Playa con adoquines
La mejor manera de desactivar el arte cr¨ªtico no es censurarlo sino bendecirlo, es decir, meterlo en un museo. El entramado de taquillas, vigilantes y esc¨¢neres demuestra que el poder se siente orgulloso de algo que deber¨ªa hacerle sentir inc¨®modo. A veces ni siquiera hace falta meterlo dentro, basta con ponerlo en la puerta.
Es lo que hizo hace unas semanas el Museo Reina Sof¨ªa sacando del almac¨¦n uno de los grandes trabajos de arte p¨²blico espa?ol de los ¨²ltimos a?os. Las dos piezas colocadas en la ampliaci¨®n Nouvel son obra de Rogelio L¨®pez Cuenca, uno de los artistas que mejor ha entendido que la dimensi¨®n p¨²blica de la labor de los de su gremio va m¨¢s all¨¢ de llenar las rotondas de meninas, gordas y juegos de geometr¨ªa ingeniosa. Renunciando a la l¨®gica del monumento, cuando sale a la calle, la escultura ya no se sube al pedestal, pero no siempre se baja del burro. Cambiar el ego del rey por el del escultor no parece mucho cambiar.
En ese panorama, la obra de L¨®pez Cuenca es toda una lecci¨®n que en ocasiones topa con la censura, tal vez la mayor prueba de que ha alcanzado su objetivo. Uno de esos episodios tuvo lugar en 1992. La Expo de Sevilla le encarg¨® un proyecto para la isla de la Cartuja y ¨¦l propuso una serie de se?ales id¨¦nticas -peana de piedra con logotipo, rect¨¢ngulo vertical de acero, impresi¨®n industrial- a las usadas por la organizaci¨®n para orientar a los visitantes. Las del artista, sin embargo, anunciaban pabellones inexistentes -Palestina o el S¨¢hara- o recog¨ªan, en distintos idiomas, consignas como "El gran hermano est¨¢ mir¨¢ndote" o "Dejad toda esperanza, espectadores: esto es un espect¨¢culo". La Expo se puso nerviosa, temi¨® que algunos invitados -Israel, Marruecos- se sintieran inc¨®modos y que los visitantes no supieran distinguir el arte de lo que no lo era (?tendr¨ªan que pensar?). Al final, retiraron las piezas, que pasaron a los fondos del Reina Sof¨ªa, esto es, a la reserva india.
Ahora el museo ha instalado dos de aquellos paneles en la entrada. Y con sendas cartelas, cosa que nunca tuvieron. Ah¨ª est¨¢n, convertidos en historia, debidamente neutralizados. Su equivalente con algo de sentido habr¨ªa llevado la tipograf¨ªa de la poderosa instituci¨®n que las acoge ahora. Demasiado arriesgado. En el fondo, contemplarlas al lado del brochazo de Lichtenstein recuerda el aviso estampado en otra de las se?ales censuradas. Uno que, corrigiendo el eslogan de mayo del 68, anuncia que la playa no est¨¢ bajo los adoquines: son adoquines lo que hay bajo la playa.
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