Caravaggio en Madrid
Una ventaja indiscutible tuvo la visita del Papa a Madrid el verano pasado: gracias a ella puso verse en el Prado el Descendimiento de Caravaggio, que vino en pr¨¦stamo de los Museos Vaticanos. Y gracias a las buenas relaciones con otro Estado propenso a la teocracia ahora tenemos en Madrid el Ta?edor de la¨²d, que est¨¢ en el Ermitage de San Petersburgo. Hay que aprovechar la ocasi¨®n. Hay que mirar con cien ojos lo que de otro modo nos resultar¨ªa inaccesible, lo que a no ser que viaj¨¢ramos a miles de kil¨®metros o hici¨¦ramos colas eternas entre multitudes de turistas solo podr¨ªamos conocer en reproducciones. No hay pintor al que una reproducci¨®n le haga justicia, pero en el caso de Caravaggio la diferencia entre mirar una fotograf¨ªa y estar delante del cuadro parece a¨²n mayor, porque su originalidad y su maestr¨ªa son insuperables, en el sentido m¨¢s literal de la palabra: nadie ha ido m¨¢s lejos. O, dicho de otro modo, nadie ha acercado m¨¢s al espectador la presencia de los seres y los objetos pintados.
Para un estudiante de historia del arte, el Descendimiento del Vaticano es una obra familiar, que remite hacia el pasado a la Piedad de Miguel ?ngel y se proyecta en el porvenir en la Muerte de Marat, de David. Pero este verano, cuando uno llegaba a la sala del Prado en la que estuvo expuesto, la primera impresi¨®n abrumadora era la de su tama?o, la escala agrandada de esas figuras que sin embargo eran tambi¨¦n violentamente terrenales. El brazo de Cristo colgaba con el peso definitivo que solo tiene un cuerpo humano muerto. Y el gesto con el que Nicodemo le sujetaba las piernas no era el de un personaje de cuadro religioso, sino el de un trabajador manual que tiene la costumbre de transportar sobre sus espaldas grandes objetos muy pesados. Sus pies desnudos de ganap¨¢n o de campesino eran tan ¨¢speros como tocones de ¨¢rboles y se plantaban as¨ª de firmemente en el suelo: esos pies endurecidos y sucios de los pobres de Caravaggio, que ofend¨ªan tanto en su tiempo como sus santas o sus v¨ªrgenes en cuyas facciones se reconoc¨ªa a prostitutas habituales de los callejones s¨®rdidos de Roma.
Una de ellas, Fillide Melandroni, aparece retratada en esa mujer joven que levanta los brazos con un ¨¦nfasis de duelo antiguo en el Descendimiento. En Madrid podemos verla sin dificultad porque es la Santa Catalina que hay en una sala recogida del Museo Thyssen, dispuesta de tal manera que en cuanto cruzamos el umbral nos encontramos con su mirada. Cuando se ha visto la Santa Catalina de Caravaggio, cualquier otro cuadro de santas m¨¢rtires, incluso los de Ribera o Zurbar¨¢n, se vuelve inveros¨ªmil. ?l no pinta una figura sobrenatural, esa mezcla de irrealidad y sadismo que suele haber en los cuadros de martirios: pinta a una mujer joven a la que ha puesto un vestido lujoso porque ha de representar a una princesa, a la que ha hecho arrodillarse en una postura inc¨®moda sobre un coj¨ªn y quedarse inm¨®vil durante mucho rato, a la que le ha pedido que sostenga de cierta manera una espada y pose los dedos sobre su filo, en alusi¨®n directa a una caricia.
Con la misma delicadeza se posan las manos del joven m¨²sico del Ermitage en las cuerdas de su la¨²d. Est¨¢ tocando y est¨¢ fingiendo que toca, manteniendo la postura que se le ha indicado, la m¨¢s adecuada para mantener un equilibrio exacto entre la claridad y la sombra, para observar las gradaciones que van de la una a la otra. El Ta?edor de la¨²d alude a uno de los dos mundos que Caravaggio frecuentaba de joven en Roma, el de los coleccionistas ricos y cultos, eclesi¨¢sticos o banqueros, los palacios en los que se interpretaba la m¨²sica contempor¨¢nea y se discut¨ªan hallazgos arqueol¨®gicos o teor¨ªas o inventos cient¨ªficos. En el palacio del Cardenal del Monte Caravaggio escuchaba a j¨®venes cantores castrados interpretar madrigales exquisitos, pero en cuanto sal¨ªa a la calle se encontraba en mitad de la vida turbulenta y canalla de Roma. La espada oscurecida de sangre que maneja la Santa Catalina del Thyssen la pint¨® con el mismo empe?o meticuloso que las cuerdas, los trastes, la caja estriada del la¨²d del Ermitage.
