Toldo
Fascinado desde la ni?ez por el peculiar comportamiento de su t¨ªo Edgar, hombre soltero y muy poco pr¨¢ctico, aunque aficionado a escribir cartas y a viajar, a pesar de las estrecheces con las que viv¨ªa, John Berger evoca su estampa en un libro singular titulado El toldo rojo de Bolonia (Abada), publicado originalmente en 2007 y ahora traducido al castellano. Redactado un poco a la deriva, como un conjunto de notas dispersas, en las que se entremezclan an¨¦cdotas personales, conversaciones y descripci¨®n de lugares, es dif¨ªcil clasificar en un g¨¦nero este escrito, pues al hilo del muy variopinto material en ¨¦l conjuntado, toma, a veces, los visos de una biograf¨ªa, un ensayo, una gu¨ªa, una historia novelada y hasta de un texto dram¨¢tico, sin que, en cualquiera de los casos, jam¨¢s falte el aliento po¨¦tico que caracteriza la forma de narrar de Berger, especialista en atar luminosamente fragmentos de este laberinto que llamamos realidad.
De esta manera, tras retratar las trazas de su t¨ªo Edgar con la ligereza con que se ejecuta un esbozo, Berger nos embarca, como quien quiere la cosa, y sin m¨¢s justificaci¨®n de que, cierta vez, le recomend¨® a su entra?able pariente que viajase all¨ª, en una visita a la hist¨®rica ciudad de Bolonia, de la que, entre otras cosas, nos destaca su ancestral sistema de comunicaci¨®n viaria mediante soportales, que no s¨®lo permite caminar por ella siempre al resguardo, sino el peculiar sonido que imprime a todo este tr¨¢nsito abovedado. Tambi¨¦n pone de relieve el uniforme despliegue de toldos rojos que cubren gran parte de los balcones de sus fachadas, lo que redunda en el gusto antropol¨®gico local por la discreci¨®n. Luces filtradas y ruidos amortiguados atestiguan, en efecto, una predisposici¨®n, si no un amor, por lo secreto.
Embutidos en el callejeo bolo?¨¦s de la mano de Berger, que se fija en los lugares y situaciones m¨¢s inesperados, nos creemos atrapados en una encantadora deambulaci¨®n sin norte, cuando, llegado no s¨¦ qu¨¦ momento, empezamos a sentir que penetramos en el secreto de este laberinto urbano, forjado con t¨²neles y estandartes. En cualquier caso, en ese innominado momento, y como si se tratase de la inesperada irrupci¨®n de algo olvidado, reaparece el t¨ªo Edgar, que es recordado por su af¨¢n de guardar en secreto los descubrimientos existenciales relevantes: "La ventaja de lo que no cuentas", pone Berger en boca de su t¨ªo Edgar, "es que no puede ser calificado a la ligera de normal. Dios es el impronunciable, me susurr¨® una noche en St. Malo, mientras tomaba una copita de Benedictine antes de irse a la cama".
A partir de este momento, lo que pasa en el relato cobra un extra?o br¨ªo que parece ser capaz de anudarlo todo, desde los exquisitos sabores de las especialidades culinarias locales hasta el Compianto o grupo de figuras de terracota de tama?o natural, que realiz¨®, en el siglo XV, el escultor Nicolo dell'Arca, con el tema de la deposici¨®n de Cristo en la tumba, obra que se conserva en la iglesia de Santa Maria della Vita. Berger se siente conmovido por este hurac¨¢n de dolor y, tras salir de all¨ª, se refugia en los soportales del Pavaglione, emplaz¨¢ndose junto a una pilastra, cuya resonancia, en ese espacio octogonal, permite mantener una conversaci¨®n susurrante con alguien situado junto a la del extremo opuesto. Ese alguien aparece y con ¨¦l la revelaci¨®n -"el grito susurrado"- no tarda en producirse. Ata todos los cabos. El cabo del martirio, que es el testimonio ejemplar de la determinaci¨®n de los seres vulnerables, y el cabo de la b¨²squeda de los peque?os placeres, pues ambos "desaf¨ªan por igual la crueldad de la vida". Con la luz y el ruido amortiguados, pasadizos sombr¨ªos y telas rojas, hay atisbos de verdad que merecen ser resguardados para que podamos descubrirlos siempre como si fuera la primera vez.
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