El regreso a T¨²nez
Los tunecinos a¨²n no se creen su propia audacia. Ahora tienen una gran responsabilidad: su fracaso ser¨ªa desastroso no solo para el mundo ¨¢rabe, sino para nuestra capacidad de creer en el hombre rebelde
Reci¨¦n llegado a T¨²nez, escucho lo que se dice aqu¨ª sobre los libios. Los tunecinos conocen bien a Gadafi. Si nos remontamos en el tiempo, recordaremos que, de no ser por Burguiba, habr¨ªan sido absorbidos por Libia. Hoy, viven bajo la amenaza del dictador de Tr¨ªpoli, lo que hace que est¨¦n muy atentos a cosas que yo hab¨ªa pasado por alto. Los tunecinos con los que me he entrevistado sab¨ªan desde hace una semana que Gadafi estaba reteniendo a sus tropas y reuniendo a sus tribus sin sufrir verdaderos reveses. Gadafi estaba seguro de que Europa no intervendr¨ªa y de contar con apoyos en el mundo ¨¢rabe y, sobre todo, africano. Ten¨ªa la certeza de poder precipitar su victoria o frenar su avance para considerar una partici¨®n (no le interesa realmente la Cirenaica).
Los tunecinos temen a Gadafi. Creen que el dictador pensaba que Europa no intervendr¨ªa
Al nuevo primer ministro, Caid Essebsi, le veo muchos puntos en com¨²n con Burguiba
Los tunecinos tienen miedo. Por eso celebraron el gesto de Nicolas Sarkozy, que borraba las torpezas de una diplomacia demasiado timorata. Pero ?por qu¨¦ Sarkozy no esper¨® a los dem¨¢s europeos? En todo caso, los tunecinos empezaron a respirar mejor cuando escucharon una confidencia de Alain Jupp¨¦: a su regreso de El Cairo, dio a entender que la Liga ?rabe era menos hostil de lo que se dec¨ªa a la creaci¨®n de una zona de exclusi¨®n a¨¦rea. Cosa curiosa, y para ellos chocante, solo Argelia parec¨ªa verla con malos ojos.
Por el momento, al menos desde la ¨®ptica tunecina, Libia sigue estando en posici¨®n de destruir la nueva imagen que nos hab¨ªamos forjado del mundo ¨¢rabe e incluso del hombre ¨¢rabe.
Evidentemente, comparto esas inquietudes que, sin embargo, no me hacen olvidar que tambi¨¦n he regresado aqu¨ª para reencontrarme con mi juventud, para expresar mi gratitud, para reaprender la esperanza. Cuando conoc¨ª este pa¨ªs, en los a?os cincuenta, la lucha por la independencia la encarnaba un hombre excepcional: Habib Burguiba. Hoy, vuelvo a una naci¨®n independiente, pero enriquecida adem¨¢s por la libertad que le ha procurado la audacia de su juventud. Esta naci¨®n tiene mil rostros y no tiene ninguno. Es un vac¨ªo relleno por todas las virtualidades. Por tanto, es imposible prever nada ni cabe excluir ninguna hip¨®tesis. Me siento lo suficientemente cerca de este pueblo como para maravillarme con ¨¦l de lo que ha hecho y pensaba no poder hacer. A decir verdad, los tunecinos a¨²n no se creen su propia audacia, o m¨¢s bien la de su juventud; como si fuera absolutamente necesaria cierta frescura y una gran inocencia para declarar insoportable algo que lo era desde hac¨ªa mucho tiempo y para creer que pod¨ªan terminar con las humillaciones infligidas por un r¨¦gimen odiado. Qu¨¦ duda cabe que se dieron circunstancias excepcionales. Supongamos que el joven Bouazizi, en vez de inmolarse en Sidi Bouzid, hubiese cometido un atentado suicida. Es f¨¢cil imaginar lo que hubieran dicho. Solo habr¨ªa sido un ejemplo m¨¢s de ese fanatismo heredado de una barbarie que viene de lejos, que no respeta las vidas de los civiles. Las mujeres tunecinas, con solo pensar que un atentado semejante pudiera tener imitadores, nunca se habr¨ªan movilizado para despertar a la naci¨®n, como lo han hecho. El gesto de Bouazizi "desfanatiz¨®" el martirio, lo volvi¨® ejemplar, pero no en el sentido de que hubiese que imitarlo, sino en el de que era absolutamente necesario mostrarse digno de ¨¦l. En el sentido de que culpabilizaba a aquellos que se hab¨ªan amoldado al d¨¦spota y segu¨ªan deplorando cada d¨ªa el deshonor que conllevaba su sometimiento.