Que Caravaggio fuera al mismo tiempo un gran pintor y un asesino nos atrae irresistiblemente hacia ¨¦l. Pero no hay leyenda que no est¨¦ hecha de malentendidos, y en el caso de Caravaggio es muy f¨¢cil adem¨¢s atribuirle anacr¨®nicamente rasgos de la figura del genio solitario y el artista maldito que pertenecen a nuestro tiempo y no al suyo. Su vida es plenamente novelesca sin los a?adidos y las exageraciones de la literatura. Su arte es original no porque se adelante a su ¨¦poca -somos tan provincianos de nuestro presente que para admirar a un artista del pasado necesitamos imaginarlo pr¨®ximo a nosotros-, sino porque pertenece del todo a ella, a lo mejor y a lo peor, a lo m¨¢s civilizado y a lo m¨¢s cruel de ella.
Uno de los m¨¦ritos de la biograf¨ªa reci¨¦n publicada entre nosotros de Andrew Graham-Dixon es precisamente mostrar en qu¨¦ medida Caravaggio es alguien de su tiempo, no del nuestro. De ni?o vio morir a causa de la peste a todos los hombres de su familia. El realismo de su pintura tiene que ver con una tradici¨®n popular de representaciones religiosas muy arraigada en Lombard¨ªa durante su infancia, y tambi¨¦n con la fe austera la vindicaci¨®n de la pobreza evang¨¦lica de movimientos como el del Oratorio de San Felipe Neri. Y su propensi¨®n a los arrebatos de violencia s¨²bita y extrema no es tanto un s¨ªntoma de ese descontrol temperamental que a nosotros nos gusta atribuir a los genios como un rasgo de la normalidad de su tiempo. Seg¨²n una documentaci¨®n muy abundante que otros bi¨®grafos anteriores a Graham-Dixon ya hab¨ªan rescatado de los archivos, la Roma de Caravaggio es una ciudad de ajustes de cuentas sanguinarios y guerras territoriales entre bandas de hombres j¨®venes provistos de armas letales y c¨®digos de honor: el mundo sin ley de Romeo y Julieta. El choque entre Caravaggio y el adversario al que hiri¨® de muerte no hay que imaginarlo como un duelo ritual de esgrima, sino como una sucia pelea de navajas.
La huida de Roma del pintor condenado a la decapitaci¨®n que va dejando tras de s¨ª un rastro de obras maestras cada vez m¨¢s sombr¨ªas ha sido contada muchas veces, pero Graham-Dixon la completa rellenando espacios en blanco con impecable erudici¨®n y razonables hip¨®tesis y dej¨¢ndose llevar con gran instinto narrativo por la pura fuerza de los hechos. Caravaggio muri¨® antes de cumplir cuarenta a?os, pero en su etapa final hab¨ªa logrado un despojamiento expresivo que conten¨ªa una amarga meditaci¨®n sobre los efectos irreparables de la crueldad y la pesadumbre del remordimiento. En Madrid, en una sala del Palacio Real que solo puede visitarse durante menos de un minuto en las visitas guiadas, hay uno de esos cuadros finales, una Salom¨¦ que mira de soslayo la cabeza reci¨¦n cortada de Juan Bautista. No es una escena evang¨¦lica, sino una pintura negra de la culpa.
El Hermitage en el Prado. Museo del Prado. Madrid. Hasta el 25 de marzo de 2012. www.museodelprado.es. Caravaggio. Una vida sagrada y profana. Andrew Graham-Dixon. Traducci¨®n de Bel¨¦n Urrutia. Taurus. Madrid, 2011. 584 p¨¢ginas. 24 euros. antoniomu?ozmolina.es
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