Vidas breves
Die young, stay pretty
Live fast 'cause it won't last
No sin una gran dosis de cinismo, se dice a veces que, adem¨¢s de un grave problema presupuestario, la longevidad de las poblaciones de los pa¨ªses desarrollados es fuente de graves incongruencias personales: al tener que sobrevivirnos a nosotros mismos en diferentes fases y edades, a menudo llegamos a desempe?ar sucesivamente papeles incompatibles o rid¨ªculamente contradictorios, como un chapucero personaje de novela que tuviese aventuras discordantes en distintos cap¨ªtulos. Con todo, y a pesar de las ventajas de una muerte temprana evocadas por la inolvidable Sally Bowles de Cabaret a prop¨®sito de su amiga Elsie ("el cad¨¢ver m¨¢s feliz que he visto en mi vida"), pocos estar¨ªan dispuestos a acortar sus d¨ªas exclusivamente por razones de coherencia est¨¦tica. Otra cosa es la coherencia ¨¦tica, pues en este caso podr¨ªamos citar a algunos pensadores o artistas que, independientemente de su longevidad, acabaron con su vida por motivos de concordancia moral con sus obras o ense?anzas: S¨®crates, Walter Benjamin, Jean Am¨¦ry o Yukio Mishima, entre muchos otros suicidados, habr¨ªan optado por una posibilidad extrema de muerte digna en un contexto de indignidad. Finalmente, hay algunos que se dieron muerte por estrictas razones de coherencia te¨®rica o intelectual, una especie de suicidas doctrinales que a menudo rozan el fanatismo. Ejemplo de ello ser¨ªan quienes abrazaron la sabidur¨ªa de Sileno ("lo mejor de todo ser¨ªa no haber nacido, y cuando esto es imposible, lo mejor ser¨ªa morir pronto") y que, como advert¨ªa Agust¨ªn de Hipona, solo aniquil¨¢ndose pueden dar fe de la veracidad de sus creencias.
"La vida se mide por la intensidad, la duraci¨®n es vana si no es m¨¢s que un sucederse de presentes vac¨ªos", afirma Carlo Michelstaedter
As¨ª lo hizo Philipp Mainl?nder a los 34 a?os, tras publicar en 1876 La filosof¨ªa de la redenci¨®n, en donde daba por probado que la vida es siempre un negocio ruinoso en el cual nada puede compensar las penas y sufrimientos. Otra v¨ªctima probable de su propia obra escrita habr¨ªa sido Otto Weininger, cuya tesis doctoral, Sexo y car¨¢cter, apareci¨® en las librer¨ªas en 1903 coincidiendo con el suicidio de su atormentado autor a los 23 a?os. En su cuidada introducci¨®n a la edici¨®n castellana (Ed. Sexto Piso) de La persuasi¨®n y la ret¨®rica, de Carlo Michelstaedter -un joven pensador y artista italiano que se quit¨® la vida a la misma edad que Weininger, tras haber enviado al Ateneo florentino su escrito de doctorado en 1910-, Miguel Morey nos recuerda que suele subrayarse la analog¨ªa entre estos tres suicidas, como posible ejemplo de sobredosis de conocimiento o, dicho de otro modo, de que ciertas verdades peligrosas pueden conducir de forma casi natural al sacrificio de la individualidad. Podr¨ªa decirse que estos hombres prefirieron un final precoz antes que la inconsecuencia de un sobrevivir que, al prolongar su existencia, prolongar¨ªa tambi¨¦n la insoportable traici¨®n a s¨ª mismos, su vergonzante autorrefutaci¨®n en una vida enteramente falseada por el insensato deseo de perseverar en el mundo. La misma editorial publica ahora una antolog¨ªa de escritos de Michelstaedter, La melod¨ªa del joven divino, cuyo t¨ªtulo alude a la m¨²sica de Giovanni Battista Pergolesi, uno de los fundadores de la ¨®pera italiana y autor de un hermoso Stabat mater que la leyenda imagina terminado el ¨²ltimo d¨ªa de su vida, que tambi¨¦n acab¨® a los 23 a?os, en 1736.
Pero el caso es que Pergolesi no se suicid¨® (fue la enfermedad lo que acab¨® con ¨¦l); tampoco lo hicieron otros ilustres difuntos prematuros como Mozart, Apollinaire, Rimbaud o Egon Schiele: ninguno de ellos lleg¨® a la cuarentena, y sin embargo la fuerza de sus obras, la fecundidad de su influencia y la perdurabilidad de su herencia son indiscutibles. Como si uno no pudiera ser el ladr¨®n del fuego de los dioses -as¨ª defin¨ªa Rimbaud al poeta- sin consumirse con su llama o cegarse con su luz tras haber probado el n¨¦ctar de la belleza. Como vivimos en sociedades que tienden a reducir la calidad de todas las cosas a t¨¦rminos de cantidades y extensiones, hemos olvidado lo equ¨ªvoco que resulta juzgar la excelencia de una vida por el n¨²mero de a?os de su duraci¨®n, pues, como escribi¨® S¨¦neca, la pregunta pertinente a este respecto es c¨®mo se ha vivido la vida y cu¨¢nto de ella se ha malogrado: "No juzgues, pues, que alguno ha vivido mucho tiempo por verle con canas y con arrugas", dice el sabio a su corresponsal Paulino, "que aunque ha estado mucho tiempo en el mundo, no ha vivido mucho". No estuvieron mucho en el mundo Buddy Holly o Eddie Cochran, pero a¨²n resuena en nuestros o¨ªdos la magia que extrajeron de solo tres acordes de guitarra en poco m¨¢s de veinte a?os. Y Michelstaedter remacha: "La vida se mide por la intensidad, no por la duraci¨®n: aunque sea infinita, la duraci¨®n es vana si no es m¨¢s que un sucederse de presentes vac¨ªos". ?Murieron j¨®venes Aubrey Beardsley (26), Kafka (41), Seurat (31) o Watteau (37)? En lo que concierne rigurosamente a sus obras, su madurez es por s¨ª misma una evidencia que emana de ellas (y no de sus pasaportes) con una intensidad fulgurante. Si no podemos competir con los dioses en la extensi¨®n de nuestro tiempo, justamente porque somos mortales, estos j¨®venes difuntos son la prueba de que a veces s¨ª podemos hacerlo en la viveza y en el acento de una labor que, aunque para un inmortal tendr¨ªa la fugacidad de un rel¨¢mpago, lo es todo para nosotros, una miserable estirpe de un solo d¨ªa, hijos del azar y de la fatiga.
La melod¨ªa del joven divino. Carlo Michelstaedter. Traducci¨®n de Antonio Castilla Cerezo. Sexto Piso. Madrid, 2011. 208 p¨¢ginas. 19,90 euros.
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