Pegar la gorra
La costumbre hab¨ªa desaparecido, pr¨¢cticamente, antes de la t¨¦trica crisis que a¨²n vivimos, y su principio se pierde en la memoria de nuestros propios tiempos. Me refiero a la ceremonia de reunir a un n¨²mero indeterminado de personas para festejar, celebrar o perpetrar algo. Fue el t¨ªpico c¨®ctel que en Madrid ten¨ªa lugar casi todos los d¨ªas. Daba lo mismo que se tratara de inaugurar la sucursal de una tienda de helados que la presentaci¨®n de un ciclotr¨®n o cualquier disparate nuclear, sin contar las conmemoraciones privadas, en la creencia de que encerraba inter¨¦s social que un se?or, su esposa o alguna de sus hijas cumpliera a?os, hubiera llegado a las bodas de plata o se festejara cualquier evento que a todos tra¨ªa sin cuidado.
Ya no existe una mesa de respeto, donde sol¨ªan aparcarse las personas de alta edad o impedidas
Comenzaron, t¨ªmidamente, en los a?os del hambre, cuando era una provocaci¨®n reunir a unos cuantos ciudadanos en torno a la espesa tortilla de patatas, unas rodajas de calamares fritos recauchutados, algunas aceitunas viudas y todo regado con sangr¨ªa o vasos largos de un infecto co?ac con sif¨®n, traslaci¨®n de los guateques juveniles al mundo adulto. Sucedieron a los frecuentes e interminables banquetes de los ¨²ltimos a?os mon¨¢rquicos, la inercia de los republicanos y las raqu¨ªticas posibilidades de la posguerra. Hace unos a?os me ocup¨¦ de este asunto, desde otros ¨¢ngulos, pero el eje era el mismo: la forzosa austeridad de la carencia de casi todo. Sin embargo, se procuraba enaltecerlo utilizando camareros con chaquetas de esmoquin, incluso vetustos fraques, pululando entre los invitados con la bandeja sobre las cabezas. Costaba trabajo disimular el apetito insatisfecho, la concupiscencia por las fugaces croquetas o los escasos canap¨¦s.
La costumbre fue desapareciendo, y a pasos de gigante, en la menguada calidad de vida que a¨²n se sostiene. Ausente de Madrid, hace cuatro o cinco a?os que ya no puedo asistir a la fiesta con la que EL PA?S celebra sus premios period¨ªsticos, pero pude percatarme de los otros tiempos en que ya no existe una mesa de respeto, en la que sol¨ªan aparcarse a las personas de alta edad o impedidas. Ahora todo el mundo est¨¢ de pie, con la copa en la mano, esperando a que pase un camarero para deshacerse del envase vac¨ªo, la gamba con gabardina o el bocadito con los granos contados de supuesto caviar.
En los tiempos que luego fueron de esplendor, se notaba la presencia de un peque?o y homog¨¦neo grupo de damas de alta edad, primorosamente acicaladas, las primeras en llegar y las que se marchaban cuando hab¨ªa cesado el tr¨¢fico de sirvientes. Eran "las viejas de los c¨®cteles", se?oras de distinguida y ajada elegancia que, a trav¨¦s de un nunca descubierto servicio secreto, conoc¨ªan el lugar donde se ofrec¨ªa un buen c¨®ctel en la ciudad y all¨ª se presentaban dispuestas a merendar, quiz¨¢ la ¨²nica comida de la jornada. Por diversas razones alguna vez fui el anfitri¨®n y tuve que impedir que un ma?tre riguroso las echase. Su presencia confer¨ªa al acto un toque de distinci¨®n, digno de figurar en una comedia de Miura, y eran conocidas, toleradas y admitidas como un impuesto m¨¢s, un marchamo de calidad. Se lleg¨® a decir, cosa en la que nunca cre¨ª, que informaban a la polic¨ªa de la Brigada Social de cualquier novedad que pudiera interesarla, pero no creo que, ni en sus m¨¢s casposos momentos, utilizaran este enmascarado espionaje. Simplemente eran se?oras solas que ten¨ªan hambre y sab¨ªan donde saciarla. Por ley natural han desaparecido, ya que hoy la m¨¢s joven pasar¨ªa el siglo de edad, pero se fueron en silencio, una a una, al ritmo que dejaron sus contempor¨¢neas de usar cors¨¦ y los hombres abandonamos las rid¨ªculas ligas que manten¨ªan estirados los calcetines. Coexistieron con otro personaje singular: la gorda de los c¨®cteles, una mujer oronda, frisando la cincuentena, nunca invitada, solitaria, capaz de una fluida conversaci¨®n sobre cualquier tema cultural, de ocio o de negocio, siempre atenta a ingerir alimentos mientras ped¨ªa trabajo, generalmente a las personas no id¨®neas.
Las celebraciones iban parejas a la importancia del anfitri¨®n o la empresa invitante. Desde viajes colectivos al Caribe hasta cachupinadas en los Jardines de don Cecilio Rodr¨ªguez, en el Retiro o en los merenderos del Manzanares. All¨ª estaban las ancianitas y la gorda, como elemento fijo, espejo de un pa¨ªs pobret¨®n, pero liberal y rumboso si era necesario. ?Verduras de las eras!
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