Peque?os, pero honrados
Desde que el m¨²sculo arras¨® no se sabe qu¨¦ fue de aquel muchacho desgarbado que no sobrevivi¨® a la d¨¦cada de los noventa, aquel muchacho al que se le ca¨ªan los vaqueros por la parte del trasero, pero no porque llevara pantalones "cagaos" sino porque ni el m¨²sculo ni la carne rellenaban el tejano. Alguna vez te cruzas por la calle con un flaco que parece haberse escapado de un ¨¢lbum de los setenta pero es una visi¨®n fugaz; por lo general, las aceras ofrecen hoy m¨¢s carne y m¨¢s cent¨ªmetros. Otra cosa es el m¨²sculo, esas prominencias que convierten a los hombres en Popeyes, dej¨¢ndoles sin cuello, como si alguien se lo hubiera atornillado demasiado al torso. Yo los he visto sudar en los gimnasios, levantar una bola de hierro animados por una especie de quejido o de rebuzno. Antes pensaba que para convertirse en un Popeye hab¨ªa que pasar muchas horas levantando pesas y rebuznando, pero algunos entrenadores me sacaron de mi ignorancia: de la misma manera que el c¨¦lebre marinero se val¨ªa de las espinacas para multiplicar su fuerza, los Popeyes echan mano, con bastante frecuencia, de anabolizantes y otras sustancias que hinchan el m¨²sculo. Tambi¨¦n lo hacen algunas mujeres con la creencia, adem¨¢s, de que la testosterona las mantendr¨¢ m¨¢s fuertes y m¨¢s j¨®venes. Las sustancias legales o menos legales est¨¢n al alcance de cualquiera y se venden con fines est¨¦ticos que muchos no compartimos pero que, sin duda, tienen su p¨²blico. De la misma manera que aquel muchacho desgarbado pas¨® a la historia tambi¨¦n pasaron aquellos atletas espa?oles, enjutos y nervudos, que en nada se parec¨ªan a los alemanes tremendos, a los rusos amenazantes, a los becerros americanos. Ahora sabemos que algunos de aquellos gigantes ten¨ªan truco: existe un documental estremecedor sobre la manera en que atletas de la Alemania comunista fueron hormonadas para que batieran r¨¦cords. Esas mujeres han narrado su tragedia al cabo de los a?os, las consecuencias que para su salud, su vida sexual y su aspecto tuvieron esos tratamientos. Muchas de ellas vieron arrebatada su feminidad de por vida. Ellas eran muy ni?as, no pudieron decidir; se trat¨® de un abuso del Estado contra seres inocentes para obtener un prestigio deportivo internacional. Pero cuando hoy un deportista se somete al dopaje sabe lo que hace y sabe la verg¨¹enza p¨²blica que habr¨¢ de padecer si es descubierto. La verg¨¹enza. La he visto en la cara de la atleta Marta Dom¨ªnguez en las fotos que la muestran al entrar a los juzgados. Puedo ponerme en el lugar de alguien que ve c¨®mo la vida se derrumba. Sin embargo, no puedo compartir la histeria que rodea a los deportistas de ¨¦lite: la de esos entrenadores que exigen a un cuerpo que sobrepase el l¨ªmite impuesto por la naturaleza; la del p¨²blico que al descubrirse el pastel de un dopaje muestra una decepci¨®n demasiado personal, la decepci¨®n del hincha; la de la prensa que, en estos d¨ªas, est¨¢ tratando a los implicados en la Operaci¨®n Galgo como si fueran apestados. Es cierto que su comportamiento es considerado un delito contra la salud y ha de castigarse, pero no son criminales. Al fin y al cabo, el mayor error lo est¨¢n cometiendo contra s¨ª mismos o contra otros que saben lo que hacen. Esto he pensado cada vez que los he visto perseguidos por un nubarr¨®n de fot¨®grafos cuando iban a declarar o cuando apareci¨® la foto de Alberto Le¨®n, el ciclista que proporcionaba las transfusiones de sangre y que se ahorc¨® hace unos d¨ªas: demasiada culpa sobre sus hombros. Pero al no ser capaz de comprender ese mundo tan alentado por los orgullos nacionales y las marcas publicitarias, es posible, me dec¨ªa, que no alcanzara a calibrar la gravedad del asunto. Y en esto me escribi¨® una profesora de universidad compartiendo la misma sensaci¨®n: ?es realmente tan asombroso que en un mundo donde es tan com¨²n ingerir estimulantes o productos qu¨ªmicos para estar m¨¢s despiertos, para dormir, para que no nos tiemble la voz en una conferencia, para ser m¨¢s brillantes, para relajarnos, para adelgazar, para cualquier dolor, para no pensar... ocurra en mayor medida en el campo en el que se le exige al cuerpo un rendimiento superior al que est¨¢ dispuesto a dar? Por fortuna, hay ejemplos mucho m¨¢s aleccionadores. Despu¨¦s de que la mayor¨ªa de los titulares deportivos expresaran esta semana un orgullo nacional herido porque ni Xavi ni Iniesta hubieran obtenido el Bal¨®n de Oro, estos dieron una lecci¨®n de camarader¨ªa en estas p¨¢ginas. Si no lo leyeron, les animo a que lo hagan. Hasta aquellos que somos analfabetos en el lenguaje del bal¨®n nos sentimos conmovidos por la manera en que consideraron la victoria de Messi como suya. Lo era. Y por ese di¨¢logo en el que parec¨ªan quitarse la palabra para nombrar las habilidades de cada miembro de su equipo. Su entusiasmo era contagioso: daban ganas de entender de f¨²tbol. Hablaban con m¨¢s alegr¨ªa que muchos de esos expertos espesos que te echan a patadas, nunca mejor dicho, de un juego al que podr¨ªas aficionarte. Iniesta y Xavi. No imponen f¨ªsicamente. Ellos hablan de la rebeli¨®n de los bajitos. Peque?os pero honrados. Pasa como cuando en los cuentos gana el chico al grande, que el espectador siente una sacudida de alegr¨ªa, como si la victoria fuera suya.
A los implicados en la Operaci¨®n Galgo se les trata como apestados. Merecen castigo, pero no son criminales
Xavi e Iniesta dieron una lecci¨®n de camarader¨ªa al considerar la victoria de Messi como suya
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