Dreyfus
En 1894, el capit¨¢n del Ej¨¦rcito franc¨¦s Alfred Dreyfus, jud¨ªo, fue acusado de espiar para Alemania, condenado por traici¨®n y encarcelado en la Guayana francesa. Dos a?os despu¨¦s, se identific¨® al aut¨¦ntico traidor, el comandante Esterhazy, que fue juzgado, absuelto y aplaudido por las fuerzas conservadoras y antisemitas del momento. Ante el clamor de quienes, acaudillados por ?mile Zola, no dejaron de defender la inocencia de Dreyfus, el Tribunal Supremo reabri¨® el caso en 1898, solo para volver a condenarle a trabajos forzados. Esta segunda sentencia fue pura chuler¨ªa, un pulso del poder judicial contra quienes siguieron insistiendo en que Dreyfus no hab¨ªa sido condenado por traidor, sino por jud¨ªo, hasta que su inocencia fue reconocida en 1906. El caso Dreyfus ha pasado a la historia por dos motivos. Paradigma de la persecuci¨®n judicial a un reo inocente y condenado con sa?a por motivos ideol¨®gicos, no es menos paradigm¨¢tico de la profunda grieta moral que una sentencia injusta puede llegar a abrir en la sociedad civil de un pa¨ªs. La condena a Dreyfus supuso el deshonor nacional de Francia y un desprestigio particularmente bochornoso de sus instituciones judiciales, que tardaron mucho tiempo en recobrar la confianza de los ciudadanos.
En Espa?a hay cinco millones de parados. En Valencia y en Mallorca, dos expresidentes auton¨®micos est¨¢n siendo juzgados por lucrarse gracias a la trama de corrupci¨®n m¨¢s importante de las ¨²ltimas d¨¦cadas, responsable en buena parte de las colas del Inem. En Madrid, los fiscales, la polic¨ªa y los funcionarios de su juzgado insisten en la inocencia de Baltasar Garz¨®n. El principal testigo de la acusaci¨®n es el abogado defensor del capo de la trama... Y todav¨ªa faltan dos juicios m¨¢s. Nuestro Tribunal Supremo puede estar satisfecho. No es f¨¢cil elevarse hasta la altura de los cl¨¢sicos.
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