El lugar de la revelaci¨®n
Actualmente, en la de Patmos, pese a no ser de las islas griegas m¨¢s devastadas por el turismo, es dif¨ªcil escenificar, siquiera con la imaginaci¨®n, el paisaje solitario y duro en el que San Juan escribi¨®, seg¨²n la tradici¨®n cristiana, el Apocalipsis. Todo es demasiado amable, y tambi¨¦n demasiado domesticado, para que alguien conciba como inminente el final de los tiempos. Y sin embargo, no nos faltan las evocaciones que vinculan Patmos a uno de los libros m¨¢s singulares que jam¨¢s se hayan escrito: la pintura europea retuvo muy pronto a Juan -supuestamente el viejo evangelista Juan- como a uno de sus h¨¦roes m¨¢s apreciados. Hay una infinitud de cuadros dedicados al solitario de Patmos. Mi favorito es el pintado por Piero della Francesca, y que hoy forma parte de la Frick Collection, en Nueva York. Ese hombre vestido con la t¨²nica de color rojo sangre parece, en efecto, cargar sobre sus espaldas una responsabilidad casi insoportable: haber puesto por escrito la visi¨®n de una humanidad terminal.
En nuestros d¨ªas Patmos no parece el sitio m¨¢s id¨®neo para haber recibido esta visi¨®n. All¨ª la vida es excesivamente alegre, suave, y el goce est¨¢ a flor de piel. Con todo, no dudo de que hace 2.000 a?os pudo existir un Patmos, aislado con respecto a las m¨¢s frecuentadas rutas de navegaci¨®n, que fuera la isla adecuada para los planes del anciano evangelista, y que all¨ª el dulce Juan que en plena juventud era "el disc¨ªpulo m¨¢s amado" de Jes¨²s se convirtiera, gastado por la existencia, en el m¨¢s despiadado de los profetas, aquel al que se le revelar¨ªa el fin del mundo.
De hecho, el lugar de la revelaci¨®n es siempre dif¨ªcil de reconocer, aunque en algunos casos la fantas¨ªa puede ayudarnos. En los espejismos sucesivos del mar Muerto, en Israel, se pueden adivinar las exaltaciones febriles de los antecesores de Juan. El¨ªas, Isa¨ªas, Jerem¨ªas: los profetas b¨ªblicos lanz¨¢ndose en el gran salto al vac¨ªo de la revelaci¨®n entre los azulados vahos de un mar sin vida y los deslumbramientos del desierto. Incluso algo del enfrentamiento m¨¢s lim¨ªtrofe de todos, el de Mois¨¦s con Yaveh, puede deducirse cuando uno se olvida de las delicias costeras del mar Rojo y se adentra en el monte Sina¨ª. En pleno Sina¨ª, cerrando los ojos, a¨²n se puede ver una zarza ardiendo.
Lo que los europeos llamamos Oriente Pr¨®ximo -una denominaci¨®n hilarante para los nativos-, adem¨¢s de ser una de las zonas m¨¢s conflictivas del mundo, es, sin duda por su densidad m¨ªtica, de las m¨¢s propicias para imaginar los escenarios de la revelaci¨®n. ?Cu¨¢ntas veces no se revelaron el ocaso final y la salvaci¨®n definitiva en estas tierras ¨¢ridas rebosantes de memoria? Si bien la actual Arabia Saud¨ª, con su opulencia armada, es un territorio poco propenso para la m¨ªstica, los caminos del desierto son capaces de trasladarte con cierta facilidad a la Arabia Felix de las grandes caravanas que comerciaban entre Siria y Yemen, con Medina y La Meca como puntos de referencia. Entre estas dos ciudades, hace 14 siglos, podemos dibujar la silueta del arc¨¢ngel Gabriel dictando durante 20 a?os los versos del Cor¨¢n a Mahoma, el ¨²ltimo profeta. Un aura de misterio rodea los lugares donde se produjo la Revelaci¨®n, o donde se nos dice que se produjo, aun para aquellos ajenos a las creencias religiosas.
Con todo, debo reconocer que el lugar de la revelaci¨®n que m¨¢s me intriga no tiene que ver con la religi¨®n, sino con la filosof¨ªa. Es un lugar que actualmente no podemos visitar porque no sabemos d¨®nde est¨¢, ni nunca se ha sabido. El ¨²nico que habr¨ªa podido contar d¨®nde estaba era S¨®crates; pero, o bien este no se lo cont¨® a su disc¨ªpulo, o bien Plat¨®n, sabido el lugar, no quiso transmit¨ªrnoslo a nosotros. Lo cierto es que en esa maravillosa obra teatral que es El Banquete, el momento culminante, la intervenci¨®n de S¨®crates, viene precedida por un viraje inesperado que traslada al lector al horizonte de la revelaci¨®n. Hasta este momento todo ha sido muy urbano y muy racional: un grupo de amigos se han reunido en casa del poeta Agat¨®n para beber vino y discutir cordialmente sobre la naturaleza del amor. Algunas intervenciones, como las de Fedro y del m¨¦dico, Eryx¨ªmaco, son solemnes y sesudas; otras, como la de Arist¨®fanes, espl¨¦ndidamente c¨®micas. Todas tienen en com¨²n el refinamiento en la argumentaci¨®n.
Al tomar la palabra S¨®crates para refutar los argumentos de sus compa?eros de bebida, se produce un brusco cambio de escenario cuando advierte de que lo que va a decir no lo sabe por s¨ª mismo sino por la revelaci¨®n que le hizo una "extranjera", sacerdotisa de Mantinea, llamada Di¨®tima. El efecto dram¨¢tico es prodigioso si tenemos en cuenta que las p¨¢ginas que vienen a continuaci¨®n en El Banquete, con la explicaci¨®n socr¨¢tica de lo que es la Belleza en s¨ª misma, son de las m¨¢s esenciales en la obra plat¨®nica y de las m¨¢s citadas en la historia de la filosof¨ªa occidental. Quien revela la verdad sobre el amor a S¨®crates no es un hombre o dios griego sino una mujer, una extranjera, una b¨¢rbara, por tanto; y el padre del racionalismo sucumbe encantado ante la fuerza mist¨¦rica de una profetisa de la que no hay ninguna otra menci¨®n en la cultura griega, excepto el recuerdo que le dedica el propio S¨®crates como la sacerdotisa que libr¨® a Atenas durante 10 a?os de la peste.
Siempre he cre¨ªdo que en el caso de Di¨®tima y S¨®crates el lugar de la revelaci¨®n debi¨® de ser nocturno, lunar: ¨²nicamente as¨ª pod¨ªa brotar una de las p¨¢ginas m¨¢s luminosas de toda la literatura. Tal vez S¨®crates hubiera contado d¨®nde se produjo el encuentro pero, como se sabe, de pronto apareci¨® Alcib¨ªades completamente borracho. Y, tras horas de charla y vino, el estado de los contertulios tampoco deb¨ªa de ser mucho mejor.

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