El efecto de lo real
S¨ª, los cuentos del gran narrador canadiense Alistair MacLeod (1936) buscan el efecto de lo real, juegan a la naturalidad fingida, al efecto de lo real al que se refiri¨® Barthes porque al fin y al cabo no hay m¨¢s naturalidad en literatura que la fingida por la ret¨®rica del realismo, ni m¨¢s realidad que la que surge del efecto artificial de perseguirla. Tan simple, tan precisa, tan un¨ªvoca, tan pl¨¢cida y condenadamente ordenada parece la vida en los diecis¨¦is espl¨¦ndidos relatos de trineos, mineros, soledades frente al mar y graznidos de gaviotas, neblinosas playas y ancestrales tradiciones en el abismo de una necesaria modernidad recogidos en Isla: todos los cuentos, que al lector le sobreviene la sospecha de que bajo un apacible entorno dom¨¦stico se agazapa un desasosiego existencial que en ocasiones s¨®lo el sue?o puede redimir, y de que en la descripci¨®n inocente se esconde un signo, una epifan¨ªa, el hallazgo de un temor, la ansiedad de una sospecha. En 'El camino a Punta Rankin' (1976) el narrador anota que "en las tinieblas de nuestros temores es dif¨ªcil distinguir el sue?o de la verdad. A veces despertamos del sue?o y nos damos cuenta de que es mucho mejor que el mundo real . A veces las pesadillas no entienden de fronteras". Quietud en entredicho, ra¨ªces entre el orgullo y la prevenci¨®n y, por encima de todo en la obra de MacLeod, minuciosa y ciertamente m¨¢s artificiosa y anfibol¨®gica de lo que aparenta, el peso de la sutileza, del efecto o del simulacro de lo real, aplastando parad¨®jicamente la ligereza de la certeza, de la realidad: "En mi peque?o rinc¨®n de la tierra parec¨ªa que todo estaba exactamente bajo mi control", leemos en 'La segunda primavera' (1980), y la palabra clave aqu¨ª es, claro, parec¨ªa. Acaricien los detalles en cada p¨¢rrafo de MacLeod, perciban su exquisito dominio de la ¨¦cfrasis, y entender¨¢n por qu¨¦ Alice Munro, Colm T¨®ib¨ªn o Margaret Atwood consideran al autor de Los p¨¢jaros traen el sol un maestro incontestable del relato, un narrador capaz de alcanzar la excelencia literaria sin necesidad, como ped¨ªa Pynchon en Un lento aprendizaje, de literaturizar el texto, de hacerlo literario. De alg¨²n modo a MacLeod le ocurre lo que Nabokov escribi¨® que le suced¨ªa tambi¨¦n a su alter ego el narrador Sebastian Knight, a saber, que no es posible huir de la "sensaci¨®n enloquecedora de que las palabras justas, las ¨²nicas palabras valederas, esperan en la orilla opuesta, en la brumosa lejan¨ªa", y que "ninguna idea verdadera puede decirse sin palabras hechas a su medida". Hay que hacerse con las palabras perfectas para que no nos llegue el efecto de lo real sino lo real mismo, y tal vez por eso no le haya sido concedida a MacLeod la potestad de ser prol¨ªfico, tal vez esa sea tambi¨¦n la causa de que sus textos resultan impolutos, incontestables, muy cercanos a una bien extra?a especie de solemnidad, la solemnidad de la sencillez de lo cotidiano. En 'La isla' (1988), uno de los dos in¨¦ditos del volumen que nos ocupa, hay lugar para el dolor, pero se ha proscrito el melodrama, y la realidad vence al realismo. En 'El regalo perdido de la sangre salobre' (1974) el narrador, que anota al paso "sigo a falta de palabras" -resignado a tener que continuar sin haberse hecho con "las ¨²nicas palabras valederas"-, hilvana hermosas frases simples como se describir¨ªa un poeta frente al mundo: "Sin duda que ser¨¢ un buen d¨ªa para la pesca, sin duda que amainar¨¢ el viento al cabo. El salitre se nota en el aire; el agua bate atronadora contra las rocas escarpadas. Tomo una piedra y la arrojo contra el viento, al mar". Ilumina el viejo faro de Cape Breton las criaturas que atraviesan los relatos de MacLeod, atrapadas en la discordancia que mantiene el destino con el libre albedr¨ªo, o la herencia cultural con un mundo global, o el realismo de la narraci¨®n con la realidad de la vida narrada, o la familia frente al paisaje que la sostiene desde tiempos inmemoriales, o la superstici¨®n ejerciendo de religi¨®n entre los habitantes de la isla, o la primera persona del narrador proyectando la del autor, que no escribe sino acerca de la tierra en la que transcurri¨® su infancia, el verdadero para¨ªso perdido, y descubriendo muy pronto el lector que Cape Breton no es un lugar, sino un sentimiento, profundo como las aguas del Atl¨¢ntico que lo rodea, trascendente como la memoria que lo preserva, c¨ªclico como la vida animal, como el cambio de las estaciones, reflejado en una naturaleza convertida en el notario del paso del tiempo. Si escuchan con atenci¨®n, entre p¨¢gina y p¨¢gina, podr¨¢n escuchar de vez en cuando el delicado sonido de un viol¨ªn festejando viejas canciones ga¨¦licas. Cortes¨ªa de Alistair MacLeod, el discreto rapsoda de las inh¨®spitas pero conmovedoras tierras de Nueva Escocia, que recluye en sus relatos para que no se malogren, para que no acaben siendo una r¨¦plica m¨¢s de nuestro mundo global y uniformado: "Y tal vez ahora debiera ir y decir, oh hijo de mis entra?as, al¨¦jate de las gaviotas solitarias, de los reos plateados, que yo te llevar¨¦ a la tierra de los sabrosos congelados y precocinados, donde podr¨¢s dormir hasta las nueve menos diez". Ah¨ª queda.
Isla: todos los cuentos
Alistair MacLeod
Traducci¨®n de Miguel Mart¨ªnez-Lage
e ??igo Garc¨ªa Ureta
RBA. Barcelona, 2011. 408 p¨¢ginas. 22 euros
Dense prisa, lean a MacLeod. Es magn¨ªfico, y no se arrepentir¨¢n.
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