Mar de dudas
Hay personas a las que no les cabe la menor duda. Tiene su l¨®gica. Son personas tan sobradas de razones que no tienen sitio en su cerebro para albergar una duda, por muy peque?a que sea. A ese tipo de personas las llevo rehuyendo desde ni?a. En mi juventud me acomplejaban; ahora, me aburren. Fundamentalmente. Creo que a ese tipo de personas se las observa con m¨¢s claridad cuando se llega a la madurez: tienes la oportunidad de ver c¨®mo act¨²an en un ciclo de vida amplio. A m¨ª me ha dado tiempo, por ejemplo, a tener que soportar la intransigencia de un militante de izquierdas y ver a ese mismo individuo, a?os despu¨¦s, transformado en un intransigente de derechas. Se dir¨ªa que es un cambio radical; pues bien, hace tiempo que llegu¨¦ a la conclusi¨®n de que en esas personas nada cambia: defienden con la misma furia lo que piensan en cada momento y adoptan el mismo sarcasmo cruel hacia el adversario. Tambi¨¦n hay derechosos que a la vejez se volvieron de izquierdas, pero eso fue, por razones obvias, m¨¢s propio de los ¨²ltimos a?os del franquismo. No me refiero a los chaqueteros. Al chaquetero se le presupone un af¨¢n pr¨¢ctico, oportunista. A este individuo hinchado de certezas, al poseedor de la verdad, no le hace falta que sus ideas sean populares, incluso en ocasiones se recrea en sentirse perseguido o ninguneado. El fan¨¢tico necesita una dosis de paranoia. El poseedor de la verdad lo que desea con fervor es que el mundo quede ordenado en su mente gracias a una idea iluminadora que lo abarque todo y barra las dudas. Esa verdad puede estar contenida en una ideolog¨ªa, en una religi¨®n, en un grupo de presi¨®n o en una forma de vida. Para alguien que, como yo, vive, a la manera machadiana, en guerra con sus entra?as, los poseedores de la verdad son, por abreviar, un aut¨¦ntico co?azo. Adem¨¢s de previsibles. Ahora que todo el mundo echa mano de Camus para sustentar sus tesis (incluso los m¨¢s intolerantes) me da apuro adornarme con una cita suya, pero no puedo evitarlo. Ah¨ª va: "Si se fundara un partido de los que no est¨¢n seguros de su opini¨®n yo me apuntar¨ªa a ¨¦l". ?Cu¨¢ntos nos apuntar¨ªamos en esta Espa?a de las grandes certezas al partido de las dudas? Lo pienso al volver a la patria, como el turr¨®n, en v¨ªsperas de Navidad y de esa ley antitabaco que va a negar la posibilidad de fumarse un cigarro en cualquier lugar p¨²blico cerrado. Espa?a sin humo ser¨¢ otra, pero no lo vivo con extra?eza: basta con salir de aqu¨ª para comprobar que las leyes antihumo est¨¢n en vigor desde hace tiempo en muchos pa¨ªses. Entiendo, de todas formas, que a algunos ciudadanos les produzca cierta incomodidad esa voluntad de crear un universo de felicidad vigilada tan propio de los partidos progresistas de ahora. Como si la salud, el buen o mal comportamiento, los desencuentros culturales, el lenguaje o los desastres familiares pudieran siempre regularse por decreto. Entiendo, tambi¨¦n, que el fumador exija un poco m¨¢s de tolerancia, un rinc¨®n a cubierto en el que poder fumarse un pitillo. No es un apestado. Incluso me parecen poco considerados esos anfitriones que no permiten fumar a sus invitados el cigarro de la sobremesa. Cre¨ª que esa rigidez no saldr¨ªa nunca de Estados Unidos. Pero, cuidado, al mismo tiempo que el estado de felicidad vigilada me acogota veo tambi¨¦n el otro lado, bastante tenebroso, por cierto. La derecha americana encontr¨® la palabra fetiche, "libertad", para defender la no intromisi¨®n del Estado en la vida de los ciudadanos. "?Es que van a ordenarnos lo que tenemos que dar de comer a nuestros hijos?", dice Sarah Palin. Y tiene la desfachatez de afirmarlo en un pa¨ªs en el que los ni?os pobres padecen un ¨ªndice alt¨ªsimo de obesidad, en el que la diabetes inducida por la alimentaci¨®n es tan com¨²n que no es extra?o ver a indigentes con una pierna amputada. Siempre es m¨¢s f¨¢cil cortar por lo sano que tratar la diabetes a un pobre que no puede pagarse el tratamiento. No es un secreto que detr¨¢s de la palabra "libertad" se esconde la defensa de intereses econ¨®micos, pero s¨ª es un misterio que los desprotegidos se traguen ese discurso. Es f¨¢cil mofarse de las campa?as que buscan un cambio de comportamiento en la poblaci¨®n: no fume, mire c¨®mo se le queda la laringe por fumar; no beba si va a conducir, mire c¨®mo se le desparrama la masa cerebral en la cuneta; no pegue a su mujer, no pegue a sus hijos, ?no ve que se convierte en un apestado social?; no coma grasas saturadas, ni demasiado az¨²car, ni sea sedentario, no ve que tiene sus d¨ªas contados; coma fruta, coma fibra, tenga el colon como un pincel. Y la m¨¢s inaudita: ni?o, juega una hora al d¨ªa, pero no solo en tu casa delante del ordenador, no, juega en la calle, como hac¨ªan los ni?os antiguos. Algunas de estas campa?as a¨²n no han llegado a Espa?a, pero llegar¨¢n porque el mundo avanza siempre en el mismo sentido aunque en distintas velocidades. Yo me encuentro braceando entre dos aguas, entre esa corriente de cursiler¨ªa exagerada que se entromete en la vida privada del ciudadano en pos de su felicidad y esa brutalidad conservadora que deja a las criaturas a la intemperie en nombre de la libertad. Y cuando me encuentro con alguien que como yo vive en un mar de dudas experimento la alegr¨ªa de sentirme acompa?ada.
Hay personas tan sobradas de razones que no tienen sitio en su cerebro para albergar ni una peque?a duda
Resulta inc¨®moda esa voluntad de crear un universo de felicidad vigilada tan propio de los partidos progresistas
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