Charlistas
El conferenciante tiene su antecedente en el profesional al que el p¨²blico pagaba por o¨ªrle
Proliferan como hongos los prohombres -y alguna promujer- que entretienen su cesant¨ªa de altos cargos p¨²blicos pronunciando conferencias, dictando lecciones magistrales, opinando en cualquier foro a cambio de muy elevada remuneraci¨®n. Se les suele llamar conferenciantes aunque, en tiempos, tambi¨¦n estaba admitido motejarles de conferencistas. El ¨¢mbito de las intervenciones suele ser reducido, selecto; vamos, escaso y abunda la modalidad de que las reflexiones sean dichas al comenzar o concluir un sustancioso banquete. Ejemplos los hay a manta y encabezaban el pelot¨®n los pol¨ªticos norteamericanos, los ex presidentes, cuya formaci¨®n, a veces, est¨¢ justificada por un titulo acad¨¦mico o universitario. En la rese?a period¨ªstica se comunicaba la jugosa disertaci¨®n del notable.
Tienen un antecedente que los mayores habr¨¢n conocido, al menos de o¨ªdas. El charlista, en los entresiglos, era un profesional cuyo principal medio de vida era comparecer ante un p¨²blico an¨®nimo al que entreten¨ªa e ilustraba durante casi dos horas, en lugares p¨²blicos. Alrededor de los a?os 50 de siglo anterior yo era redactor del diario Madrid, que dirig¨ªa con pericia y ¨¦xito su due?o mayoritario, don Juan Pujol (pron¨²nciese la jota, era del pueblo murciano de La Uni¨®n), de buenas carnes y cetrino como un moro, curtido en el periodismo militante, que asist¨ªa diariamente al cierre del peri¨®dico acompa?ado de su hermano, Pedro y de su hijo Carlos, fallecido hace poco.
Servidor intentaba destacar en el oficio, siempre dispuesto para cualquier menester y cierto d¨ªa me enviaron a hacerle una entrevista al m¨¢s importante charlista entonces conocido: Federico Garc¨ªa Sanch¨ªz, amigo de don Juan Pujol.
El nombre causaba rechazo entre los j¨®venes que ¨ªbamos al caf¨¦ Gij¨®n a ba?arnos en poes¨ªa l¨ªrica y a perder el tiempo, aborreciendo a quienes no hac¨ªan otro tanto y viv¨ªan con desahogo.
Me concertaron la cita y me present¨¦ puntual en el domicilio del ilustre valenciano, hombre fornido, con una espesa cabellera que ya estaba entrecana, ojillos inquisitivos y buena disposici¨®n para responder al cuestionario. Precisamente aquella tarde actuaba en el cine Palacio de la M¨²sica, uno de los coliseos de la Gran V¨ªa m¨¢s suntuosos y me regal¨® una entrada para que fuera a escucharle. Comprend¨ª que entraba en la obligaci¨®n y con grandes reservas, me present¨¦ a la hora prevista. Primera sorpresa: el coliseo estaba completamente lleno, patio de butacas y anfiteatros, predominando, siempre fue as¨ª, las se?oras. A la hora se?alada se apagaron las luces y, tras unos segundos de expectaci¨®n, un foco ilumin¨® la silueta del hombre a quien hab¨ªa entrevistado por la ma?ana. Ten¨ªa una voz poderosa, bien timbrada, pronunciaba con precisi¨®n y se le entend¨ªa perfectamente en el vasto local, donde se expresaba sin micr¨®fonos ni ayudas t¨¦cnicas. Creo que no hubo entreacto, ni descanso y aqu¨¦l se?or tuvo a la concurrencia pendiente de su verbo, florido y preciso a un tiempo, con la sensaci¨®n de dirigirse personalmente a cada uno de los espectadores.
Casi dos horas y reconozco que prendi¨® mi atenci¨®n e inter¨¦s, por la variedad, coherencia e inter¨¦s de las cosas que relataba. Algo recuerdo de la definici¨®n del espa?ol como persona que, en el fr¨ªo invierno, se pone delante de la chimenea y se calienta hasta el arrebol la parte delantera, mientras deja heladas las espaldas. Un tropo dicot¨®mico que he podido verificar en m¨²ltiples ocasiones. Al terminar, la ovaci¨®n dur¨® casi un cuarto de hora y aunque no me convert¨ª en fan¨¢tico de su verbo reconoc¨ª con esfuerzo que lo hac¨ªa muy bien.
Don Federico no era un charlat¨¢n; entre otras cosas que pueden ser cuestionadas, pertenec¨ªa a la Real Academia de la Lengua y era considerado un escritor de val¨ªa. Viajaba continuamente, recorriendo cada a?o un periplo sustancioso por los pa¨ªses hispanoamericanos donde cosechaba grandes ¨¦xitos. Fue un divo en la especialidad y ten¨ªa a gala ser llamado charlista. Creo que le fueron contempor¨¢neos otros escritores que actuaban de forma parecida, pero ni los escuch¨¦ ni he retenido sus nombres.
Un dato que valora esa actividad: viv¨ªa, muy bien, de aquello y la gente pagaba por verle el precio de la butaca, sin subvenciones ni patrocinios, lo que hoy supongo produce estupor e incluso indignaci¨®n entre quienes recurren a estos bolos para complementar las jubilaciones o retiros. ?Qu¨¦ raros eran aquellos ciudadanos!
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