El chico pintado
El encuentro fortuito del escritor Stephen Crane con un joven mendigo maquillado como una mujer da pie a Edmund White para una novela que enlaza ficci¨®n y hechos reales, pasi¨®n tr¨¢gica y amor crepuscular. Un fascinante relato en dos tiempos.
Una tarde fr¨ªa de la primavera de 1894, el novelista Stephen Crane paseaba con su amigo Jim Huneker por el Bowery neoyorquino cuando, al ir a entrar en el restaurante del hotel Everett House, se les acerc¨® un muchacho de no m¨¢s de quince a?os que ped¨ªa en la puerta; agradecido por los 25 centavos de limosna, el mendigo, hermoso "como un ¨¢ngel de Rossetti", les sigui¨® hasta el interior del hotel, d¨¢ndose entonces cuenta Crane de que el chico iba pintado, "carm¨ªn en los labios y kohl en los ojos", y perfumado como una mujer p¨²blica. Esto sucedi¨® realmente, de creer el relato de Jim Huneker. Lo que sigui¨® al encuentro con el joven y enfermo prostituto Elliott, lo que Crane escribi¨® o no en torno a su figura (nada se ha conservado del supuesto relato inconcluso), es la base sobre la que Edmund White desarrolla esta fascinante novela en dos tiempos y dos l¨ªneas narrativas, eludiendo las trampas, a veces letales, de la meta-literatura, y triunfando adem¨¢s en algo m¨¢s dif¨ªcil: crear personajes de personas hist¨®ricas (Joseph Conrad, Henry James, H. G. Wells, el propio Crane y su mujer Cora, entre otros) sin caer en el gui?o para resabiados ni en el pastiche.
Hotel de Dream
Edmund White
Traducci¨®n de Cruz Rodr¨ªguez Juiz
Lumen. Barcelona, 2010
252 p¨¢ginas. 20,90 euros
Mezclando la tercera persona narrativa y la voz del autor de La roja insignia del valor, White reconstruye en una serie de cap¨ªtulos alternos el final de la vida del gran novelista norteamericano, muerto de tisis en un hospital de Baviera antes de cumplir los veintinueve a?os. Cuando narra, White introduce a la vez, en episodios de gran comicidad, a los escritores de aquel tiempo que admiraban al joven y ya consagrado Crane, aunque de esos cap¨ªtulos, lo esencial es la semblanza de Cora Taylor, una mujer casada que, despu¨¦s de enamorarse de Crane en Jacksonville, donde ella regentaba el burdel Hotel de Dream, le sigui¨® a Grecia para cubrir como periodista, al tiempo que ¨¦l lo hac¨ªa por su parte, la guerra greco-turca de 1897. La Cora vivamente retratada por White es ardorosa, inteligente, fiel, desconfiada de los literatos que visitan al escritor enfermo y provista de la formidable sensualidad adquirida en su oficio prostibulario: "Le gustaba [a Crane, escribe White en una sugestiva escena sexual del cap¨ªtulo 14] que Cora conociera tan bien el cuerpo masculino".
Lo que da sin embargo a Hotel de Dream su categor¨ªa de refinado y conmovedor artefacto novelesco es aquello que White imagina y recrea enteramente a partir de ese cuento nunca encontrado que, seg¨²n ciertos testimonios, Crane empez¨® a escribir, tras conocer a Elliott, con el horrendo t¨ªtulo de Flores del asfalto; White lo cree falso y lo cambia por su cuenta a El chico pintado. Esta parte, que se inicia como contrapunto de la agon¨ªa de Crane, acaba apoder¨¢ndose enteramente de Hotel de Dream, y la desmesurada y tr¨¢gica pasi¨®n que viven en ella el atractivo muchacho y el atormentado banquero Theodore Koch es mucho m¨¢s que el correlato ficticio de las ¨²ltimas horas de amor crepuscular entre Stephen y Cora. Ejerciendo su libertad de fabular, White refleja en El chico pintado el escenario urbano de una Nueva York en sus bajos fondos (ya muy presente en la primera gran novela de Crane, Maggie, una chica de la calle), traza con una gracia picante los perfiles de un universo gay decadentista y exc¨¦ntrico, y va desarrollando el destructivo romance de Theodore y Elliott, que tampoco en esta novela imaginaria acaba del todo, aunque s¨ª alcanza un magn¨ªfico cl¨ªmax con los consejos urgentes y precisos que el moribundo le va dictando a Cora para que Conrad o James la puedan concluir. No contaremos el sorprendente giro del desenlace.
Edmund White, reconocido desde su primera obra maestra La historia particular de un muchacho y seguramente menos le¨ªdo que otros autores de su generaci¨®n (naci¨® en 1940), es a mi juicio el mayor prosista que hoy escribe novela en Estados Unidos. Esto, que convierte la lectura de sus libros en un placer constante, puede ser un tormento para sus traductores. Cruz Rodr¨ªguez lleva a cabo su cometido con solvencia; hay alg¨²n peque?o problema de comprensi¨®n, un feo error o errata al llamar Antonio al Antinoo del emperador Adriano, y, lo que es peor, un desliz al describir la voz (p¨¢gina 16) y tambi¨¦n ciertos modismos de Henry James.
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