpo. Seiscientas p¨¢ginas de diversi¨®n. Ni la miseria, ni la dureza que supon¨ªa criarse en un barrio neoyorquino de inmigraciones enfrentadas a principios del siglo XX pudieron con la alegr¨ªa de los Marx. La bondad del padre y la valent¨ªa de la madre fueron determinantes para que esos cinco muchachos pasaran de ser c¨®micos de la legua a actores de Hollywood. El verbo de Harpo contiene una ense?anza: la vida es juego; mientras no haya una tragedia que te destroce el coraz¨®n, no hay que tomarse a s¨ª mismo demasiado en serio. Acab¨¦ sus memorias con ganas de dar patadas a los charcos. La alegr¨ªa y la bondad son contagiosas. Harpo jug¨® hasta su muerte: cuando se cas¨® en una t¨ªpica boda americana, con juez medio en pijama y testigos desconocidos, o cuando llen¨® su hogar de bichos y de ni?os adoptados, cuatro, a los que durante toda su vida les dijo: "Sois vosotros los que me adoptasteis a m¨ª". Nombr¨¦ a Harpo mi santo laico y me entraron unas ganas de jugar terribles: de preparar comidas y llenar la mesa de gente, de no perder ni un segundo en aquello que a¨²n no teniendo importancia me ara?a el ¨¢nimo. ?Harpo, Harpo, Harpo, ay¨²dame a ser como t¨²! Ese era mi estado de ¨¢nimo cuando, sin dejar el d¨ªa de respeto que todo libro merece, me fui a la cama con otro (libro): Correr el tupido velo, una memoria personal de Pilar Donoso, la hija de Jos¨¦ Donoso y su mujer, Pilar. Fue como si alguien me arrastrara a empujones del lado soleado de la calle a la acera sombr¨ªa de la vida. Hab¨ªa le¨ªdo un art¨ªculo elogioso de Vargas Llosa sobre el libro y luego me lo recomend¨® vivamente Juan Cruz. Los dos conocieron a Donoso y los dos alababan la sinceridad con que la hija emprendi¨® la tarea de recordar a sus padres. Yo alabo algo infrecuente: la aceptaci¨®n de esos padres, Jos¨¦ y Pilar, tal y como fueron, dif¨ªciles, mezquinos a veces, m¨¢s preocupados por ellos mismos que por la criatura que hab¨ªan adoptado, pero amorosos con ella tambi¨¦n. Es, sin duda, un acto de amor aceptar a tus seres queridos tal cual fueron, sin rehuir la parte oscura, el alcoholismo de la madre, por ejemplo, la supuesta homosexualidad del padre, por ejemplo. Aun reconociendo la val¨ªa de esta empresa y el acto de valent¨ªa que ha debido suponer enfrentarse al pasado, no deja una de pensar que la talla intelectual no justifica una mala paternidad. Yo tambi¨¦n conoc¨ª a la pareja: eran atentos, simp¨¢ticos, afectuosos. Fue (esto no cuadra aqu¨ª) en mi viaje de novios a Roma, un cap¨ªtulo de mi vida que merecer¨ªa un relato de car¨¢cter c¨®mico, porque se convirti¨® en una comedia italiana. Pero estamos en los Donoso: coincidimos, por cosas de la literatura, en el Hotel Excelsior. Ellos nos propusieron visitar la Capilla Sixtina y nosotros dijimos que s¨ª, porque no sab¨ªamos decir que no, aunque corr¨ªamos el peligro de perder el avi¨®n. El sainete comenz¨® en el hotel: la imponente Pilar sali¨® por la puerta giratoria, pero se qued¨® parada entre el ¨¢ngulo de los dos cristales, y yo que iba detr¨¢s, no repar¨¦ en su despiste y empuj¨¦ la puerta con todas mis fuerzas. El resultado es que una de las alas la golpe¨® con fuerza haci¨¦ndola caer en brazos de un portero con reflejos. Nos vimos en un portentoso Mercedes, prestado por la embajada chilena, camino del Vaticano. No lo dijimos, pero lo pensamos: "Qu¨¦ bien se lo montan los escritores latinoamericanos". Luego he sabido, por este libro, del desastre econ¨®mico de su vida. Ellos hablaban de ventas y contratos; nosotros nos mir¨¢bamos sabiendo que compart¨ªamos el mismo pensamiento: "?C¨®mo puede uno mantener intacta la ambici¨®n cuando est¨¢ a punto de morirse?". Al fin, emprendimos camino a pie para llegar a la Capilla. Corredores interminables. Pilar y yo delante, Donoso y Antonio detr¨¢s. Ella, habl¨¢ndome de algo que aparece mucho en el libro, su deseo de independizarse emocionalmente del escritor; ¨¦l, el viejo escritor, jadeante, lent¨ªsimo, apoyado en el otro escritor joven, habl¨¢ndole de un futuro que ya no ser¨ªa sino posteridad porque morir¨ªa dos meses m¨¢s tarde. Por fortuna, no perdimos el vuelo, eso salv¨® el afecto que les hab¨ªamos tomado. Un afecto que se mantiene leyendo ahora sobre el desastre sentimental de sus vidas. Pero me he pasado el libro invocando a Harpo y recordando aquella memorable frase de Woody Allen: "No quiero seguir viviendo en la memoria de mis admiradores, quiero seguir viviendo en mi apartamento".
Dec¨ªa Harpo Marx: "Mientras no haya una tragedia, no hay que tomarse a s¨ª mismo demasiado en serio"
Sin duda es un acto de amor aceptar a tus seres queridos tal cual fueron, sin rehuir la parte oscura
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