Ahora nos encontramos ante un "equilibrio inestable", con todos los riesgos y la angustia que eso comporta. En efecto, la fuerza del d¨¦spota radicaba en esa estabilidad alabada por doquier. Era la estabilidad del orden lo que garantizaba la cobarde solidaridad de los aliados, los vecinos y los Gobiernos europeos. Adi¨®s a la estabilidad; adi¨®s al orden. En su lugar, unos poderes dif¨ªciles de reemplazar o que se redistribuyen seg¨²n unos criterios a¨²n inciertos, m¨²ltiples peri¨®dicos y partidos demasiado numerosos. En sus discursos, todos pretenden interpretar la voluntad popular, y esta preocupaci¨®n es seguramente un logro irreemplazable. Hay cosas que ya nadie se permite, por miedo a que el pueblo las rechace. Pero tambi¨¦n hay cierta dificultad para aprehender el rostro de ese pueblo al que se lo deben todo y permanece m¨¢s o menos ilocalizable, como durante la revuelta de Mayo del 68. Sin embargo, me parece que, mientras afirmaba su autoridad, un hombre ha encontrado las palabras del consenso. Me refiero a Caid Essebsi, el nuevo primer ministro, al que le veo muchos puntos en com¨²n con Burguiba. Como su mandato es provisional, dispone de cierta autoridad y hace de ella un uso calculado. ?Qu¨¦ descubren hoy los j¨®venes revolucionarios? Que la contestaci¨®n de la autoridad no es la insurrecci¨®n, que la insurrecci¨®n no es la revoluci¨®n, que la revoluci¨®n no es la democracia. Es decir, que hay que atravesar diversas etapas antes de alcanzar el objetivo. Y, por el momento, el objetivo es la Asamblea Constituyente. Esta plantea muchos problemas. La historia nos ense?a que tales asambleas tienden a transformarse en instituciones legislativas. Y tambi¨¦n sabemos que la elecci¨®n de los constituyentes debe venir acompa?ada por el mantenimiento de un poder capaz de garantizar un orden sin d¨¦spota.
Ahora quiero evocar brevemente a T¨²nez, tal y como lo concibi¨® su fundador en el momento de la independencia. Como Burguiba hab¨ªa tenido que luchar contra un partido neorreligioso denominado Vieux Destour, desconfiaba de los te¨®logos. Como su principal rival, Salah Ben Youssef, simpatizaba con el nasserismo, tem¨ªa al panarabismo. Y como los campesinos se convert¨ªan de buena gana en fellaghas, es decir, en disidentes militarizados, desconfiaba a la vez de las debilidades del pueblo y del peligro que representaba el poder del Ej¨¦rcito. Burguiba nunca olvidar¨ªa ninguno de estos elementos durante su reinado, que, en el fondo, estuvo marcado por su idea de un pueblo compuesto esencialmente por alumnos para los que ¨¦l era un maestro permanente e irreemplazable. Este pedagogo se neg¨® a ver crecer a su pueblo, mientras se esforzaba en educarlo y en liberar a sus mujeres. Burguiba practicaba una forma de despotismo ilustrado. ?Qu¨¦ lecci¨®n podemos extraer hoy? Tal vez esperar que, tras la ca¨ªda del tirano, surja otro pedagogo de la democracia, libre, en este caso, de ciertas tentaciones.
Terminar¨¦ con unas observaciones sobre algunos hechos muy simples que me han llamado la atenci¨®n en T¨²nez.
Me ha parecido que tanto las mujeres de la burgues¨ªa como del pueblo se est¨¢n implicando de una manera m¨¢s fervorosa y radical que nunca. La emancipaci¨®n de la que se han venido beneficiando ha sido un factor de progreso en todos los terrenos. Podr¨ªa ser que, en adelante, la vida democr¨¢tica fuese impulsada por las mujeres tanto como por los j¨®venes.
St¨¦phane Hessel y yo tuvimos ocasi¨®n de hablar, en una sala abarrotada, sobre las virtudes de la democracia y los m¨¦ritos que conlleva ser un fan¨¢tico de esta. Las cuatro quintas partes de los asistentes eran j¨®venes. Cuando releo las frases que acabo de escribir, me pregunto de d¨®nde nos viene a todos este candor admirativo, cuando hace tan poco est¨¢bamos instalados en el desencanto y la indignaci¨®n. Hay una necesidad de creer, contra todo lo razonable, y tal vez sea la no violencia de estos revolucionarios la que nos la impone. Los intelectuales europeos, desde Hegel y Marx, han pensado que la revoluci¨®n y la violencia eran consustanciales, que la violencia era engendradora de historia; incluso ha habido un reputado fil¨®sofo comunista que ha escrito recientemente que cuantos m¨¢s muertos, m¨¢s esperanza habr¨ªa. ?Qu¨¦ fue lo que nos alej¨® de las utop¨ªas, sino la barbarie de quienes pretendieron llevarlas a la pr¨¢ctica? Dicho esto, me pregunto si los j¨®venes tunecinos que han provocado esta conmoci¨®n y tienen todas las razones para estar orgullosos de ello son conscientes de sus responsabilidades. El fracaso de la gran aventura tunecina ser¨ªa desastroso no solo para T¨²nez, no solo para el Magreb, ni siquiera para el mundo ¨¢rabe, sino para el Mediterr¨¢neo y, tal vez, sobre todo para nuestra capacidad de creer en el hombre rebelde.
Jean Daniel es director de Le Nouvel Observateur. Traducci¨®n de Jos¨¦ Luis S¨¢nchez-Silva.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.